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Foto del escritorBernal Arce

La embriguez del pensamiento

Actualizado: 5 jun

Experiencia iniciatica


Jacques Sagot



 

No recuerdo su nombre.  Era morena, alta, delgada, pelo negro, lacio, largo.  Boca llamativamente carnosa para su complexión longilínea.  Trabajó en casa durante, por lo menos, un año.  Vivía a unos cien metros, en una casita de alquiler, parte de la propiedad del temible don Rodrigo, arrendatario implacable como el Sheriff de Nottingham… en versión tica: panzón, chiquitillo, hipertenso, borrachín, calloso, abotagado y sobre todo, rojo.  No el rojo del rubor, no.  El rojo del colérico, del bilioso.  Y en una de las casillas del latifundio en cuestión vivía la muchacha.  Al fondo de un callejón ciertamente no miserable pero, como lo era cualquier barriada josefina, apretujado y descolorido.  Empleada doméstica en las mañanas, costurera en la tarde, estudiante del bachillerato por madurez en la noche.  Ah, sí, y objeto de mis fantasías eróticas las veinticuatro horas del día.  Más durante la vigilia, pero a no dudarlo también en el curso de mis azufrosos sueños.  

 

Es marzo de 1972.  Tengo nueve años de edad.  Mamá se había ido esa noche para el Teatro Nacional.  No recuerdo si mi Papá la acompañó, pero sospecho que no.  El evento era cursilísimo: un recital poético a cargo de la legendaria declamadora Berta Singerman, a la sazón muy popular en toda Latinoamérica (el entonces presidente José Figueres la adoraba, y la hacía venir con frecuencia a Costa Rica).  La ausencia de Mamá le confería algo diferente a la noche.  Me sentía liberado, disfrutaba de la irregularidad de la situación.

 

La muchacha (¡quisiera poder ponerle un nombre!) me pedía ocasionalmente que fuera, temprano en la noche, a “tomarle” la materia de sus exámenes de bachillerato, esto es, a ayudarla, cuaderno en mano, a memorizar listas, fechas, nombres, fórmulas.  Y yo iba.  Sin expectativas, sin intenciones aviesas de las que pueda, por lo menos, acordarme.  Esa noche, mientras la señora Singerman embelesaba al teatro entero con sus vibrantes melopeas, me fui a casa de la estudiante.  Supongo que el aire de la noche, el hecho de atravesar la calle y la escapada que esto suponía (noche, calle y exterior me estaban rigurosamente vedados) me producían algún grado de euforia.  Ustedes saben: la adrenalina que suele generar en nosotros la transgresión.


La puerta estaba entreabierta.  La canasta de costurera.  Madejas, prendas de vestir bastas, alfileteros, una máquina de coser de segunda mano.  Todo desprolijo, abigarrado, y sin embargo tibio, acogedor.  El ruido de la aspersión.  El olor a jabón y, supongo, champús baratos.  Recuerdo, sobre todo, que el halo del vapor le confería al cuarto algo así como su atmósfera propia.  Pesada, húmeda, perfumada.  

 

Me invitó a pasar adelante y tomar asiento desde atrás de su cortina de plástico.  No había nada seductor en su voz.  Debe haber dicho algo así como “ahorita salgo”, o “dame un momento”.  Eso fue todo.  Cualquier otra cosa sería mera fabulación.  No me aproximé lentamente.  No descorrí con demorado deleite la cortina.  Era muy niño para esos refinamientos.  Sentí, supe que su voz era, más que una señal, un mandato.  Caminé hacia la bañera.  Tomé la cortina y la abrí.  Sin dubitación, sin temor, sin prisa.  Y ahí estaba ella, bajo el agua, entre las emanaciones del vapor.  No ensayaba poses de tigresa domada, como la mujer de “Les bijoux” de Baudelaire.  A decir verdad, su figura era la negación de toda pose.  De pie bajo el agua.  Los brazos al lado del cuerpo; el pelo lacio, aún más largo, adherido a los hombros, su ser entero convertido en un pequeño torrente.  La piel menos oscura en la pelvis y los senos.  Largo y lacio también el vello espeso del pubis.  Los múltiples arroyos de su cuerpo convergían en él, negro e inexorable estuario.  Su expresión más bien neutra, quizás un tanto sorprendida.  No de mí.  De sí misma.  Grandes, abiertos, los ojos.  La mujer del cuadro de Munch Puberté, sentada en el borde de su cama, desnuda, como si un haz luminoso viniese de caer sobre ella.  Pero sin la amenazadora, hiperbólica sombra que la adolescente de Munch proyecta sobre el lecho y la pared.  Sí, desnuda, desnuda y húmeda.  “Exposée aux torches du solstice”. El solsticio de mi deseo.  Simple, primal, suintante. Deliberadamente expuesta, gozosa en su indefensión.  ¿Indefensión ante un niño de nueve años?  No lo creo.  Indefensión ante el agua, ante la puerta entreabierta, ante sus propios fantasmas.

 

La reconstruyo en mi memoria, y no logro descifrar su expresión.  Quizás porque no había nada qué descifrar.  No sonreía, no censuraba, no incitaba.  La pureza del ser.  Acaso la desesperada necesidad de revelar, por un momento, eso que en ella no era empleada doméstica, ni costurera, ni estudiante de un colegio nocturno.  Su boca, un riachuelo.  Sus senos dos surtidores.  Su mirada algo triste.  Me parece, sí, algo triste.  Nos miramos a los ojos largo rato.  Nunca en mi vida sentí menos pudor.  Ella no me lo inspiraba.  El pudor es siempre un sentimiento à deux.  Ella se negó a compartirlo.  La miré, la miré.  No sé si era ella o el agua lo que más me fascinaba.  Manos y pies carecían de refinamiento.  Mujer trabajadora, acostumbrada a las largas caminatas, a las escobas, a las telas rugosas y las bolsas de gangoche.  Ni la menor evidencia de manicuro o de pedicuro.  Por encima de todo recuerdo los meandros sobre su piel, los arroyuelos corriendo a través de su magnífica topografía, el vapor, el agua prendida de sus labios entreabiertos, el pubis como si fuese el manantial primero… y el rostro perfectamente imperturbable.  Una morena esfinge recorrida por mil ríos, y el único, divino estuario entre sus piernas.

 

Como entré salí.  Sin una palabra.  Sin un gesto.  Quisiera poder decir que antes de irme me regaló un costurero de raso pajizo, como el buen Federico, una madeja multicolor o qué sé yo, tal vez alguna telilla bordada, por primitiva que fuese.  Pero no.  Me regaló la visión que hoy refiero.  Nada más, y nada menos.  Al día siguiente ni un asomo de rubor o de sórdida complicidad.  Como si nada hubiera pasado.  Sigo sin recordar su nombre.  No sé qué fue de ella.  Posiblemente ni siquiera Mamá guarde clara memoria de la muchacha.  Según me refiere, Berta Singerman había estado espléndida aquella noche.

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