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La embriguez del pensamiento

Actualizado: 29 ago

Arfán


Jacques Sagot



Y ahora, una adición valiosísima a mi colección de bellos seres humanos.


Se llamaba Arfán.   Alguna vez me dijo que su nombre, en árabe, significaba Gratitud. Era uno de los conserjes del edificio de apartamentos donde vivía yo.  Todos eran simpáticos, pero Arfan lo era más allá de lo que la “descripción oficial de funciones” lo estipulaba.  Originario de La Casba, antiquísimo barrio popular de Argel.  Tez oscura, olivácea, gruesa y curtida.  Unos cincuenta y cinco años de edad.  Pelo negro y espeso.  Ahí estaba todas las noches, recluso en el semicírculo de su mostrador.  Prohibido abandonar su posición de vigilancia así no fuese más que por espacio de un minuto.  En las pantallas de seguridad veía todo cuanto sucedía en los corredores, quiénes entraban o salían del edificio, la gente que pasaba por la calle… la suya era la “perspectiva del Rey” (Bachelard), aunque era todo menos monarca.  El panoptismo de este tipo de inmuebles no me inspira seguridad.  Antes bien, me hace evocar a Bentham y Foucault (Surveiller et punir), y me sume en la paranoia.  La misión de Arfán era ver, y ver, y ver, y ver, y ver, y ver…  De vez en cuando, recibir o entregar llaves, atender quejas, y recoger los paquetes que no cabían en las casillas de correos.  Su reducto estaba en el segundo piso con respecto a la calle Emeriau, en el primero en relación a la salida posterior del edificio, que conducía al centro comercial Beaugrenelle.  Por toda música, Arfán oía subir y bajar el ascensor durante ocho horas cada día.  Su timbre que horadaba los tímpanos, la lucecita de burdel que se encendía y apagaba sin cesar, y esa especie de sordo rumor de elevador –la fricción de los cables– que termina por provocar una suerte de triste arrullo en quien a él se ve sometido.  “Cantan” los ascensores, sí, con un bisbiseo, con un runrún que tiene el demencial, monocorde soniquete de los locos que hablan consigo mismos el día entero.

 

Arfán era un náufrago de la comunicación.  Tan pronto me veía llegar a la conciergerie –espacio amplio, frío, excesivamente expuesto e iluminado– se apresuraba a saludarme, inquiría por mi salud, comentaba el último partido del Paris Saint-Germain, proponía todo un análisis sobre el reporte meteorológico, o pretendía tener para nosotros un paquete… que no era tal.  Se había equivocado, perdón, era para el vecino…  Todo fuese con tal de captar un poco de atención y extorsionarnos un mendrugo de conversación.  No todos los residentes lo trataban bien.  Los había groseros y mal encarados.  Antes arrancarle un “buenas noches” a una gárgola, que obtener de ellos el más discreto saludo.  Mi “amabilidad” –que jamás fue tal: me limitaba a cumplir con las más elementales normas de la civilidad– no cesaba de sorprenderlo.  Me veía como si de rara avis in terra se tratase, por poco, una criatura monstruosa por su gentileza y simpatía.  Yo le infligía siempre la misma broma: “Arfán, ¿llegó ya el cheque por diez millones de euros que espero?”  “No, señor Sagot, pero estoy atento, estoy atento”.  “Más le vale, porque de ellos le corresponde a usted un millón por concepto de comisión”.  Y reía fortissimo y en Mi bemol mayor.  “¿Qué haría usted con un millón de euros, Arfán?”  “Se los mandaría a mi esposa e hijos, que están en Argel”.  “¿No viven con usted?”  “A ellos no les gusta venir a París.  Yo los visito cada vez que puedo”.  Y me enseñaba las fotos de su familia.  Tres niños, cuatro niñas, y una bella esposa de expresión altiva y bastante más joven que él.  “Por qué no les gusta París?”  “Dicen que la gente es muy pálida, parecen fantasmas, los edificios y los patios internos son tristes, echan de menos el mar, los muros blancos de la ciudadela, la alcazaba, la colina, los domos, los minaretes, las callejas, en fin, yo qué sé”.  Jamás hubiera osado decírselo: una mujer tan joven y hermosa, sola durante la mayor parte del año, dos mil kilómetros y el mar Mediterráneo de por medio…  Mucho me temo que sobre la frente de Arfán hubiesen comenzado a crecer, hacía mucho tiempo, las temibles excrecencias óseas que ornamentan a los más majestuosos antílopes africanos.  Era candoroso, Arfán, y su mujer, “floja de cascos y de moral distraída” (Quevedo).  ¿Cómo lo sabía?  Por sus propios relatos. Tenía sus historias en faltriquera, Arfán, pero ¿qué hacer, cuando se debe mantener a siete niños y una esposa, en un país como Argelia, con una tasa de desempleo del 25 %, y cuando, a todas luces, no se cuenta con competencias profesionales particularmente cotizadas?

 

Arfán se colgaba de manera desesperada de toda ocasión que le permitiese hablar conmigo.  Inquiría una y otra vez por mi salud, y glosaba interminablemente sobre el clima: su tópico favorito.  Conocía la velocidad exacta a la que avanzaban los frentes fríos del norte, la precipitación nivosa prevista para el año, la duración de la canícula y los factores que cada año contribuirían a atenuarla, el efecto de la polución parisina sobre la temperatura ambiente…  Lo que para todo el mundo es small talk, era para él big talk.  Echaba de menos el sol y el mar argelino (siempre me hacía pensar en Meursault, protagonista de ElExtranjero, de Camus), pero recordaba como hecho apocalíptico el invierno de 1986, en que había nevado aun en su ciudad natal.  Execraba el frío.  Para él era más que la suspensión de la vida: la imagen misma de la muerte. 

 

Durante el mes de enero de 2011 París fue amortajado por el hielo, y la temperatura se desplomó a ocho grados bajo cero, con un vientecillo que soplaba en las bocacalles y desnudaba aun a los árboles más coriáceos y adaptativos.  La ciudad era piedra, ocre, nieve, y esqueletos arbóreos, ramazones que en nada mermaban su belleza: la tornaban más triste y severa.  Una belleza “en Si bemol menor”.  El sistema de calefacción de mi edificio se volvió loco.  En lugar de calor, bombeaba por las rejillas aire frío, ¡cómo si estuviésemos en mitad de agosto!  Así pues, solía suceder que el exterior fuese menos inclemente que el interior.  Al entrar al apartamento, tenía que correr a redoblar mis abrigos, y caminar por los cuartos envuelto en cobijas.  Arfán recibía en el teléfono de la conciergerie quejas –corteses algunas, vociferantes la mayoría– de los ocupantes del edificio.  Eran cientos de energúmenos bombardeándolo toda la noche con sus comprensibles pero brutalmente formuladas protestas.  Bajé a visitarlo.  Y lo que vi me marcó para siempre.  La conciergerieestaba, naturalmente, tan fría como el resto del edificio, pero Arfán no tenía siquiera el cuerpo de alguien que, a su lado, lo preservara de la muerte por hipotermia.  Los administradores del edificio no encontraron mejor solución que darle una cobija, e instalar a su lado un radiador.  Ahí estaba Arfan, tiritando, arrebujado en su cobija, solo en mitad de la alta noche, con el grotesco calefactor a su lado.  Lo sorprendí hablándole: “¡Vamos, pedazo de basura, calienta un poco, cumple con tu trabajo, miserable!  ¡Todo lo que se espera de ti es que dimanes un poco de calor, avaro, cobarde!”  Y se acercaba tanto cuanto podía a él.  Lo más perturbador de tal visión era que el pobre Arfán había, él mismo, adquirido la inexpresividad y pasividad de un mueble.  ¿Quién le daba calor a quién?  ¿Quién era el radiador y quién el ser humano?  Dejando de lado toda consideración humana, el cuadro que ofrecía era francamente humorístico.  Arfán no valía más ni tenía mayor autonomía ontológica que su radiador.  Tras el mostrador, en el vasto semicírculo, no había otra cosa que Arfán y su cacharro.  Solo se tenían uno al otro.  Él, embozado en una cobija que lo puerilizaba y le confería el aire de un desvalido bebé, el aparato, arrullándolo con un zumbido que por poco podía pasar por canción de cuna… excepto cuando se atoraba.  Entonces Arfán le propinaba una patada y el animalejo, despabilado, volvía a la vida.  En su ensayo sobre la risa, Bergson sugiere que el humor procede a menudo de la maquinalidad que asume la conducta humana.  La persona autómata, que se mueve como un juguetito de cuerda, que corre y se agita en el frenesí de la repetición, tal cual si fuese activado por una batería.  La máquina humanoide es tan cómica como el humano maquinal.  Es lo que nos hace reír-llorar en Los tiempos modernos, de Charles Chaplin.  Cuando el gesto reiterado del ser humano evoca a la máquina, la risa revienta espontáneamente, prima facie… antes de que la conmiseración y la identificación la desplacen.  Desde el momento en que nos asociamos cordialmente (de cor: latín por corazón) con la víctima, en que acortamos la distancia y evitamos esa disociación que propicia la risa, la misericordia y la compasión (com-pasión: padecer con) sustituirán la mofa, y no será sino hasta ese momento que tenderemos la mano socorrista, o ejecutaremos el gesto solidario.  De lejos, la peor tragedia imaginable será percibida como comedia.  De cerca, aún la comedia asume rasgos de tragedia.  Cuestión de distancia y perspectiva.  A lo lejos, aquel pobre guarda nocturno que regañaba una y otra vez a su máquina, elaborando para ella los más sofisticados insultos, sacudiéndola y dándole manotazos, era una figura burlesca.  De cerca, un héroe trágico. 

 

“¿No funciona, la porquería esa?” –le pregunté–.  “Como todo en este edificio”.  “¿Y esa cobija?”  “Fue lo mejor que se le ocurrió al propietario para evitar que me diera una neumonía”.  “Bueno, Arfán, siquiera te trataron con ternura: ¡tiene dibujitos de Bob Esponja!”  “Sí, el marica de Bob Esponja.  En Argel yo estaría durmiendo plácidamente junto a mi esposa.  Aquí me acurruco con una esponja homosexual… por poco me ponen un biberón y una chupeta”.  “¡Vamos, Arfán, Bob Esponja no es homosexual, a lo sumo es…!”  “¿Amanerado?  ¡Un marica: eso es lo que es!”  “Pero es simpático, y mira: ahí tienes también a Patricio y Calamardo…  ¿Querés convertirte en un amargado, como el segundo?”

 

Trataba de mitigar su indignación y su soledad, eso era todo.  Y él apreció el gesto.  Arfán era musulmán, y practicaba su religión con rigor ejemplar.  Dados los valores que representaba, Bob Esponja no podía ser, en modo alguno, su personaje favorito.  Subí a mi apartamento y le traje una botella de champán con su sacacorchos.  Agradeció mi gesto, pero no quiso siquiera tomar la botella en sus manos.  “Lo siento, señor Sagot, pero mi religión me impide beber alcohol”.  Le pedí que me ayudara siquiera a descorcharla.  “No puedo, señor Sagot, mis manos no deben tocar ese veneno.  Yo sé que a los franceses les parece ridículo pero no puedo, simplemente no puedo, debe usted tratar de comprenderme”.  Suspiré y me alcé de hombros.  “Bueno, si tomo la botella con este paño, de manera que mis manos no estén en contacto con el objeto, puedo ayudarlo a descorcharla”.  Y eso fue lo que hizo.  Una vez superada mi inicial perplejidad, me sentí conmovido –y profundamente– por su coherencia, su integridad.  Evidentemente, era lo que Tomás Moro hubiera llamado “un hombre para todas las estaciones”.  Luego le trajimos chocolate para que se calentara.  “¿No hay anatema religioso contra los derivados de las semillas del cacao?” –le pregunté–.  “No, ninguno” –respondió sonriendo–.  Y mientras bebía, la sangre irrigaba los vasos de sus oscuras mejillas, devolviéndoles algo de color.

 

Los inquilinos de la torre de apartamentos no trataban bien a Arfán.  Los parisinos son groseros, agresivos, punzocortantes: es cosa que todo el mundo sabe.  Más aún: el término exacto para calificarlos es “infectos” (aprobado por ellos mismos).  Son tan odiosos, que de no ser por la Torre Eiffel y quizás el Louvre, nadie los visitaría.  La verdad sea dicha, el buen Gustave Eiffel debería ser declarado pair de la Patrie: a él se debe la afluencia de veinticinco millones de turistas que visita la ciudad anualmente.  Aún es el primer destino turístico del mundo, pero si los parisinos no son sometidos a cursos intensivos de hospitalidad y elementales normas de civilidad, no tardarán en ser desplazados.  Así que Arfán era blanco de todo tipo de groserías o, en el menos grave de los casos, de saludos perfuntorios y des-almados.  Me llegó a tener un gran cariño.  Le sorprendía mi gentileza.  Tanto como lo hubiera sorprendido la presencia de un unicornio o un minotauro en el edificio.  Era yo una criatura exótica e inexplicable.  Y me lo dijo muchas veces, con perplejidad, con franca incredulidad: “¿Es usted real?”  Y de nuevo, no es que fuese particularmente gentil: es que el contraste que yo ofrecía con respecto a la ogresca fauna humana del edificio era sin duda llamativo.

 

Una noche cualquiera le traje un viejo televisor destartalado, para que viera en él los partidos del París Saint-Germain.  Era admirador deIbrahimovic, al que consideraba vastamente superior a Messi y Cristiano Ronaldo.  El aparatejo no funcionó… fue preciso, como el radiador, vapulearlo y zarandearlo para que cobrara vida.  Su gratitud no conoció límites.  De hecho, sus ojos se humedecieron…  “Nadie, nunca, había hecho esto por mí”.  “¿No te tienen prohibido ver televisión mientras está de guardia?”  “Sí, pero eso no importa.  A fin de cuentas, es una pantalla más de las treinta que vigilo.  Mire: la señora Berthier regresa a casa como de costumbre, a las ocho de la noche.  Su vecino, Yves Jacquemin, sale, desacatando las reglas del inmueble, a fumar su pipa en el pasillo.  Los portugueses del piso trece reciben a sus hijos y nietos, que llegan a cenar y arman un barullo que pronto provocará las llamadas de los condóminos.  El profesor Berger lleva a su caniche a dar su paseo nocturno.  Y luego la señorita Yusupova regresa de su academia de ballet… es bella, bella, bella, como todas las bailarinas.  Yo me limito a contemplarla.  Así que igual atisbaré a Ibrahimovic, Cavani, Thiago Silva y David Luiz darle una paliza de 3-0 al Olympique”.  “Sí, yo también le voy al PSG, así no fuese más que por el hecho de que en él militan cinco brasileños, y se te olvida el mejor de ellos: Lucas Moura.  Tal parece que lo pretende el Real Madrid”…  Y así se dilataban nuestras pláticas futbolísticas, gratísimas para mí, un poco menos para los vecinos, que no tardaban en subir al apartamento: “ahí los dejamos viendo el partido, niños: que se diviertan”.  Tan pronto ellos se eclipsaban en el ascensor, Arfán me miraba melancólicamente: “Creo que el ser humano fue hecho para vivir en pareja.  Cualquier otra cosa sería anti-natural”.  “No lo sé, Arfán, Brahms era un solterón incorregible, y adoptó por lema “Frei aber froh” (“Libre pero feliz”).  De hecho, lo escribió en el frontispicio de varias partituras.  Pero no sé si podemos tomarlo en serio.  La verdad es que amó toda su vida a Clara Schumann –esa era para la veneración mariana– y hacía venir putas a su casa regularmente –esas eran para el alivio de sus urgencias de ogro hamburgués–.  No, Arfán, la soledad es inmunda, asquerosa, absolutamente despreciable.  La he tenido por compañera durante muchos años: es una criatura odiosamente leal y faldera.  Convengo contigo.  Una alacrana, una víbora, una tarántula espiritual que urde sus telarañas en el alma y la va momificando hasta dejarla yerta y paralizada”.   Se limitaba a asentir tristemente.  Arfán era un ser brutalmente de-culturado, desarraigado, trasplantado, descuajado de su tierra amada y sus jugos nutricios…  Y luego estaba mi sospecha de los cuernos, que nunca me atreví a formularle, pero me atormentaba mucho más de lo que nadie podría imaginarse.  ¡Ah, pobre hermano de mi alma!

 

Frecuentemente olvidaba el francés, y me saludaba diciéndome “salam” o “salam alaykum”.  A veces usaba el “marhaba” (hola) y en las mañanas, “sabaj al jair” (buenos días).  A mí me interpelaba cariñosamente como “habibi”.  Como a menudo me veía salir del apartamento en silla de ruedas, me cubría de todo tipo de bendiciones.  Sabía que mi salud era precaria.  Pierdo la cuenta de la cantidad de veces en que fue necesario llamar a “SOS Médecins” en mitad de la noche.  Como Arfán hacía la guarda nocturna, siempre le correspondía dejar entrar al edificio al médico de turno.  “No se preocupe, señor Sagot, tan pronto lo vea en la pantalla lo dirijo a su apartamento”.  Pero no contento con eso –y transgrediendo su mandato de no abandonar nunca su puesto de vigilancia– subía luego al apartamento para ver si podía ayudar en algo, y para asegurarse de que mi salud no estuviese seriamente amenazada.  El problema de la salud –en mi caso– era cosa que lo desvelaba particularmente.  “Voy a orar por su salud, habibi, voy a orar, y ya verá usted que pronto se sentirá mejor.  Lo más importante en estos casos es orar.  Ya mismo me pongo a hacerlo.  El señor le deparará pronto alivio y una salud de hierro.  Orar, orar, siempre orar”.  Una vez –venía yo de padecer una grave intoxicación que me provocó una caída, con fractura de la cadera, y la más dolorosa postración del mundo– lo fui a buscar, apoyado en mi andadera, a su mostrador… ¡y lo sorprendí de hinojos, la cabeza apoyada al suelo!  Entre sorprendido y sonrojado emergió tras el mueble, y me dijo: “Hola, er… señor Sagot…  Estaba orando por su restablecimiento”.  Las frecuentes visitas de los médicos lo habían puesto en autos de que mi salud era frágil.  Cuando no me veía salir del edificio durante algunos días, subía a preguntar si estaba bien, o me llamaba por el intercomunicador.

 

Para la Navidad, solía regalarle cualquier cosilla.  Una caja de chocolates, las más de las veces.  Su gratitud no conocía límites.  No era, tal parece, gesto común entre los habitantes de la torre.  Al despedirse de mí, siempre me decía: “Que Dios me lo bendiga”.  ¿Quién dice que para ser bendecido hay que ir a un templo?  Por lo que a mí atañe, las bendiciones que me prodigaba Arfán valían más que las de todas las eminencias eclesiásticas congregadas en cónclave planetario.  ¿Han reparado ustedes –independientemente de cualquier credo o descreencia religiosa– cuán reconfortante es recibir la bendición de una persona, así no fuese más que el más raso e inconspicuo ciudadano?  Toda la belleza de la expresión radica en el uso del pronombre posesivo “me”: entre “que Dios lo bendiga” y “que Dios me lo bendiga” hay una distancia inmensurable.  El pronombre confiere a la frase una hondura y calidez entrañables.

 

El filósofo Max Scheler hablaba de tres tipos de soledad.  Un hombre perdido en mitad del desierto estaría físicamente solo.  Un hombre en una ciudad de doce millones de habitantes, donde no conociese a nadie ni hablase la lengua del lugar, no estaría físicamente solo –es obvio– pero lo estaría socialmente.  Un hombre en una ciudad de doce millones de habitantes, que hablase la lengua local, y tuviese amigos y familiares por docenas no estaría ni física ni socialmente solo.  Pero si sus axiologías ética, social, política, económica, religiosa, estética, sexual, si la suma de sus valores, si su concepción del mundo va a contrapelo de todo lo que la gente en torno a él piensa, estaría moralmente solo.  Para Scheler, la soledad moral es la más asfixiante de las tres.  Creo que Arfán era un hombre moralmente solo.  Olía a soledad: es un tufo inconfundible, y acaso aun el color de su piel se viese modificado por las secreciones químicas que la soledad profunda secreta en el organismo.

 

Después de la tragedia de “Je suis Charlie”, los grupos políticos xenófobos y fascistoides de siempre intentaron satanizar a la población francesa practicante del Islam.  Todos serían, poco más o menos, psicópatas que llevaban embozadas bajo sus bourkas o túnicas ametralladoras Kalishnikov o, por decir lo menos, granadas de mano y puñales.  Quiero dejar testimonio vivencial de que, durante los siete años que viví en París, fue dentro de la población árabe y musulmana donde encontré los más bellos, amables, nobles seres humanos.  Serviciales, íntegros, leales.  Aun en medio de los rigores del ramadán, extenuados por el ayuno, me prodigaban su sonrisa y los mil gestos de una bonhomía natural e invariable.  Podría mencionar una docena de amigos de este jaez –y a un par de ellos les debo acciones que, literalmente, salvaron mi vida–.  En su lugar me limitaré a evocar a Arfán.  El buen, simple, devoto Arfán, convencido de que una oración suya bastaría para sanar las enfermedades (¡y tal vez no se equivocaba!)  ¡Salud, hermano de mi alma!  Guardo tu rostro, tu voz, tu sonrisa, como emblemas de lo mejor de una civilización castigada, vejada, violada, pisoteada por todos los grandulones de occidente, una cámara de los tormentos de la cual persisten en brotar –¡ah, misterio!– flores tan puras y fragantes como tú.  ¡Allah baikoum!

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