La nauseabunda viscosidad del bicho humano
Jacques Sagot
Mi amigo iba ese día triste. Lo sentí tan pronto abordé el vehículo. Su alma estaba, como la de Schumann, en La menor. Pero los sentimientos rara vez se presentan de manera químicamente pura. Su melancolía iba trenzada a no sé qué indignación, qué impotente rabia. Un par de comentarios míos sobre nuestro común equipo, el Deportivo Saprissa, no generaron el menor alumbre de conversación. Habiendo fracasado el tema antonomástico, toqué la otra cuerda sensible en nuestras pláticas, y celebré, en términos y estilo bastante menos que petrarquistas, las bellas formas de una muchacha que cruzó la calle. No logré arrancarle el menor estremecimiento. Esto ya solo podía sugerir un malestar de muy considerable gravedad.
“¿Estás vivo?” –le pregunté–.
“Vivo, sí, pero vivo a punta de rabia”.
“¿Y eso?”
“Rabia pero de la de verdad: esa que fácil lo hace a uno matar a un hijo de puta con sus propias manos, rabia por la que gustoso aceptaría uno volarse veinticinco años en la cárcel”.
“Sí, en eso te comprendo. ¿Y qué fue lo que pasó?”
“Un mal parido y su cómplice asaltaron un bus con treinta y dos pasajeros. Desvalijaron a todo el mundo: billeteras, tarjetas de crédito, anillos, alhajas, bolsos, celulares…hizo mesa gallega, el grandísimo hijo de puta”.
“Pasa con frecuencia en nuestros días: es uno de los tipos de asalto más practicados en Costa Rica, por lo que leo, no solo en San José”.
“Esto pasó en la línea de Barrio Córdoba. En el bus iban mi esposa y mi hijo. Es un chiquito especial”.
“¿Y no hubo quien los detuviera?”
“No, amigo, por lo visto no había hombres, en el maldito bus, solo pendejos: nadie fue para encararlo. Se alzaron con todo, los malditos, lo que se llama con todo: viejitas, señoras, niños, jóvenes… y mi mujer y mi hijo, que es un chiquito especial”.
“¿Y el chofer, no dio la voz de alarma, no cerró las puertas?”
“¡No hombre: ese hijo de puta era el principal cómplice! Los dejó hacer lo que quisieran, no les cerró la puerta trasera, y no llamó a las autoridades”.
“¿Nadie se lo reclamó?”
“Claro que sí, pero el maricón respondió a todo con que él no quería que le sajaran la garganta, y no movió un dedo por defender a sus pasajeros”.
“¿Así que asaltaron con arma blanca?”
“El asaltante principal llevaba un puñal, sí, tamaña daga, pero tampoco es que fuera un revólver. El cómplice no iba armado. Si cuatro hijos de puta se ponen de acuerdo doblegan a los mal paridos, por grande que sea el puñal que llevaran. Una manga de maricas, eso es lo que fueron”.
“No crea, no crea, amigo… una daga puede matar fácilmente a cuatro tipos, a ocho, a dieciséis, a los treinta y dos pasajeros del bus”.
“No si le caen juntos, y lo derriban, no… a lo sumo podría haber algún cortado. Mi impresión es que los malditos se pusieron de acuerdo con el chofer para asaltar un bus en el que fueran casi solo mujeres y niños. Si hubiera habido suficientes hombres los despedazan. No hacía falta que fueran a bordo Harry el Sucio, Rambo y Schwarzenegger: cualquier varón con los cojones bien puestos reacciona ante una situación así”.
“Pues sí, es posible, es posible. ¿Y a su esposa y su hijo no les hizo nada?”
“No los maltrataron, no, pero tuvieron que darles todo lo que traían: el anillo de casados, la platilla que andaban y lo que más me duele: el bulto con los útiles nuevos de mi hijo. Es un chiquito especial, mi hijo. Usa útiles especiales, estudia en una escuela especial. Lo que se llevaron los mal paridos equivale a dos meses de trabajo mío”.
“Perdone, amigo, por “chiquito especial” se refiere usted a…”
“Al síndrome de Down, sí. Usted sabe, la trisomia del cromosoma veintiuno. ¿Comprende lo cobarde, lo miserable, lo podrido que hay que ser para asaltar a un chiquito especial y a su mamá? ¿Cómo podría defenderse semejante criaturita? Es, es, es… como la película aquella, “Matar a un ruiseñor”. Hay que tener entrañas de reptil para hacer una cosa así. Y el chiquito, en medio de su retraso, sintió el peligro, vio que algo terrible estaba pasando, y fíjese usted que en lugar de esconderse tras la mamá salió a defenderla, a su manera, pero salió a defenderla. Mi esposa tuvo que agarrarlo, porque él le iba a hacer frente al maleante. De hecho, le dio un mordisco en el antebrazo. El hijo de puta lo empujó y lo dejó tirado en el pasillo. El cómplice le dijo: “¡Arriale, arriale!” Y el asaltante del puñal le respondió: “No mae, yo con carajillos así no me meto, no puedo, no puedo, mae, es demasiado mala leche”. Y siguió adelante desvalijando gente. Mi hijo probablemente fuese el único hombre que iba a bordo de ese maldito bus”.
Respiré hondo, miré hacia afuera, fruncí el ceño, vi las callejas de la sórdida ciudad desfilar –siniestra procesión– delante de mí. La noche ya se abalanzaba sobre nosotros con sus nubes grises grumosas, de un color sucio, impuro, y la ciudad adquiría un aire miserable y desolado como jamás se lo había percibido. No sabía qué decir. Más exacto sería afirmar: no tenía nada que decir. Nada significativo para mi amigo, por lo menos. Evidentemente, lo que había escocido sus fibras de manera más dolorosa había sido la agresión al hijo. El bulto, los útiles especiales, todo un semestre de material didáctico. Ahora estaba teniendo que trabajar de día y de noche para reponer ese material. Eso, y el terror en que el asalto había sumido a la esposa. Habiendo sido el niño el único que le hiciese frente al rufián, de manera instintiva, espontánea, la madre debe haber temido por su vida: ¡un niño especial que hace las veces de socorrista ante su mamá! Sí, en efecto, es el tipo de situación que no se digiere fácilmente. El espíritu parece carecer de las enzimas necesarias para metabolizar este tipo de embate. Un acto de crueldad y cobardía que no podía ser descrito con otra cosa que la expresión popular: “no tiene nombre”.
“Pero no van a quedar impunes, esos cobardes hijos de puta. Ni los asaltantes ni el chofercillo de mierda. Ya varios compañeros taxistas estamos tras la pista de los mal paridos. No es la primera vez que cometen este tipo de atracos en masa. Ya lo habían hecho en una de las líneas de Hatillo y otra de la Uruca. Tenemos sus perfiles, y ya sabemos por dónde viven. Yo solo le digo una cosa amigo: el otro día vi en un programa de televisión que el cuerpo humano tiene doscientos seis huesos. Óigame lo que le voy a decir. Por mi madre que está en el cielo, por mi niño especial, por mi esposa, por estas manos de taxista que me permiten ganarme la vida: esos hijos de puta van a quedar –por decir lo menos– con cincuenta huesos rotos. Cincuenta: ni uno menos. Ahí les quedarán ciento cincuenta y seis sanos, para que se arrastren como puedan. ¿Me oyó? Cincuenta huesos rotos: grandes, pequeños, anchos, delgaditos: va a ser una quebrazón de la grandísima puta. No pensamos matarlos (si ellos se quieren morir, es su problema), solo dejarlos hechos mierda. A ver si nunca más vuelve a ocurrírseles asaltar a una madre que viaja con su chiquito especial. Cincuenta, amigo, cincuenta: marque mis palabras: ni uno menos”.
Comments