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La embriaguez del pensamiento

Sortilegio de verano


Jacques Sagot





El verano es un largo y estentóreo trémolo de violín.  Aliento suspendido, vibración sin fin, reverberar de la luz que se embriaga de sí misma.  Inmovilidad de las sombras.  Inmovilidad de la fronda.  Inmovilidad del sol y de la vida.  Esa vida que quiere moverse, pero que jadea, aplastada por el enorme cuerpo del calor, todo obesidad y somnolencia.  Es el sortilegio del verano.  Estamos juntos.  Hablamos ella y yo, a la sombra de un café sin nombre, sin leyenda, sin importancia.  Ella cree que la oigo, pero se equivoca, la pobre.  Es bella.  En tanto la miro no puedo ya escucharla, y si la escucho dejo ahí mismo de mirarla, de robármela con los ojos, de envolverla en la húmeda locura de mis pupilas.  Hace mucho que no la oigo.  A decir verdad, no sé si nunca la oí.  Soy esclavo de mi mirada.  Contemplarla significa hacerse sordo, mudo, y sacrificarlo todo al puro gozo del mirar.  No diré su nombre, porque tal vez no lo tiene, o lo olvidé, o quizás nunca lo supe.  No lo diré, porque ella es la última en sospechar el sacudimiento tectónico que en mí provocara, y si lo dijese seguramente no querría jamás volver a verme... no, por lo menos, en una tarde abrasada de verano, como aquella.  Habla y habla, mi locuaz compañera... y yo, yo solo sé que es bella, que el corazón es una estampida, y el presente un destello perdido de la sonrisa de Dios.  Cuando la gente conversa, son los ojos los que dialogan, los que se penetran y descifran mutuamente.  Pero yo no busco sus ojos, ni su rostro, que se esfuma junto con el universo entero en la turbia periferia de mi visión.  Es la boca lo que miro, lo único que para mí existe.  ¡Y ella que no lo siente, que no lo sospecha!  ¡Ella que sigue hablando, como si yo la escuchara, como si no anduviera perdido desde siempre en el laberinto de su boca, de esos labios que hacen piruetas sobre el vértice de mi deseo!  No se percata de que en ese divino huequito abierto entre el labio superior y las estribaciones postreras de la nariz, ha venido a anidar una gotita de sudor, milagro de alquimia mineral, capricho del verano y su líquida pedrería.  Sí, en aquel pequeño hondón de la piel brilla, trémula y como asombrada de existir, una perla pulida por ese diestro orfebre, el calor.  Era él quien había decantado, con infinito esmero, aquel salino rocío, perfectamente contenido en su contorno de esfera cristalina que busca y teme a un tiempo la humedad del labio.  La atonía del aire, el sol de la tarde que reverbera sobre las lisas superficies de cemento, la sequía paseando su famélica figura sobre el sopor de nuestros campos... todo tenía de pronto sentido, todo quedaba justificado.  El verano existía únicamente para la gloria de una gota de sudor sobre los labios de una mujer sentada a la vera de la vida, en un anónimo café capitalino.  Las potencias naturales, el sincrónico girar de los astros, la cósmica puntualidad del solsticio de verano... ¡todo para una gota de sudor!  No era, si lo pensamos bien, un precio tan alto.  ¿Cuánto dolor no le es exigido al artista en prenda por unos pocos versos memorables, por un trazo de color capaz de eternizar en el lienzo del tiempo el gesto de su mano?  “¡Cuántos sollozos hacen falta para el más simple aire de guitarra!” (Louis Aragon).  Y yo sigo sin escuchar a mi amiga, porque las palabras, cuando se está tan cerca de la fuente, se convierten en confuso rumor, y porque en aquel momento solo vivo para el temblor de mi gotita de sudor, esa que se agarra aún y siempre a la piel, y encierra en su translúcido universo todo el ardor del verano.  ¡Y pensar que existe tan solo para mí!  Porque ni siquiera ella la sabe prendida de su labio, como un lucero de la noche.  No sabe que yo soy su celoso custodio, su vigilante, su poeta.  No sabe que nadie más en el mundo -ni siquiera los hombres que vendrán a devastar su cuerpo- poseerá nunca esa gota singular, irrepetible, hija del eterno presente del deseo.  Todo lo demás se lo dejo a ellos, pero mi gotita, esa solo a mí pertenece, yo que la he descubierto y la canto.  Y su cuerpo me hacía así el don de algo tan íntimo, tan profundamente carnal, que sin duda habría sido ella la primera en llevarse la mano a la boca, de haberlo sabido.  Pero no lo sabe.  No puede saber que mientras bebía su café y me hablaba de poesía, o de música, o de la muerte, yo aparejaba hacia ella, sabedor del naufragio, seguro de nunca llegar, pero gozoso en la gran derrota del anhelo.  No sabrá que por espacio de un minuto hecho de vida pura, una tarde cualquiera, entre las brasas del verano, me hizo el regalo más entrañable que una mujer puede darle a un hombre: el aquí, el ahora, el instante en flor, el presente que apenas cogido se desgrana, pero que deja en las manos del vendimiador el acre aroma de su ausencia.

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