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La embriaguez del pensamiento

¿Cómo exorcizar la Navidad? 


Jacques Sagot



Era una época crítica, dramática, para mi hermano como para mí, ambos hemofílicos.  


Al parecer, la euforia del mes y la impaciente espera de los regalos tenían por efecto bajarnos el nivel –ya de por sí precario– de coagulación.   El aroma de ciprés –el arbolito de Navidad, primorosamente decorado– impregnaba toda la casa de dulce melancolía.  Expectativa.  Ilusión a duras penas contenida.  La magia de la Noche Buena… pocos niños la han vivido tan intensamente como mi hermano y yo.  Pero la alegría nos tornaba inquietos, y entonces venían los golpes, las caídas, los moretones.  Prohibido alegrarse.  Mis papás no podían hacer absolutamente nada al respecto.  No se puede esperar cardenalicia serenidad de un niño de seis años de edad la víspera de la Navidad.  Mi tipo de hemofilia era más severa que la de mi hermano.  Yo era, por mucho, el enfermo más frágil.

 

Diciembre de 1967.  La segunda Noche Buena que celebrábamos en nuestra nueva casa de San Francisco de dos Ríos.  El veinticinco amanezco seriamente enfermo (¿una hemorragia de la ingle y el psoas?), y es en vano que me llevan los juguetes hasta la cama para tratar de distraerme.  Recuerdo varios libros de dinosaurios y de mamíferos antediluvianos (animales que siempre me habían fascinado) portentosamente ilustrados al óleo.  Todavía puedo olerlos.  Bellas, muy bellas ediciones.  Un juego para armar cabañas, con trocitos de madera perfumados (log cabins de estilo canadiense).  Un juego de lotería con imágenes de animales.  Una Biblia para niños llena de bellísimas estampas (la imagen de Daniel en la cueva de los leones me marcó para siempre).  Las Fábulasde Esopo.  Rompecabezas.  Soldaditos de plomo.  Discos con las canciones de Cri-Cri.  Mi primer juego de ajedrez, de madera el tablero y las piecitas…  Todo glorioso.  Pero nada llegaba hasta mí, hasta mi dolor físico, hasta mi postración.  Era un pozo de dolor, hondo, oscuro, y mi voz no se oía en la superficie.  Habían llevado mi cama al cuarto de mi abuela.  Las hemorragias del psoas son –ya tenía yo conciencia de eso– temibles.  Incapacitan por completo, sanan difícilmente y las recaídas se suceden casi inexorablemente.  Es imposible estirar el cuerpo: la pierna involucrada se flexiona naturalmente hacia el vientre y permanece así hasta que la rehabilitación le devuelva su movimiento y su habitual postura.  Dolorosísimas.  Dios sabrá cuántos nervios y músculos se ven afectados por este tipo de sangrado (que desde joven no he vuelto a padecer, por fortuna).  Así que ni mis bellos libros, ni mis casitas de madera, ni mi ajedrez, ni mis rompecabezas, ni mi lotería de animales (de la que recuerdo, sobre todo, a la mosca: ¡una explicación, una explicación, mi reino por una explicación!)… nada llegaba hasta mí.  No hay ninguna posibilidad de gozo cuando el cuerpo sufre.  Yo trataba de jugar, sabía que ahí estaba, al alcance de mi mano, la felicidad, pero el dolor focal del psoas, dimanando luego de manera difusa hacia la totalidad de la pierna, la ingle y el bajo vientre, la sensación de inmovilidad, de minusvalía que este provocaba, conspiraban contra cualquier forma de ilusión.

 

Mi hermano disfrutaba de su Navidad como podía, sin tener a nadie con quién jugar.  Recuerdo esa tarde del veinticinco… es una foto mental implacablemente nítida: las barandas de la cama, como una pequeña cárcel, diseñadas para que no me cayera mientras dormía; la bacinica con la que se me ahorraba el dolor de ir a orinar; el calor, la fiebre (porque sin duda había también un cuadro viral concomitante a mi sangrado); las terribles sacudidas que los accesos de tos provocaban sobre mi vientre y mi psoas… no toser, esa era la consigna… y por supuesto que tosía.  A todo esto, ¿cómo no pensar en mis pobres padres, en su impotencia y su desesperación?  Sin duda me transfundieron varias veces, ya no lo recuerdo bien.  Estoy completamente febril.  Mi hermano me lleva los juguetes a la cama: los libros en particular, con sus teratológicos y descomunales animales, me proporcionan quizás algo de alivio.  Crisis terrible, la de esa Navidad.  El episodio que viví en diciembre pasado (hospital Necker, París) me ha retrotraído a esa época de mi vida.  Dos navidades llenas de horror –y recuerdo otras más de las que quizás algún día hablaré–.  Claro que el niño no tenía la posibilidad de formular el dolor con que el adulto exorciza, en cierta medida, su sufrimiento; pero por otra parte el adulto vive más intensamente el drama de la soledad: no tiene en torno suyo el sistema de soporte familiar que el niño sí tenía. 

 

Execro las navidades.  Los árboles con sus bombitas y luces de burdel barato, los cursilísimos portales, los villancicos, los regalos, la masiva furia consumista de la época.  Actualmente debo hacer esfuerzos conscientes para sustraerme a ella y su cortejo de infames recuerdos.  Me he convertido, supongo, en un gruñón y amargado Ebenezer Scrooge.  Pero sucede que mi pasado es grávido de dolor.  Mi infancia, sobre todo, comarca de la postración, el terror, y el sufrimiento físico.  ¿Cómo puede explicársele a un niño que no debe sentirse eufórico, porque tal emoción baja el nivel de coagulación sanguínea?  ¡Atroz paradoja!  Hoy como ayer, prohibido alegrarse.

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