La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce

- 22 nov
- 8 Min. de lectura
Ars poética del orgasmo
Jacques Sagot
No me jacto de ser un especialista en el tema que en este texto abordo. Pero, amigos, yo me he especializado en no ser especialista de ningún campo. Soy un profesional de la no especialización, y eso me permite zambullirme en los más disímiles tópicos, con un mínimo de autoridad.
Fenómenos mercadotécnicos, aberraciones del mercado, trendynonsense, imbecilidades que se ponen de moda, y luego evanescen sin dejar traza alguna, como las placas tectónicas, se hunden y desaparecen por subducción, bajo nuevas placas que toman su lugar. Es así como funciona la mercancía: aparición en el mercado, saturación del mercado, declive, muerte por subducción bajo la presión de una nueva mercancía, que deberá atravesar los mismos avatares de su predecesora. Tal es el ciclo de vida y la dinámica inherente a la mercancía (y al día de hoy, casi todo –el ser humano incluido– ha sido mercantilizado).
No es sin un esfuerzo considerable por reprimir mi ira, que menciono el mamarracho pseudocientífico que es el popularísimo libro Men are from Mars, Women are from Venus. El mamotreto fue publicado en 1992, por un cretino llamado John Gray, cuyos únicos atestados se limitan a practicar la meditación, y haber aprobado un cursito de psicología por correspondencia. Pero así es el mundo: proclive a la vesania, a la locura. Es el delirio febril de la mercancía cuando se pone de moda, cuando atraviesa su culmen, su ápex, su acné. Esta basura vendió más de 15 millones de ejemplares y, según un reportaje de CNN fue el más resonante éxito dentro de las obras de no-ficción de la década de los noventa. Durante 121 semanas estuvo en la lista de bestsellers.
El libraco y su metáfora axial –el diferente origen planetario de los sexos– han entrado en la cultura popular, y constituyen el basamento de los subsiguientes pasquines secretados por al autor. Generó grabaciones, seminarios, temas vacacionales, one-man shows de Broadway, series televisivas, videos de ejercicios, podcasts diversos, líneas de productos para hombres y mujeres, incluyendo fragancias, guías de viajes, calendarios con las frases más egregias de este sapientísimo gurú sexual, salsas para ensaladas “masculinas” o “femeninas”, y… pues una heteróclita parafernalia de porquerías destinadas a vaciar los bolsillos de los consumidores y a hacer multimillonario al astuto mercachifle.
La premisa del libro es que hombres y mujeres son criaturas radicalmente diferentes, con psicologías y cerebros disímiles, personalidades completamente ajenas una de la otra, y apetitos y patrones de conducta sexual irreductibles y por poco incompatibles. Por supuesto que esto solo puede ser falso. De ser cierto la comunicación entre ambos sexos sería impracticable, no existiría entre ellos empatía, identificación, sinergia, capacidad de asociación emocional. Por supuesto que hay diferencias, pero estas se decantan sobre una vasta y sólida plataforma antropológica donde las similitudes son infinitamente más determinantes que las disimilitudes.
Habla muy mal de una sociedad, el hecho de que un libraco lleno de lugares comunes, perpetuador de los mitos sempiternos en torno a los sexos, y tributario de los prejuicios de toda una vida, venda 15 millones de ejemplares. Es un dato preocupante. Pone en evidencia la necesidad que la gente tiene de respuestas facilongas, de “quick fixes”, de fórmulas ready to use, de prejuicios, de lugares comunes, de ideas recibidas, de la evaporación del espíritu crítico de los lectores medios.
Recuerdo haber visto un programa en el que este tarúpido se jactaba de haber encontrado un método mediante el cual era posible “sacarle” a la mujer diez orgasmos en tan solo veinte minutos, empleando para ello boca y dedos. He ahí justamente lo que me parece repugnante en este tipo de mentalidad –que es, en esencia, el espíritu mismo del capitalismo rampante y específicamente gringo–: un mínimo de inversión para un máximo de réditos. El principio de la minimización del esfuerzo: “hágase rico en doce días”, “aumente el tamaño de su pene en dos semanas”, “desarrolle una personalidad magnética en diez pasos”, “la ruta hacia el liderazgo en solo tres días”, “aprenda a subyugar a toda mujer en su periferia, ¡con tan solo dos atributos!”, “tonifique los músculos de su moral, siguiendo estas simples reglas de conducta”, “hágase respetar por los hombres… y desear por las mujeres, en tan solo tres lecciones”… y miles de abyecciones de esta laya.
Así que “diez orgasmos en veinte minutos”… ¿No se le habrá ocurrido pensar a este pelele que los hay a quienes nos gusta estar ahí tanto tiempo cuanto sea posible? ¿Que existen hombres que serían prácticamente residentes del sexo de sus mujeres, si no fuese porque la vida no lo permite? ¿Que lejos de minimizar ese “tremendo sacrificio”, esa “tortura”, esa “ordalís” consistente en estar metido entre los muslos de la mujer amada saboreando su sexo, hay ciertos “psicópatas” que querríamos antes bien maximizarlo? Lo de los diez orgasmos me parece muy bien, ¿pero por qué solo en cuestión de veinte minutos? ¿Dos por minuto? ¡Sería demasiado rápido, y demasiado fácil: terminaría por convertirse en algo banal! ¡Tocar la sonata Hammerklavier de Beethoven puede tomar cincuenta minutos, pero no hay pianista en el mundo que quisiese acortarla, proponer una versión abreviada de la obra, o tocarla tan maniáticamente rápido que solo durase media hora! ¡Se supone que son cincuenta minutos de gozo supremo! ¡No ha nacido aún el imbécil que venda 15 millones de libros “revelándonos” cómo obtener de ella la misma belleza en tan solo cinco minutos!
¿Qué le pasa a este cretino? ¿Por qué asumir que todo el mundo es tan tarado como él? ¿Por qué agilizar, acelerar, abreviar, apurar una experiencia que es la cima del gozo, y que, antes bien, querríamos lentificar, ralentar tanto como sea posible? ¿Cómo puede un idiota con tan primaria comprensión del placer predicar formas más expeditivas de disponer de él, de agotarlo, de matarlo, y con esa mercachiflera concepción del sexo vender 15 millones de libros? ¡Pero si sus atestados académicos se limitan a un nunca acreditado PhD obtenido por correspondencia, de la nunca certificada y ya difunta Columbia Pacific University! ¡Lo siento mucho, amigos y amigas, pero yo –con dos doctorados en mi mochila– le tengo un infinito respeto a la academia, a los títulos y diplomas obtenidos en buena lid, en universidades reconocidas por su nivel de excelencia: no voy a “comer cuento” tan fácilmente, no me van a impresionar con un currículum tan raquítico y dudoso, que por poco califica como ciencia ficción –y mala, por supuesto que la buena es cosa excelsa–!
La minimización, la expedición, la aceleración y compresión del gozo a ritmo siderúrgico es el más perverso de los absurdos. El gozo debería ser la patria misma de nuestro espíritu. Todos deberíamos ser residentes del gozo. El gozo existe para ser paladeado, disfrutado, rumiado, reeditado eternamente. La noción de los “diez orgasmos en veinte minutos” es una abyecta transvaloración: la contaminación de los valores eróticos por los valores economicista, mercantiles y específicamente capitalistas. Nuevamente: mínima inversión, para un máximo de réditos. Esta concepción de la sexualidad no puede sino esterilizar el gozo, atrofiarlo, encadenarlo, asfixiarlo. Porque el gozo no es cosa conveniente para el vértigo productivo que nos es impuesto por el sistema que nos ha avasallado. No le conviene, a este monstruo, un ser humano gozoso. Le conviene, antes bien, un miserable podenco que se desloma trabajando como una bestia y desaprende el arte del gozo, el ars amandi. Ese cíclope no quiere que invirtamos más de veinte minutos al día amando a nuestras compañeras o compañeros. Entonces nos propone –nos impone– esta perversa sustitución: el gozo ya no será extensivo, sino intensivo. Prohibido que nos amemos durante una tarde entera. En su lugar, nos amaremos solo veinte minutos: ¡pero serán veinte minutos de intensidad vesubiana, una erupción volcánica fulmínea! Amigos, amigas: el orgasmo es justamente aquello que debemos retrasar, administrar, postergar, llegar a él ritenuto, rallentando, alargando, dilatando. ¿Por qué? Porque el orgasmo representa la extenuación –momentánea o definitiva– del gozo, o, en el mejor de los casos, la traslación del gozo a otro registro emocional: el abandono a la divina lasitud posterior al estallido de la súper nova, y la entrada en el dulce delirio de las caricias, las miradas, o el mero silencio grávido de amor. De fortissimo possibile, a dolcissimo e teneramente –para llamar en mi auxilio la terminología musical–. Permítanme un pachuquismo grosero: a nadie le interesan los amantes “polvo de gallo”: ¿estamos claros?
Resulta patológico que el frenesí productivo del capitalismo condicione, atrofie, regente y aplaste nuestra vocación para el gozo. Somos criaturas nacidas por, de y para el gozo. Todo cuanto existe en el mundo, existe gracias al deseo. ¡Bendita sea, esa, de nuestras facultades la más egregia, la más exquisita, la más entrañablemente humana! Y atención: hablo del gozo, no del mero placer, que es una noción mucho más primaria. Repito: al sistema capitalista no le sirve, no le conviene un ser humano gozoso. Lo que necesita son galeotes, vasallos, esclavos del trabajo enajenante. El gozo siempre será, por su naturaleza misma, una actividad subversiva, revolucionaria y peligrosa: ¡hay que abolirla, fumigarla del menú de nuestra cultura! El gozo estético, erótico, místico, humano, hedonista, creativo, social… todo eso hay que exterminarlo. ¡A trabajar se ha dicho!
Y es así como –sin tener siquiera conciencia de lo que hace, porque es demasiado imbécil para ello– este verraco es recompensado por el sistema por haber encontrado la “fórmula mágica” para acortar nuestra residencia en el gozo. Ahora ya no somos seres gozantes, sino performativos: la eficiencia, la rapidez, la prestreza son los valores incontestables ante los cuales debemos prosternarnos. Toda morosidad en el gozo debe ser suprimida de la faz de la tierra. ¡Veinte minutos para diez orgasmos! ¡Ni uno más! ¡A poner la lengua y los dedos a hacer ejercicios y calistenia rigurosísima para salir lo más rápido que sea posible de esa abominable formalidad, de esa mero lastre procedimental y burocrático que es acariciar un clítoris.
Toda esta disquisición puede parecer superflua o incluso poco seria. ¡No lo es! ¡Muy por el contrario, es trascendental y seriesísima! ¡Nos están robando el gozo, amigos y amigas, es decir, la vida, la sangre, el “tiempo en flor” (Machado)! ¡Alerta general! Esa misma “normalización”, “protocolización” y “sobrelegislación” del orgasmo nos está siendo infligida en todos los otros ámbitos del vivir: urge comprender esto. ¡La sexualidad es solo una de las provincias de la vida que nos están siendo arrebatadas, luego vienen todas las demás! Esto es algo que los músicos solemos comprender bien. ¿Por qué? Porque en toda pieza de música hay orgasmos. Y páginas hay que son incluso multiorgásmicas. El orgasmo es una bellísima coincidentia oppositorum, una diafonía, una hermosa antinomia: es aquello a lo que no hay que llegar… queriendo desesperadamente llegar. Es el arte de la retención, del autocontrol. Un gozo disciplinado.
Cuando yo toco la gran Sonata en Si menor de Liszt, jamás llego al gran clímax del coral en Re mayor sin rendir, sin administrar muy juiciosamente todo cuanto le precede. Por supuesto que quiero llegar a él… pero al mismo tiempo no quiero hacerlo. No me pidan respuestas que nadie ha encontrado: la criatura humana es una fascinante urdimbre de contradicciones. Como decía Unamuno: “¿Decís que me contradigo? ¡Bien, porque eso prueba que aún soy humano!” Amigos, amigas: la vida esté llena de cosas que siendo coherentes son chillonamente falsas, y otras –modelos de incoherencia– que son profundamente verdaderas. Es justamente en esta deliciosa tensión –el “estira y encoge” del querer y no querer– donde se incardina, se revela el gozo. El gozo gozando de sí mismo –como la conciencia consciente de sí misma–. El ojo que todo lo ve al auto-mirarse.
Y claro, ocurrió lo de siempre: parafraseando, variando o simplemente repitiendo el puñillo de ideas de su libro inicial, el cretinazo ha generado una amplia bibliografiá derivativa, puramente parasitaria, y se ha convertido en un hombre-industria, de nuevo, reciclando las dos o tres ideas básicas de su abominable “magnum opus”, e incursionando –repito– en la perfumería, los juguetes sexuales, las líneas vestimentarias, los videos, los podcasts, las salsas para ensaladas “masculinas”, “femeninas” o “mixtas”… Pero, ¿qué le pasa al mundo? ¿Cómo y en qué momento nos hicimos todos tan estúpidos? Más grave aún: ¿quién y con qué intenciones nos estupidizó? ¿A quiénes, en el sistema en que vivimos, les sirve y conviene a tal punto nuestra estupidez? ¿Qué están derivando de ella? Por las heridas de Cristo: amigos y amigas: ¡Despierten! Awake! Éveillez-vous! Acorda! Wach auf! Svegliati! Trezeste-te! Ébredjetek




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