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La embriaguez del pensamiento

Estación Saint-Suplice


Jacques Sagot




Sí, Saint-Suplice, y no Saint-Sulpice.  Es así como recordaré siempre esta estación.  Es, de hecho, como debería ser rebautizada.

 

Un hombre espera en el andén.  El tren se aproxima.  El pasajero se acerca a la rampa.  Sesenta y cinco, quizás setenta años de edad.  De pronto se inclina, y deja reposar su cuerpo sobre las rodillas.  Se tambalea.  No es un borracho o un drogadicto.  Obviamente, está siendo víctima de un súbito malestar.  Intenta recobrar la verticalidad…  Lo único que consigue es doblarse más, esta vez acuclillado.  Se lleva la mano al vientre.  Ya la metálica caravana se acerca, ataviada de huracanes y relámpagos sobre el flanco.  Lo veo a la distancia…  ¡Tan frágil, tan vulnerable, una cañita a punto de quebrarse, enfrentada a una estampida que viene sacudiéndolo todo a su paso!  Querría ayudarlo.  Quienes estamos cerca de él hacemos el amago de auxiliarlo.  El amago, sí, no más que eso.  El hombre deja salir un gemido y cae de cabeza en el foso.  Estremecimiento general.  Exclamaciones de pavor.  Algunos agitan sus brazos sobre el borde del andén, intentando advertirle al conductor que debe detener el vehículo inmediatamente.  ¡Ay, el vehículo maneja al conductor, no el conductor al vehículo!

 

Y entonces adviene lo inconcebible.  Un hombre se acerca al foso, saca su cámara, y empieza a tomar fotos de la víctima.  En todas las poses y desde todos los ángulos imaginables.  Capturar la imagen, que sin duda guardará como un hecho insólito, hará circular en las redes sociales, o –es lo más probable– venderá a precio de oro a algún periódico, uno de esos grandes heraldos del catastrofismo moderno.  Sigue hiriéndolo con sus fotos, al hombre caído.  Una tras otra.  Pero no, no son meras fotos: con seguridad es una cámara: está registrando la totalidad del evento.  Es lo que infiero de sus movimientos: tan pronto enfoca al hombre accidentado –que yace inmóvil, al parecer inconsciente– dirige el lente hacia la máquina, que se acerca inexorable.  Una especie de secuencia paralela, con planos alternos, ora de la víctima, ora del tren.  ¡Montaje espectacular, el que obtendrá de su improvisado acto de reporterismo!  Ya mismo oigo la música con que realzará su dramatismo, y la edición impecable, digna de Hitchcock.  Posiblemente, efectos de cámara lenta y de movimiento retrógrado.  Pero para nosotros, los presentes, la música no será Bernard Hermann, sino el chillido de los neumáticos sobre los rieles, y el grito colectivo de la gente.

 

Ya el tren está encima del hombre: el conductor no ha entendido las señales que la gente le ha dirigido, ni puede escuchar los alaridos con que intentan alertarlo.  La montaña de metal arrolla al hombre.  Una marioneta destartalada, un muñequito de trapo hubieran ofrecido mayor resistencia ante su bestial embate.  El impacto generó un sonido sordo, apagado, seguido de un ruido de deflación, como el que produciría una llanta súbitamente perforada.  El cuerpo es arrastrado unos cincuenta metros.  La mayoría de la gente se cubre el rostro.  El obstáculo en la vía no disminuyó la velocidad del tren, que se acomodó, con geométrica exactitud, al nicho –el equivalente de ocho vagones– que la estación le ofrecía.  El cuerpo del hombre rodó, después de detenerse la máquina, hasta perderse en la oscuridad del túnel.  Los pasajeros bajan del tren, desconcertados ante la agitación general.  Algunas personas corren en busca de ayuda.  El conductor sale de su cabina, profiriendo juramentos y palabrotas con las que intenta expresar a un tiempo la rabia, la culpa, el horror, la incredulidad…  Demasiados sentimientos para tan limitado léxico.  La consternación es absoluta.  Nadie quiere abordar el tren.  De inmediato, en las pantallas y en los altoparlantes se anuncia que el servicio en la línea Cuatro ha quedado indefinidamente suspendido a causa de un accidente en la vía.

 

El atisbador sigue, entretanto, documentando el hecho.  Va de un lado al otro con su cámara.  Intenta bajar a la fosa para capturar en su adminículo alguna imagen del cuerpo inerte, pero se lo impiden.  Suda, está frenético, por poco, eufórico.  Una imagen para la eternidad.  Pronto podremos todos verla en Internet: “Los más espeluznantes percances en el metro, captados en vivo”.  Posiblemente sus fotos –o su documental– ganen algún galardón periodístico.  Es que, hoy en día, todos hemos devenido periodistas ad hoc.  El reportaje es un paradigma, una manera de asomarnos al mundo –en estricta calidad de espectadores– y registrarlo.  En mayor o menor medida, todos nos hemos convertido en paparazzi.

 

Las autoridades no tardan en llegar.  Le piden al hombre que no entorpezca las acciones, pero él persiste en seguir filmando.  Cuando los socorristas se descuelgan al foso, espera ansioso para capturar las invaluables tomas del cuerpo molido.  La efervescencia policial atiza su furor reporteril: quiere prenderlo todo, poseer el mundo entero, hacerlo entrar en su miserable cámara.  Enfoca los rostros de la gente: algunos lloran, otros se persignan, alguno por ahí se deshace en improperios contra la falta de seguridad del metro parisino.  La vasta mayoría, empero, no sabe hacer otra cosa que abrir los ojos desmesuradamente, moverse desconcertados, llevarse las manos a la cabeza.  El hombre los enfoca.  Algunos se cubren la cara.  No quieren ser figurantes, comparsas en el fortuito documental del fotógrafo.  Los comprendo.  No es sino hasta que la policía ordena formalmente la evacuación de la estación, que el hombre por fin guarda su cámara.  Ahí, en su bolsillo, palpando una y otra vez –¡no fuera a extraviársele!– su botín.  Presuroso, solapado, mirando en todas direcciones, sale de la estación y se pierde furtivo en la noche.    

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