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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 12 abr

Una patología social llamada “burocracia”


Jacques Sagot




 

Durante mis años como embajador (“a la carrera”, no “de carrera”), la cancillería solía pedirme regularmente “informes de gestión”.  Y además tenía el tupé de llamarlo “tan solo un ejercicio administrativo”.  ¿Qué diantres quiere decir “informe”?  ¿Qué demonios quiere decir “gestión”?  ¿Qué demontres quiere decir “administrativo”?  ¿Por qué no me dejan simplemente vivir?  La burocracia –la Zwieckrationalitat de Weber– es como el espantapájaros del chiste: “¿Para qué tienes un espantapájaros en tu maizal, si aquí no hay pájaros?”  –le pregunta un campesino a otro–.  “No los hay precisamente gracias a mi espantapájaros” –contesta sonriendo el interpelado–.  La burocracia inventa su propia necesidad.  Vive de sí misma.  Existe para existir.  Se autojustifica neciamente.


No solo es absurda: es además perversa.  La sacralización del papel, del documento.  Un fetiche más.  Sin duda habrá cretinos que se masturban con este tipo de trámites: han de encontrarlo indeciblemente excitante: “Informe de gestión, informe de gestión, informe de gestión”, a ver, a ver, gocemos sensualmente con las sonoridades: “inffforme de gessstióoonnn”, así, así, que la última sílaba sea explosiva, orgásmica, expansiva, las consonantes intervocálicas aceitosas, prolongadas voluptuosamente, como en “inffforme”, sí, sí, ¿vieron cuán erótico?  Ríndanlas, disfrútenlas, hagan deslizar una infinita columna de aire a través de sus labios entrecerrados al proferirla: “ffffff…”  ¿Ya alcanzaron el clímax, sarta de mediocres?  ¿No todavía?  Pues vamos de nuevo: “In-fffor-me-de-gesss-tióoonnn”  ¡Huy, qué rico!  Demórense en la fricativa alveolar sorda “S”…untuosa, líquida, sibilante, ciprina pura…  ¿Ven qué delicia?  Extenúense sobre la “N” final, abandónense a esa divina lasitud que sobreviene al rapto del alma en el espasmo orgásmico, sí, sí, una “N” “con fermata”, y “con pedal”, ahí, resonando hasta su extinción, como el canto del órgano que se eterniza en las bóvedas de una catedral gótica…  ¿Ya, por fin hablaron “en lenguas”?  ¿Les gustó?  ¡Pobres imbéciles!  Mil veces menos abyecta me parece la asfixiofilia, práctica consistente en estrangular, asfixiar o ahogar a la pareja durante el acto sexual, o cualquier otra en el variopinto menú de las más retorcidas parafilias.

 

 La burocracia es autorreferente: se refiere a sí misma para poder referirse a sí misma, de manera que pueda seguir refiriéndose a sí misma, sin nunca dejar de referirse a sí misma, refiriéndose a sí misma con el propósito de volver a referirse a sí misma y luego poder volver a referirse a sí misma… ad infinitum.  El tonel sin fondo de las Danaides, las cincuenta hijas de Dánao, quienes en su noche de bodas decapitaron a sus esposos, y fueron condenadas por los dioses a lanzar por toda la eternidad cubetas de agua en un pozo imposible de colmar.  Un mito de la repetición estéril, absurda, como el de Sísifo y el de Tántalo.  Un monstruo que devora montañas de papel, sellos, timbres y tinta diarias, pero exige más: nuestras mentes, nuestras vísceras, nuestros cuerpos, nuestras almas.  Insaciable súcubo.

 

Marx teoriza cómo, en entornos burocráticos, “la cabeza remite a los círculos inferiores la preocupación de comprender los detalles, y los inferiores creen que la cabeza es capaz de comprender lo general.  Así se engañan mutuamente.  La entropía del desorden, que anida como potencia inminente o manifiesta en los sistemas (instituciones públicas) que desatienden su naturaleza de servicio, erigiéndose en áureos monumentos becerriles”.  Luego añade Marx: “la burocracia deviene en una forma autónoma y opresiva, que es experimentada por la mayoría del pueblo como una entidad misteriosa y distante, como algo que, no obstante determinar sus vidas, está más allá de su control y comprensión, como una especie de divinidad frente a la cual uno se siente azorado y desvalido”.  El padre del materialismo dialéctico no hace con esta reflexión otra cosa que anticiparse al Kafka de El Proceso, y su mundo asfixiante, ominoso, pululante de apparatchiks y burócratas de todo rango, que hacen rebotar al desconcertado protagonista José K. de una a otra oficina, en pos de una respuesta que nadie logra –o quiere– darle.  


Por su parte, el gran Benito Pérez Galdós, literato y político español, nos dice que la burocracia “es una tapadera de fórmulas baldías, creada para encubrir el sistema práctico del favor personal, cuya clave está en el cohecho y en las recomendaciones.  Es una masa resultante de la hibridación del pueblo con la mesocracia, formando el cemento que traba y solidifica la arquitectura de las instituciones”.

 

 Y Robert Merton llega al punto de describir la burocracia como una psicosis profesional, la parálisis ejecutiva en el común de los burócratas que convierten un valor instrumental en un valor final, es decir, aquellos que totemizan la burocracia, por inútil que resulte, proclamándola esencial y legitimándola en la dispersión de brevedades rígidas y paralizantes. Aquellos que ciegamente sacrifican el espíritu de utilidad por la tramitología cadavérica.

 

La burocracia es una estructura vertical de poder.  Ese poder se manifiesta, en los más mediocres de sus funcionarios, en la facultad para decir “No”.  Un “No” seco, intransigente, innegociable, apodíctico, cartesiano, taxativo, incontournable.  Al pronunciar ese simple monosílabo se agigantan ante sus propios ojos, y –creen ellos– ante los demás.  Dos irreductibles fonemas bastan para “hacerle el día” a estos cretinos sedientos de poder, que en el fondo odian su trabajo, pero derivan alguna satisfacción al frustrar y contrariar al usuario.  A su modo, es una especie de pequeña venganza contra el mundo, contra los otros, que gozan de la libertad inherente al mero hecho de estar del lado de afuera de las ventanillas.  Son ellos los que deben, como animales en un zoológico o peces en una pecera, permanecer en sus celdas, en sus células a menudo herméticas, impenetrables (los dependientes en las cajas de los bancos modernos).  Ahí están enrejados tras sus vidrieras a prueba de balas, de golpes, de cualquier cosa que huela a humanidad.  Contando billetes hasta erosionarse las yemas de los dedos y perder litros de saliva en el proceso.

 

Todo esto es inherentemente trágico: la criatura humana debería regocijarse ante el “Sí”, y usar cuanto menos sea posible el “No”.  Es una palabra que cierra la boca, hace que los labios asuman la posición de un cañón, y se regala en la sonoridad “o”, que es de suyo oscura y opresiva (piénsese en el “Nevermore” de “The Raven”, de Edgar Allan Poe).

 

Los burócratas son cuadriculados, inhumanos, implacables, gente incapaz de misericordia.  Los escogen así para que cumplan con su deber: atormentar y privar de impulso, de élan ascensional a los ciudadanos que queremos crear, producir, avanzar.  Son un Leviatán, un monstruo descomunal, policéfalo y tentacular.

 

En su cuento “El avión de la Bella Durmiente” Gabriel García Márquez destaca un subtipo singular de esta especie: el “burócrata cartesiano”, proliferante en Francia, como es natural, pero ubicuo en el mundo entero.

 

El burócrata ejerce un poder: como todo ser humano armado de este terrible instrumento de contusión, siente la necesidad de usarlo.  Su gozo del poder –en su caso pírrico, risible, diminuto– genera un estado de embriaguez egótica, que no difiere más que en grado –no en esencia– del delirio de poder de los grandes dictadores y genocidas.

 

Salvador Dalí pintó en 1930 un cuadro estupendo titulado El burócrata promedio (es un tema al que volvió con frecuencia, sobre todo a principios de su carrera).  Todo está dicho en ese potentísimo lienzo.  Vale por cientos de miles de palabras, y por todas las filípicas que yo pueda ahora espetar.  Por su parte, Erik Satie compuso una pieza burlesca y sardónica titulada Sonatine bureaucratique (en buena medida, un pasticcio de obras canónicas, entre ellas la sonatina en Do mayor de Clementi).  Lúcidos y acertados fueron los surrealistas y dadaístas en su desprecio e ira contra la burocracia: era uno de los órganos institucionales de la burguesía que tanto odiaban.  Yo no soy surrealista ni dadaísta, pero es con igual execración que defino a los burócratas como parásitos de la administración pública: las tenias, triquinas, giardias, oxiuros y amebas de la sociedad.

 

Aún la muerte debe ser burocratizada.  Prohibido morirse sin llenar los formularios requeridos para oficializar el cambio de status civil: de “vivo” a “muerto”.  Sobre todo, amigos: firmar el acta de defunción antes de que el rigor mortis nos impida ya manipular el bolígrafo.  Y luego, presentar los documentos migratorios debidamente actualizados a Carón antes de cruzar la laguna Estigia.  Cuenten con que hay que presentar visa para el más allá, y las filas para obtenerla son kilométricas.

   

La burocracia es un pulgón cebado en la sangre misma de nuestro ser: el tiempo.  De él –lo más precioso que tenemos– se alimenta.  Más que de burocracia, deberíamos hablar de buromanía, porque, en efecto, se trata de una patología, de un morbo social bien tipificado. Una aberración organizativa caracterizada por procedimientos explícitos y regularizados, división de responsabilidades, especialización del trabajo, jerarquías monolíticas y relaciones impersonales.  En otras palabras, la sociedad devenida máquina.  El hombre-pieza-de-engranaje.  Malsano invento de la ciencia administrativa, en particular –como ya lo sugerí– de la administración pública (la sociología no hizo sino diagnosticarla: Marx, Weber y Merton cumplieron con esta misión admirablemente).  Podría definirse como un conjunto de técnicas o metodologías dispuestas para aprehender o racionalizar la realidad exterior –que pretende ser controlada por el poder central, generalmente anónimo– a fin de conocerla y dominarla de forma estandarizada y uniforme.  In fine, una manifestación más de la “voluntad de poder” nietzscheana.

 

Característica de las burocracias gubernamentales es la contratación y asignación o remoción de personal, es decir, funcionarios.  Reparen, amigos, en la palabra: “funcionario”, algo que “funciona”: una polea, una tuerca, una palanca, un electrodoméstico.  Noción completamente divorciada de lo humano.  Porque los seres humanos no “funcionan” o “disfuncionan” (el término “disfuncional” es ahora uno de los “mots de la tribu” en la psicología y la sociología).  ¡Pero señores, señoras, lo propio del ser humano no es funcionar: es vivir!  ¿Se les había olvidado ese pequeño rasgo antropológico?  ¡Pues permítanme recordárselo!


¡Con que un “informe de gestión”! Cardumen de abogadillos, inspectorcillos y administradorcillos de porquería.  Lean El Proceso, El Castillo, o En la colonia penitenciaria, de Kafka.  Todo lo sintió, todo lo palpó, todo lo intuyó, este pobre funcionario que elaboraba actas notariales durante el día, y quien al llegar la noche, a la luz del quinqué, con sus desmesurados ojos de lémur, de criatura nictálope, su aire de animal acorralado, enjuto sobre su mesa de trabajo, retrataba, rasgo tras rasgo, la era en que le tocó vivir.  Kafka: el poeta y exégeta de la modernidad. El escritor que mejor supo retratar a la paranoide criatura humana de los siglos XX y XXI.

 

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