El Presidente se desintegra
Jacques Sagot
Calvo, corpulento, obeso, cholo, cachetón, fofo, papón, sangrón y mofletudo. Así era el Presidente de la República. Por única obsesión, hacerse amar universalmente, ser popular, sentirse corroborado en todas sus decisiones, cosechar aplausos y vítores por doquier. Más el sueño de una aspirante a un certamen de belleza, que de un mandatario.
Sus números andaban mal. ¿Cuáles? Pues los únicos que le preocupaban: índices de simpatía, afecto, confiabilidad. Tras su imagen –fabricada con rigurosa metodología– campechanona, sencilla, abordable, cálida y amigable, fermentaba la más insidiosa forma de la vanidad que sea dable concebir. La que se disfraza a sí misma. La que no se proclama abiertamente como tal, pero pervive bajo ciertos códigos, a ojos de buen observador. Y el pueblo es un buen observador. Mucho mejor de lo que el Presidente había supuesto. Lo logró engañar durante unos tres meses a lo sumo… pronto lo tenían leído, descifrado, desenmascarado.
El discurso en cadena nacional tenía por propósito hacer repuntar así no fuese más que ligeramente su alicaída imagen, resultado de las continuas estafas psicológicas a las que sometía a su país. Comenzó hablando con autoridad. Esa autoridad histriónica del hombre que sabe que debe proyectar una impresión de firmeza y convicción. El espectador ya conoce este papel: lo ha visto representado incontables veces en su vida: es absolutamente ineficaz, y peor aún, contraproducente. Fingir autoridad cuando uno se sabe repudiado y privado de todo respeto por parte de su auditorio resulta completamente imposible. Doloroso de ver. Incómodo, perturbador. Bien que mal, es una criatura que sufre, bajo la luz de las cámaras, y que mientras lee sus cartelones tiene consciencia de estar siendo abucheado y escarnecido en la mayoría de los hogares de su país. Lo sabe, ya lo creo que lo sabe. En el más reciente sondeo de popularidad –el nombre de su obsesión, de su cruzada, de su batalla– ocupó el último lugar, al lado de los peores ex-presidentes de décadas recientes, con su rival más enconado encaramado en el primer lugar.
Comenzó a sudar profusamente. Una transpiración sebosa, crasa, espesa. Empezó a cometer furcios. Cada uno de ellos acarreaba al siguiente, y así se iban multiplicando, tal la bola de nieve que genera una avalancha. De pronto, sucedió algo ridículo –y el ridículo es posiblemente más difícil de digerir que el odio de una nación–: su corbata roja de nudo falso se desprendió de su cuello, y cayo cual amorfa, desarticulada alimaña sobre su escritorio. Imposible cortar el programa, intercalar una pausa estratégica, o enviar a la asistente de maquillaje a que le instalara nuevamente el apéndice de marras en su cuello de buey: grueso, abotagado, congestionado y burdo como podría serlo el de un leñador o un peleador de lucha libre. Hay una gordura, una execrable forma de rotundidad, de hinchazón, de turgencia y bulbosidad que desarrollan los burócratas glorificados, cuando asumen su rol con actitud de sibaritas. Diríanse batracios, enormes sapos tumefactos y cubiertos con pústulas, que, sentados, los ojos fijos sobre la cámara, harían mejor efecto desnudos que cubiertos por sus constrictivas prendas.
Tan pronto la corbata cayó, el Presidente sucumbió a la turbación. Su cabeza comenzó a vacilar visiblemente sobre su pescuezo gargantuesco… era como si la prenda fungiese como un gozne y un punto de articulación que conectaba la testa al cuerpo. Nadie, en el estudio, consideró la posibilidad de suspender la transmisión: ni el Presidente lo solicitó con gesto alguno, por discreto que fuese, ni sus asesores de imagen lo juzgaron necesario: eran tan abismalmente incompetentes como el resto de su gabinete y la totalidad de su equipo de gobierno. Estos conversaban despreocupadamente, mientras su jefe se disgregaba a ojos vistas.
Lo primero en desprenderse del cuerpo fue la mano izquierda. Maciza, burda, mano de camionero, cayó pesadamente sobre la mesa. Ahí retembló y se convulsionó durante algunos segundos, antes de quedar muerta. El rigor mortis se manifestó de inmediato, y el país entero vio como el miembro se crispaba, los dedos se contraían, y el fragmento anatómico asumía el aspecto de una garra. El Presidente siguió gesticulando con la mano derecha, mientras leía, de manera cada vez más atropellada, el discursete que algún escribidor a sueldo le habría sin duda elaborado.
La mano derecha comenzó también a desintegrarse, pero en este caso los dedos fueron cayendo uno tras otro –gordezuelos, bastos, dignos de un carnicero o un picapedrero–. Cada uno de ellos saltaba sobre la mesa, buscando desesperadamente el tronco común al que pertenecían, y procurando restablecer, como entes individuales, el orden de uno a cinco que los caracterizaba. Pero chocaban penosamente entre sí, caían panza arriba, y en cuestión de minutos fueron apagándose, uno tras otro, hasta yacer como corpúsculos inertes, especie de campo de batalla sembrado de cadáveres.
El Presidente siguió leyendo, la voz ahora inficionada por la angustia, haciendo lo posible por ocultar los sangrantes muñones en que sus dos manos se habían convertido. Imposible gesticular sin salpicar de sangre los lentes, los reflectores, los camarógrafos, todos los que colaboraban con la transmisión. Desprovisto de manos, su discurso perdió, por decir lo menos, la mitad de su potencia retórica y actoral. Para compensar la mutilación, comenzó a alzar la voz, pero sucumbiendo como siempre a su tendencia a sobreactuar, la elocución se tornó ríspida, chillona, nasal. Sin sus manos, su palabra se moría.
Ya a estas alturas, el espectáculo era demasiado insólito como para que los responsables del espacio interrumpiesen la transmisión. Sería uno de los discursos del siglo: ningún productor hubiese querido prescindir de tal documento. Mientras la cabeza, ostensiblemente desestabilizada, vacilaba sobre el tronco de cebú que la sostenía, el director de cámaras optó por proponer un primer plano de su cara. Fue entonces que la gente pudo ver el desprendimiento de las orejas, y la lenta delicuescencia de la nariz, que se derretía –más bien que desprendía– del rostro.
Pero todo esto se tornó irrelevante: ¡al Presidente comenzaron a caérsele las ideas! ¡Cada una de ellas –especie de amorfo ectoplasma– emergía por las narices, la boca o los oídos, e iba a caer, cual ameba descomunal, sobre la mesa! ¡El miserable se había quedado sin ideas! Luego la cabeza comenzó también a expeler los conceptos. Estos tenían una consistencia más sólida, más densa que las ideas. Eran duros e irreductibles, como semillas de considerable tamaño. A todo esto, el discurso del Presidente, vacío de ideas y de conceptos, se había convertido en una balbuciente y babosa jerigonza. Como no tenía manos para enjugarse la boca con su pañuelo, la salivación, profusa, viscosa y torrencial, formaba largos y elásticas filamentos que pendían del labio inferior, y, temblando, se negaban a desprenderse. Es que no solo eran babas: los mocos se mezclaban también a aquella exhibición de fluidos corporales.
Y luego, lo inevitable: comenzaron a caérsele también las palabras. Las más pesadas –tales “deuda externa” o “déficit fiscal”– se aplastaban estrepitosamente sobre la mesa. Las más gráciles se desprendían con movimiento de pluma, de libélula, e iban a aterrizar con mayor elegancia. Pero alguna de las palabrotas –y del cerebro del Presidente todo salía en desbandada, como las tuercas y poleas del “escribidor” de la máquina de tortura en La colonia penitenciaria de Kafka– terminaba por caerle encima y la trituraba irremisiblemente.
La afasia se fue apoderando del Presidente, al irse vaciando su réservoir de palabras. El discurso presidencial se limitaba ahora a algunos sonidos inarticulados, a gemidos, chillidos de chimpancé, carcajadas de hiena, rebuznos, balidos, gruñidos, y una que otra onomatopeya, cada una de ellas más elemental: “splashhh”, “burumbún”, “prrrr”, “chhhh”, “mmm”, “grrr”… Sus ojos no tenían expresión alguna. Era un ser desertado por el espíritu. Vacío, huero como una nuez. Esa mirada que ve sin ver… Por fin, la despoblada y calva cabeza cayó hacia adelante, con el más farragoso estruendo, sobre los micrófonos y el escritorio donde yacían sus manos, sus dedos, sus orejas, buena parte de su nariz, sus ideas, sus conceptos y sus palabras. Sobre la silla quedó sentada, inmóvil, la figura de un cuerpo decapitado. Su traje formal, su aire de maniquí, su tiesura general le conferían algo cómico. Surrealista y aterradoramente cómico –precisemos–.
Los telespectadores respiraron aliviados: “He aquí, por fin, un presidente que se revela ante nosotros como lo que es. Un presidente honesto. Un presidente en el que la acción es la hermana gemela del pensamiento. Un presidente translúcido, que no había temido mostrar a su país la deleznable, espernible, la enclenque y canija materia ética, física, intelectual y humana de que estaba hecho. De inmediato comenzaron las babosas, caracoles, rinóforos y demás salivosos gasterópodos del mundo político a proponerlo para el benemeritazgo de la patria. No tengo duda de que se lo concederán.
Todos los presidentes gue gozan del poder, promesas incumplidas, pegadas de carteles, es un avispero de falacias, de tirarse en el congreso berborreas, inadmisibles de cabreo de teatro de drama filibusteros, nos engañan viven como reyes. No creo gue la pantomima del discurso, les de ansiedad y llenan bien las faltrigueras a costa del proletariado