Cosas que tu filosofía ni siquiera sueña
Jacques Sagot
Era un hombre de aspecto serio. Ahora que lo pienso, probablemente el hombre más serio del mundo. Unos sesenta y ocho años, y aire de funcionario institucional de alto rango. Una cosa doy por segura: no era un mitómano, un mistificador o un charlatán. Lo que me contó generó en mí tan honda impresión justamente por venir de él, un hombre a todas luces reacio a las supercherías.
Pasamos frente a un cine en el que exhibían Casablanca. “¿Le gusta a usted Ingrid Bergman?” -me preguntó, al desgaire-. “¿A quién podría no gustarle? ¿Es tal cosa posible, siquiera concebible, y en caso de serlo, no debería ser castigada por la ley?” -respondí, riendo-. Guardó un largo silencio. “¿Siente usted que mi palabra merezca crédito?” -volvió a preguntarme-. “Por supuesto” -respondí, un poco intrigado-. “Si en efecto es así, -solo si en efecto lo es- le contaré algo que he atesorado en mi corazón durante muchos años, algo que puede moverlo a la risa, o al descreimiento, o a formarse la idea de que viaja usted en compañía de un lunático. Pero me correré todos esos riesgos. ¿Por qué? No lo sé. Afinidades inexplicables. Por alguna oscura razón siento que es usted el tipo de persona que podría dar crédito a mi historia. Hela aquí”.
“Corría el mes de agosto de 1982, cuando una dama me detuvo en mitad de la calle, a la altura del Parque Morazán. Vestía de negro, llevaba gafas del mismo color, y parecía desconcertada. Me acerqué a ella. “¿Puedo llevarla a algún lugar, señora?” No respondió de inmediato. Miraba en torno suyo, con aire confuso, como si no tuviese clara conciencia de su emplazamiento geográfico. Le repetí la pregunta en inglés. Parecía azorada, atemorizada. Llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo negro, y todo su cuerpo disimulado bajo un espeso abrigo de invierno. “Señor, ¿puede usted por favor decirme dónde estoy?” “Está usted en el Parque Morazán”. “Me refiero a la ciudad”. “San José, señora, está usted en San José”. Como viera que su desconcierto y su zozobra se incrementasen, añadí: “San José, Costa Rica, usted sabe: América Central”. Entonces, con inmenso asombro se quitó las gafas. Aún agostado por el tiempo y la enfermedad, reconocí de inmediato su rostro. “Señora: permítame ponerme a sus pies: es usted la gran Ingrid Bergman, heroína de mi infancia, de mi juventud, de toda mi vida…” Siguió mirando en torno suyo, cada vez más desconcertada. “¿San José, Costa Rica, América Central? ¿Y qué hago yo aquí?” -me preguntó, francamente inquieta-. “No lo sé, señora, pero permítame ayudarla; con seguridad está usted alojada en algún hotel capitalino y ha sufrido un pequeño extravío”. “No, no, déjeme, no se preocupe por mí, yo sola encontraré el camino”. Volvió a ponerse las gafas, se ajustó el pañuelo que ceñía una mata de pelo ralo y cano, se arrebujó entre su abrigo, y se perdió por los laberintos del parque. No insistí en seguirla, que tal cosa hubiera sido impropia. Eso fue el 29 de agosto de 1982. Al día siguiente, leo en el periódico: “Muere Ingrid Bergman a los 67 años, después de larga enfermedad”. Y en efecto, había muerto ese día -su aniversario- en Londres, luego de siete años de luchar contra el cáncer de mama. He ahí todo, señor. Cualquier cosa que añada a esta extraña historia, sería fabulación o mentira monda y lironda de mi parte. Quizás no debería de habérsela contado, quizás es una de esas cosas en la vida que, por principio, no se cuentan, y deben bajar con uno al sepulcro. Pero ahora pasamos por el cine, vi su rostro en el afiche, noté que usted la miraba con interés, y algo muy poderoso en mí me hizo romper el silencio de una vida. Si he cometido un error discúlpeme usted, y olvide el incidente”. “No ha cometido usted error alguno” -respondí, con una gravedad que era como la tonalidad misma de mi alma conmocionada-. “¿Me cree usted?” -preguntó el viejo, con honda emoción-. “Y va usted a creer a su vez lo que yo le responda?” “Pues, tal es la regla del juego, ¿no?” “Le creo. Le creo profundamente. Y lo comprendo mejor de lo que se imagina”. “¿De veras?” “Óigame bien, y para ello aguce los oídos de su alma, más que los de su cabeza: le creo. Todo cuanto me ha contado, de la primera a la última palabra. No me asusta, no me escandaliza. Me llena de pasmo metafísico y de deslumbramiento ante la infinita riqueza de una realidad sobre la que apenas conocemos nada, y creo, con absoluta sinceridad, que este tipo de fenómenos -de maravillas, llamémoslos más bien- son concebibles y pueden tener lugar. Debe usted considerarse privilegiado por la experiencia. Ha de ser usted un hombre dotado de una sensibilidad muy refinada, muy rara, muy particular.
Nos dejamos emocionados, estremecidos, como catecúmenos que viniésemos de ser iniciados en un insondable secreto. Jamás compartí la historia con nadie. Ahora la hago pública.
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