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Deporte: magia, poesía y heroísmo

Saudades en Si bemol menor


Jacques Sagot



A Costa Rica el Santos de Brasil llegó en 1959, 1961 y 1972, jugando contra la Selección Nacional, el Club Sport Herediano, y dos veces, a dieciséis días de distancia, contra el Deportivo Saprissa.  Todos los partidos se celebraron en el antiguo Estadio Nacional, y, salvo por un empate a uno contra “El Monstruo”, fueron ganados por el Santos.  Pelé anotó cinco goles, entre ellos, uno de chilena en el triunfo de 5-3 sobre Saprissa de 1972.


Un jugador saprissista de quien tengo el privilegio de ser amigo me contó algo que revela mucho sobre la personalidad de Pelé.  Poco antes de este encuentro –el equipo andaba a la sazón en gira de pretemporada, derrochando su talento por toda Latinoamérica– O Rei visitó el camerino de Saprissa y tomó la palabra para decir lo siguiente: “Buenas noches, amigos.  ¿A cuál de ustedes le corresponderá marcarme hoy?”  El defensa de marras alzó la mano.  Pelé prosiguió: “Muy bien.  Márqueme de la mejor manera que pueda.  Yo sé que todo defensa sueña con poner en su currículum: “anuló a Pelé en un partido amistoso celebrado en bla, bla, bla”.  Comprendo su aspiración.  Pero déjeme decirle: yo ya soy un jugador veterano, no tardaré en retirarme, y ya he ganado tres campeonatos mundiales.  Lo último que quiero es tener que pasar mi vejez en una silla de ruedas por alguna fractura producto del marcaje artero.  Así que, amigo, oiga bien lo que le voy a decir: márqueme limpiamente, caballerosamente.  Si me maltrata le juro que lo quiebro.  Sé cómo quebrar defensas: lo he hecho ya varias veces en mi vida: ¿estamos de acuerdo?” La advertencia de Pelé dejó a todo el equipo en estado de catalepsia.  El resultado fue, en efecto, un marcaje limpio y noble.  


La admonición de Pelé no estaba de más.  Pelé fue inmisericordemente golpeado y hostigado muchas veces durante su larga carrera: faltaban aún muchísimos años para que se implementara la noción de fair play.  Es perfectamente comprensible que adoptara estas medidas profilácticas, a fin de evitar una vejez en silla de ruedas.  El pequeño discurso que le ofreció a Saprissa en su camerino era un ritual suyo: lo repetía con cualquiera que fuese el equipo que jugara.  Las palabras de Pelé tenían sustento histórico: durante un partido amistoso que la Selección de Brasil jugó contra Alemania Oriental en 1963, el astro del Santos lesionó a un innoble marcador rival, forzándolo a abandonar el fútbol.  Recordemos también el codazo que le propinó al jugador uruguayo Fontes, quien se le pegaba al cuerpo, tratando de interceptar su veloz incursión por la punta izquierda, en el partido de semifinal Brasil - Uruguay del Mundial México 1970.  Fontes ya le había dado una patada en el vientre, en una incursión de Pelé en el área uruguaya que debió haber provocado la máxima pena contra los charrúas.  Fue una falta potencialmente homicida.  Pelé no acepta las disculpas de Fontes, y lo mira con evidente indignación.  La verdad de las cosas es que Pelé podía ser malo, cuando había que ser malo.  Algo más: si tenía que “facturar” a un rival que lo había golpeado arteramente, sabía hacerlo con extremada discreción, y en el momento en que nadie se fijaba en él.  Hasta en eso era un virtuoso.  Y un rasgo que César Luis Menotti (quien jugó con él en el Santos de los sesenta) siempre señaló: lo peor que un equipo podía hacer con Pelé era enojarlo, sacarlo de sus casillas: respondía anotándole tres goles seguidos al equipo rival.


Por lo demás, Pelé subyugó a la afición costarricense por su bonhomía, caballerosidad, simpatía, sentido del humor, y humildad.  Se paseaba por las calles capitalinas sin escolta, entraba a los cafés y a las boîtes para bailar y cantar… era un ser humano encantador. Frecuentaba la discoteca Boccaccio, y era amigo de Paco Navarrete, con quien tuvo el gozo de hacer música frecuentemente.  El Santos entrenaba en el popular balneario “Ojo de Agua”, para deleite de todos los presentes.  No había en él secretismo, hermetismo ni primadonismo alguno.  Se prodigaba con sus admiradores, sabía mimarlos.  Firmaba todas las bolas o fotos que le ofrecían.  Le encantaba ir a Chelles, y siempre pedía lo mismo: un sanguchito de queso blanco “aplanchado” en pan español, y un fresco de mora en agua.  El equipo cobraba 15 000 dólares con Pelé, y 10 000 dólares sin el Rey, esto a la altura de 1972.  Un cuadro de ensueño.  En su último partido en Costa Rica, ante el Deportivo Saprissa (triunfo santista 5-3) Pelé anotó un histórico gol de chilena.  O Rei era dueño exclusivo de esa jugada.  ¡Ah, cuántas saudades, evocar a este supremo deportista y bellísimo ser humano! Simpático, humilde, cordial, afectuoso, accesible, culto, cosmopolita, políglota, gran señor, caballero que le dio la vuelta al mundo veinte veces…  Como dice su amigo y compañero de mil batallas, Rivelino: “Pelé no ha muerto: para mí es eterno”.  Y en efecto lo es, en la peculiar, limitada, históricamente circunscrita manera en que los seres humanos podemos serlo.  

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