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La embriaguez del pensamiento

Tragarse una cucharada de tachuelas sin agua


Jacques Sagot




Esta es una profesión de locos, pero que uno se divierte, se divierte, amigo.  Mire, con decirle que hasta de espía me tocó hacer una vez.  Una señora sospechaba que su marido la andaba engañando, y me contrató todo el día para que lo siguiera.  Era una mujer de plata, en los cincuentas, una mujer bien, usted sabe, esas viejas platudas del lado de Escazú.  Y yo me apunté a hacerle de chofer y a encarnar a James Bond.  ¡Viera usted lo que fue eso, amigo!  La mujer estaba desesperada, fuera de sí.  “¿De veras quiere que juguemos este juego, señora?  Puede usted salir maltratada” le advertí- “Mire, usted solo maneje y haga lo que yo le diga. Yo le pago extra, le reconozco cualquier servicio especial que le pida, por la plata no se preocupe”.  A mí el dinero me tenía sin cuidado.  De hecho, el día iba a significarme pérdidas, pero donde vi a esa pobre mujer tan ardida por los celos, pues no sé, algo se me movió aquí adentro.  Yo mismo me encanfiné y me le puse al corte al infeliz ese.

 

Primero, lo vimos salir del trabajo y montarse en el carro.  Yo lo seguía a algunos metros de distancia, y la señora a veces se hacía chiquitita en el asiento para que no la descubrieran.  Pues la cosa es que el hombre salió en su carrazo un Mercedes descapotable y se fue por las rotondas, hacia San Sebastián.  Ahí se metió en una ciudadela, y paró frente a una casita cualquiera.  No se bajó del carro.  Dio una serie de pitazos rítmicos, algo así como un código Morse.  Salió la muchacha.  ¿Qué decirle?  Bonita, muy bonita, unos veintidós años de edad, muy sencilla, una criaturita.  A lo sumo sería secretaria, recepcionista, trabajaría en un call center, o estaría sacando el bachillerato por madurez en algún colegio nocturno.  Pero linda, la bandida.  Cuerpazo, y carita fresca, juvenil.  Perfectamente podría haber sido hija del carajo.  Donde la vio, la mujer se puso lívida, le dio barbiquejo, y se me vomitó en el carro.  Pobrecita… hay que comprender la clase de batacazo que eso debe de ser.  Ahí la recompuse como pude, y seguimos la persecución.  La mujer sacaba a veces su espejito, y se miraba a sí misma.  “Con razón, ¿cómo no lo van a cambiar a uno?  ¡Mire qué arruguero de cara, parezco un pergamino etrusco!”.  Yo no sabía qué decirle.  Cualquier cosa hubiera sido inadecuada.  Me había contratado para seguir a su marido, no para ofrecerle asesoría psicológica.  La verdad es que, pues sí, estaba arrugadita, usted sabe, una mujer madura, pero todavía de buen ver.

 

La cosa es que se fueron para un restaurante, allá por Santa Ana.  Parqueamos unos veinticinco metros detrás de ellos.  “Bájese y me dice lo que ve”.  “¿Está segura, señora?  Usted se está haciendo daño con esto, va a volver a vomitarse, y voy a terminar por tener que llevarla a emergencias”.  “Solo bájese y haga lo que le digo, por favor.  Y no se preocupe: no le voy a volver a ensuciar el taxi.  Si me dan ganas de vomitar lo hago en la calle”.  Todo era tan degradante, amigo, tan sucio, tan sórdido: yo espiando a aquel miserable, la pobre mujer obsesionada con saberlo todo, y de paso echando al agua a la muchachita, que, quién sabe, tal vez creía que el tipo era soltero, o usted sabe, el cuento más viejo del mundo: “me siento solo, incomprendido, desatendido, necesito ternura, y estoy en proceso de divorcio”.  Pero la cosa es que me bajé y fui a asomarme al restaurante.  Volví al carro con mi reporte. “Están almorzando.   Se pidieron una botella de vino, y lo que me pareció ser una pasta con mariscos para ella, y tamaño pedazo de carne para él.  Y ahí están hablando.  Él la abraza a cada rato, le dice cosas al oído y… pues sí señora, la besa.  Pero no la emprenda contra ella, señora, Dios sabe si la tendrá engañada: los hombres somos todos unos miserables, yo en primer lugar.  Aquí el traidor es su marido, la muchacha podría no ser más que una víctima”.  

 

“Una zorrita: eso es lo que es.  Y sí sabe que está casado, porque ya le he encontrado a mi marido mensajes en una cuenta de e-mail que abrió y a la que según él no tengo acceso…  ¡Imbécil: debió haber comenzado por considerar que mi hermano es ingeniero informático!  ¡A mí, con cuentitas fantasma!”  Pasó poco más de una hora, y volví al restaurante.  Ahora están con los postres.  Panna cotta para ella, tiramisú para él, pero a veces intercambian bocados.  “Maldito, maldito, maldito…  Yo sabía en las que andaba, yo sabía.  Una mujer siempre sabe, y yo, además, no soy ninguna tonta”.  “¿Quiere que sigamos, señora?”  “Todo el día.  Usted limítese a pegársele por dondequiera que vaya”.

 

Pues la cosa es que de ahí se fueron a un salón de baile.  Un lugar medio vulgarzón, usted sabe: no lo que hubiera cabido esperar de un hombre con tanto dinero.   Pero así son las cosas: además de infiel era avaro.  Así que ahí nos fuimos hasta Alajuelita.  La mujer no movía un músculo.  A veces se le humedecían los ojos, pero no tardaba en recomponerse.  De vez en cuando farfullaba algo, palabras sueltas, ininteligibles, como si hablara con sí misma.  Por supuesto, me mandó a ver qué pasaba en el salón de baile.  “Señora, están sentados en una de las mesas del fondo, y… se están poniendo muy íntimos.  Él la tiene en sus brazos, ella se le acurruca bajo la axila, y ahora están bebiendo un líquido azul que pareciera ser limpia-ventanas, Sani pine, Tronex o alguna cosa así.  Y sí, a ratos se ponen a bailar.  Las piezas lentas, usted sabe, los bolerillos y… pues esa música para ligar”.  “¿Se ven felices?”  “Y, señora, qué decirle… así como que tengan cara de funeral, eso no.  Quisiera poder decírselo, pero sería mentirle.  Sí: se ven muy felices.  Parecen carajillos de quince años que están enamorándose.  ¿Qué edad tiene su marido?”  “Seis dos, y yo cincuenta y ocho, para que lo sepa de una vez”.  “Pues si así son las cosas, el señor debe llevarle por lo menos cuarenta años a la muchacha”.  “A la zorra, a la zorra, no le diga “muchacha”.  “Bueno, pues… a la… “zorra”.

 

Salieron del salón a eso de las seis de la tarde.  Hubo un momento de tensión, porque al maniobrar sobre la vía, el carro pasó justo al lado del nuestro y se quedó unos minutos en un semáforo, pegadito a nosotros.  La señora se encogió hasta hacerse invisible.  Yo me sentía nervioso, y peor que eso: un malestar, una náusea, algo horrible se apoderaba de mí.  Uno no se hace taxista para andar siguiendo gente, ¿sabe usted?  Eso es horrible, indigno…  Ni que uno fuera Philby, Pujol, Assange o alguno de esos espías famosos.  Por dicha la señora se escondió, porque justo en lo que duraba la luz roja, el carajo le dio un beso a la muchacha de esos que solo se ven en las películas.  Yo creo que la señora se me habría descompuesto de nuevo, de haberlo visto.  Sentí que aquella maldita luz roja duraba siglos.  Tan pronto se puso en verde la luz y el “viejo verde”, los dejé adelantarse y me les puse al corte.  Y ahí vino lo peor.  Se fueron derechito para el motel “El Edén”.  “¿Quiere que entremos, señora?”  “Iremos hasta el fin del mundo, hasta la Antártida, hasta el infierno, si fuera necesario: quiero ver de lo que este infeliz es capaz”.  Pues la cosa es que nos metimos en el motel.  Ahí hubo que dar vueltas y vueltas, como en un carrusel, esperando que se liberara una cabina.  Por fin quedó una disponible, y el carajo viró y se metió en el garaje con reflejos de pantera.  Se apeó del carro, apretó el botón, y esperó a que bajara la puerta metálica.  Ese sonido del acero, seco, frío, que cancela el mundo, y aísla a los amantes en su infierno paraíso.  Algo así como un llamado de trompetas al placer.  Todos lo hemos vivido.  No hay sensación más excitante en el mundo.  Estoy seguro de que usted lo entiende.  A fin de cuentas, ¿quién era uno para juzgar a aquel malandrín?  No era ni peor ni mejor que yo.  Un hombre como cualquier otro.  Un hombre que “la maneja”, maduro, bien parecido dentro de lo que su edad permitía, bien conservado, con su carrazo descapotable, con buena harina, seguramente dueño de alguna empresa o alto accionista de alguna carajada importante, y además probablemente cirugiado y enviagrado…  Era rey del universo.  En Costa Rica, un carajo así es, simplemente, dueño del mundo.  Súmele a eso esposa decente, casera, sin profesión, económicamente dependiente, sin armas para defenderse en el mundo, y en una edad en la que ya no le van a aparecer pretendientes bajo cada piedra…  Perro mundo, este.  Perro mundo.  Y esa es la historia de todos los días.  Encuéntreme usted una cuadra una sola de esta asquerosa ciudad, en la que no haya, por lo menos, un caso así, y le regalo un millón de dólares.  ¿No ve que en esta profesión uno siempre sabe cómo anda la cosa?

 

En el motel no podía ya espiarlos.  Nos fuimos entonces a parquear a la salida, esperando que terminaran su coreografía de panzazos.  Duraron cuatro horas en ese plan.  Cuando salieron, ella iba con el pelo húmedo, bien bañadita, y él con cara de sultán, de gigoló, de hombre que ha visto su hombría corroborada.  Es una expresión muy particular, no sé si usted se ha fijado en ella.  Uno siempre sabe cuándo una pareja está contenta o no con su vida sexual.  Se siente, se huele.  Se establece entre ellos una intimidad, una relación simbiótica, algo que no sé definir.  Como que andan en el mundo suspensos en una burbuja de bienestar, el universo alrededor de ellos deja de existir, se ponen incluso arrogantes, hacen ostentación de su felicidad, brillan, resplandecen… mientras les dura.  Es una cosa muy rara.  Y lo peor es que después de la sexatlón no la fue a dejar a la casa: se las pintaron para un mirador allá por Aserrí.  “¿Quiere que los siga, señora?”  “No, ya vi suficiente, ya vi todo lo que tenía que ver.  Seguir en estas sería puro masoquismo.  Lléveme a mi casa, por favor”.

 

Y nos fuimos de vuelta para Escazú.  Pero ahí no terminó mi servicio.  La señora llamó a un cerrajero.  Cambió todos los cerrojos de la casa.  Luego me pidió algo muy curioso, algo que nunca me habían pedido.  Me hizo subir al cuarto del marido, y me rogó que le ayudara a meter en un montón de bolsas de basura toda su ropa, sus afeites, sus papeles, sus corbatas, sus calzoncillos, su ropa formal, sus mancuernillas, sus fotos, la computadora, los libros, el equipo de sonido, los discos, los videos, una guitarra, todo el material que el carajo tenía en el escritorio, la impresora, el fax, archivos guardados en folders de todos colores y tamaños, documentos que me parecieron ser importantes (¿sería abogado, el gañán?  Es lo que me imagino), zapatos, lociones, el jabón y el champú del baño, la mitad del botiquín, el PlayStation, las almohadas, las sábanas, una carajada que usaba contra la calvicie, varios peluquines, todo lo que el carajo tenía en la mesa de noche, por lo menos la mitad de los libros de la biblioteca (en esto, la señora fue muy selectiva: se dejó los libros que eran de ella, y se deshizo de los de él), un par de pinturas que me parecieron valiosas, varios objetos de arte medio exóticos, traídos de viajes a África y el Oriente, unos juguetes de infancia que el carajo conservaba, sus cajas de herramientas, un montón de palos y bolas de golf, varias medallas y diplomas, el motor de un bote, una colección de revistas porno, unas paletas de tenis y squash, una bola de fútbol firmada por Pelé, un tablero de ajedrez hecho con maderas preciosas…  Bueno, amigo, fueron no menos de treinta bolsas, hinchadas como sapos, que tuve que llenar.  Ella simplemente recorría la casa dándome instrucciones: “esto sí, esto no”, durante no menos de dos horas.  No creo que en esa casa quedara una molécula del pobre rufián.  Terminado el trabajo, me pidió que pusiera todo sobre la acera, del otro lado del portón.  La verdad, me pude haber llevado lo que me hubiera dado la gana, pero hubiera sido un acto de vampirismo, casi como saquear una tumba.  La acera quedó intransitable.  ¡Menuda sorpresa le esperaba al chavalo!  ¡Hubiera deseado ser una mosca en la pared para ver la cara que habrá puesto cuando llegó, sin duda de madrugada, bien sobajeado, bien tomado, bien zarandeado!  ¿Usted sabe lo que es volver uno a la casa y descubrir que ninguna llave funciona, que no le responden el teléfono, que todas sus pertenencias están en media calle, y los vecinos divirtiéndose entretanto con el espectáculo de su desconcierto, su miedo, su impotente ira?  Que se lo tenía merecido, se lo tenía merecido…  Pero aun así, no hubiera querido estar en sus zapatos.

 

La señora me pagó generosamente el día de servicio.  Le pregunté si en algo más le podía servir, y me dijo que pasara por ella al día siguiente, a las nueve de la mañana, para que la llevara donde el abogado, y cumplir con algunos trámites de rigor en este tipo de situaciones.  Y así lo hice.  Por discreción, no le pregunté cómo había reaccionado su marido.  Lo que sí vi es que ya había un camión recogiendo las bolsas.  Viera usted qué cosa más triste…  Era como si dentro de ellas yacieran cuerpos humanos, como esas cosas que se ven después de las catástrofes aéreas, cuando recuperan los cadáveres.  Y es que, en efecto, algo había de eso.  Aquello era el cadáver desmembrado de un matrimonio, de una relación que probablemente había durado sus treinta y pico años, ahora reducida a escombros, una cosa disgregada, un cúmulo de bolsas como sarcófagos.  Perro mundo.  La señora estaba tranquila.  No parecía haber llorado durante la noche.  Se veía fresca y descansada.  Como si se hubiera quitado de encima la piedra de Aserrí.


Con seguridad le esperaban sus ramalazos de tristeza, el inevitable Prozac, las idas al psicólogo, el club de apoyo, en fin, lo de siempre…  Pero era un renacer.  Una mujer fuerte, valiente.  La dejé en el bufete, y no la he vuelto a ver desde entonces.  Sin embargo, no sé por qué, amigo, intuyo, adivino, sé que está bien, que tiene que estar bien.  Pienso en ella a menudo.  Sin duda más de lo que ella se imagina.  

 

Y ahí tiene usted, una de las experiencias de taxista más impresionantes que me ha tocado vivir.  Ver a esa mujer descompuesta, llorando en el carro, y uno que nada podía hacer por aliviarla… fue muy doloroso, muy pero muy doloroso…  


Como tragarse una cucharada de tachuelas sin agua.        

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