La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce

- hace 17 horas
- 3 Min. de lectura
En caso de que no lo sepan: ¡los niños también se enamoran!
Jacques Sagot
Lo he dicho mil veces: yo no soy crítico de artes plásticas. En otro de mis cuadernos he hablado sobre la impresión profunda, y la conmoción erótica me produjo la Ofelia de un montaje de Hamlet por una compañía española que vi cuando tenía nueve años de edad: el cuadrado, generoso corsé púrpura con orlas doradas, el vestido aterciopeladito, el sonido de las sedas, los senos blanquísimos y apretados, ¡tan apretados en su cautiverio! Cuando se acercaba a la primera fila, donde yo estaba sentado, llegaba a mí la dulce fragancia de sus pechos. Y veo el famoso cuadro de Millais, del período victoriano (primera etapa de la escuela prerrafaelita) y vuelvo a sentir algo que está entre la piedad y el enamoramiento. “Sobre el agua negra y serena donde duermen las estrellas, la blanca Ofelia flota como un gran lirio”, nos dice Rimbaud. Alguna vez supe el poema de memoria. Ahora se me ha ido. Lo que en mi mente pervive son apenas jirones, imágenes dispersas, los más bellos frutos del huerto de Rimbaud.
¿Por qué amo la Ofelia de Millais? Porque en su mano derecha lleva aún la guirnalda que estaba trenzando cuando se dejó caer en la laguna, y porque llevársela con ella era como bajar a la muerte con un floreciente pedazo de vida. Porque su boca está entreabierta, y es como si de ella surgieran, aún, las coplas de amor con las que eligió la muerte. Porque sus ojos no están cerrados y, una vez más, hay en ellos una dulce pervivencia de la vida. Porque más que mujer pareciera una misteriosa y sensual planta acuática, flotando entre los nenúfares. Porque en el drama de Shakespeare, desciende al agua “como una sirena”, y, summunde la poesía, solo en el relato de los demás, no en una mostración directa. Porque todo alrededor de ella es verde y fresco, y más que morir pareciese absorberse en la naturaleza. Porque su tez es divinamente blanca pero nunca cadavérica. Porque se la va llevando el agua con las manitas fuera, como si tuviera todavía algo que darle al mundo antes de morir. Por su locura: “Tus grandes visiones estrangularon tu palabra, y el Infinito terrible inficionó tu mirada azul” (sigue glosando, extático, Rimbaud). Por todo eso la amo. La de Millais, no así otras que he visto. Es posible que Ofelia haya suscitado más iconografía que el taciturno príncipe de Dinamarca. Solía tener una reproducción en la sala de mi primer apartamento, en Arizona. Luego la perdí. ¿Qué habrá sido de ella? Por ahí debe de haber quedado enrollada en forma cilíndrica, en alguna caja que extravié durante una de mis muchas mudanzas.
Tendré que buscar otra reproducción. Tenerla cerca de mí. El fenómeno es, sospecho, raro: pese al aprecio que le tengo, no es del cuadro como obra pictórica del me he enamorado, sino, muy específicamente, de ella. Saber que su sino es la lenta inmersión en el agua, pero por otra parte, ese sin duda estúpido deseo de querer salvarla que se apodera de mí. Ofelia es el personaje dramático de mi vida.
Chaikovski escribió una apenas aceptable obertura sobre Hamlet, Liszt uno de sus más débiles poemas sinfónicos, Ambroise Thomas una ópera tan ajena al drama de Shakespeare como podría serlo una farsa de Feydeau de una tragedia griega, Shostakóvich ni siquiera alcanzó a rozarla en la música que escribió para la película soviética Hamlet, de 1946. Por su parte, Berlioz se enamoró hasta el tuétano de la pelirroja actriz irlandesa Harriet Smithson, que representaba en París el rol de Ofelia, y fue para ella que escribió la Sinfonía Fantástica. Tengo para mí que su fascinación procedía más del personaje que de la actriz que lo encarnaba. Pero no contento con ello, Berlioz compuso además una bellísima obra coral, acompañada por orquesta o piano, titulada “La muerte de Ofelia”. ¡Ah, cómo le hacen falta al mundo los sublimes locos del linaje de Berlioz! Y luego, varios ciclones, huracanes, montañas, estrellas, asteroides, han sido llamados “Ofelia”… Mi mejor amiga, al día de hoy, se llama Ofelia Deschamps. Así que ese nombre me ha habitado y perseguido a lo largo de toda mi vida. ¡Ah, la Ofelia de Millais, es carne que se va transformando en el agua purísima del arroyo, un fenómeno de transubstanciación: toda ella se convierte en naturaleza, en floraciones e insólitas plantas acuáticas! ¡Ofelia, Ofelia, por siempre mía!
Yo la conocí siendo niño. Sus blancos senos, el fru-frú de sus ropas, y su aroma: cada vez que se acercaba al proscenio, me enamoraba de ella como solo un niño puede hacerlo: muda, impotente, tristemente.




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