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La embriaguez del pensamiento

El paraguas


Jacques Sagot




 

Los hombres son capaces de ventilar sus tragedias, sus errores, sus fracasos, pero hay una cosa de la que rara vez se atreven a hablar: los momentos genuinamente ridículos de sus vidas.  En extremo urticante para el ego, y a veces inconfesable aún para uno mismo, el sentimiento del ridículo es cosa que todos solemos guardar bajo doble llave en el compartimento más recóndito de nuestra intimidad.  Es quizás para expiar mis malas acciones (incontables pero leves), que quisiera a continuación narrar uno de los episodios más ridículos que jamás me ha tocado en suerte protagonizar.


Aconteció durante mis años de adolescencia, cuando todo nos hace sonrojar, y la menor afrenta a nuestra dignidad es capaz de sumirnos en indecible azoramiento.  Iba yo a abordar el bus un día de lluvia macondiana, cuando me percaté de que mi paraguas –un enorme parasol multicolor que hubiera causado la envidia de Mary Poppins– se había trabado, y resultaba imposible cerrarlo.  Lo primero que se me ocurrió fue intentar entrar con él abierto.  Pronto descubrí que el colosal armatoste no pasaría por la puerta sin una radical modificación de los postulados básicos de la geometría euclidiana.  No hubo ángulo o acomodo posible que permitiera el ingreso del notorio artefacto.  Intenté sonreír, pero tan solo alcancé a esbozar un rictus de dolor.  La lluvia seguía entretanto arreciando, y el conductor y los pasajeros comenzaban a mirarme con impaciencia.  La mecánica del ominoso aparato me resultaba por completo arcana.  Me colgué de sus metálicas vértebras, tiré frenéticamente de la empuñadura de plástico, oprimí una y otra vez el mágico botón que supuestamente haría plegarse aquella infernal ala de murciélago… pero todo fue en vano. Al verme calado hasta los huesos, algunos pasajeros se solidarizaron conmigo: “¡Jale aquí, empuje allá, tire de esto, apriete lo otro…!” –me gritaban por las ventanas–. Bastante menos conmovido que ellos, el conductor hacía rugir el motor una y otra vez, golpeteaba la manivela con su manaza colosal, y resoplaba estrepitosamente por sus túrgidas narices.  El bus se había convertido en un teatro, y yo en el comediante que entra a escena a divertir a la ávida concurrencia.  Si alguien en aquel momento me hubiera preguntado mi nombre, seguramente no habría sabido responderle: tal era mi ofuscación.  Estaba ciego y sordo, me zumbaban los oídos, el rostro me hervía, y el implacable crescendo del motor sobre mí se cernía como avernal tremor.  El embotellamiento que mi paraguas había entretanto ocasionado motivaba una sinfonía berlioziana de pitazos e improperios, casi tan copiosos como el aguacero que transparentaba mis ropas y mojaba mis neuronas.  El bus era un microcosmos humano donde se reeditaba una vez más el eterno conflicto entre opresores y oprimidos. Algunos pasajeros me vitoreaban, otros pedían a gritos mi cabeza.  Era un pandemónium, un verdadero motín a bordo.  Mis partidarios reprochaban al conductor su falta de consideración con “el pobre carajillo”, mis detractores miraban el reloj y proponían a gritos su linchamiento público.  Poco a poco comenzó a resultar evidente que yo estaba destinado a perder mi tête-à-tête con aquel insumiso paraguas.  “¡No afloje, compañero!” –coreaban todavía algunos de mis torcedores–.  Me dolió en el alma tener que decepcionarlos. Cuanto más lo aporreaba, jaloneaba e insultaba, más resistencia ofrecía el torvo artefacto. Quizás si se lo hubiera pedido de buena manera… pero es muy difícil conservar los buenos modales cuando se está a merced de un energúmeno a guisa de conductor, y de un aguacero que le borra a uno los rasgos de la cara.  En un gesto característico del comportamiento social del tico, ni uno solo de mis beligerantes y verbosos camaradas se ofreció a darme una mano en aquel encarnizado pugilato.


Y por fin el bus arrancó, y yo, exhausto, derrotado, quedé parado en la acera con mi maltrecho parasol en las manos, y un malestar profundo alojado en el corazón.  Llevadas por la lluvia corrían alcantarilla abajo mi dignidad y mi autoestima.  Hasta mí llegaron todavía las voces amigas que me seguían con la mirada: “¡Pobrecito el muchacho, qué pecado más negro!”  Desde entonces supe que algún día tendría que narrar la historia, así no fuera más que para exorcizar en mí el viejo amargor de su recuerdo.  Es lo que hoy, treinta y seis años después de tan notable efemérides, he decidido hacer.

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