¿Adónde van a morir las aves?
Jacques Sagot
¿Adónde van a morir las aves? Me lo pregunto cada vez que me detengo ante el inmensurable misterio de los cielos. Los hombres se toman el trabajo de signar sus muertes: cementerios, bóvedas, criptas, monumentos, columbarios… y muchas son las especies de animales que, al sospechar desde el fondo del instinto la proximidad de la muerte, celebran “ritos” sorprendentemente afinas a las ceremonias fúnebres de la criatura humana. Pero las aves… ¿cómo y dónde mueren las aves? Evanescencia pura, aéreas formas capaces de desmaterializarse en pleno vuelo.
Porque aunque la muerte siempre es la muerte y nos mueve siquiera a un instante de reflexión (un memento mori), la imagen de un perro o un gato que yacen a la vera del camino no deja de tener algo de consuetudinario. Y al hablar de lo “consuetudinario” entramos en el reino de la anti-poesía, del spleen baudelaireano. Las aves, en cambio, ¿adónde van a morir las aves? De vez en cuando las vemos perder la vida en la infame mentira de una ventana que se pretende firmamento, o morir a punta de rejas en una celducha inmunda, las alas taladas, el canto para siempre segado. No hay límites, para la crueldad humana: tomar a un ser que es el emblema mismo de la libertad, y condenarlo a una claustrofobizante mazmorra, donde solo pueden ver el mundo y el cielo que alguna vez fue su patria a través de constrictivos barrotes. Pero cuando no sucumben a estas trampas que los hombres se divierten tendiéndoles, ¡qué infrecuente es toparse un ave muerta!
Cuando vemos el trémulo cuerpecillo tirado en el camino, nuestro primer impulso es siempre el de recogerlo, acunarlo, acercárnoslo a nuestro corazón La reacción de los niños -inmediata como la luz- suele dar voz a nuestra espontánea conmoción: “Mira papá: ¡un pajarito muerto! ¿Puedo recogerlo?” “No, porque puede pasarte alguna enfermedad”. “Tal vez está solamente herido”. “Te digo que no: déjalo ahí: el pajarito ya no siente nada…” Pienso en el episodio de la muerte del canario en Platero y yo, en La muerte del cisne de Ana Pavlova, en “las oscuras golondrinas” de Bécquer que ya no volverán porque… porque después de todo también ellas son residentes de la muerte. Pienso –¿y cómo no?– en “El cisne”, la más bella página de El carnaval de los animales de Saint-Saëns: los pianos que desgranan sus notas cristalinas –la estela del animal en el agua y el violonchelo entonando el canto de adiós del ave… y por supuesto, evoco a Alicia Alonso, que bailó esta página hasta bien entrada en los ochenta años, y lo hizo siempre de manera egregia.
Encontrar en nuestro camino a un ave muerta es un evento: nos marca, nos sacude, impregna el día entero de una vaga melancolía, algo así como la reverberación de un acorde de Si bemol menor alojado en lo más profundo de nuestra conciencia. Sí, cosa rarísima, ver a un pájaro muerto. Toda avis mortua es, literalmente hablando, rara avis in terra. Y sin embargo, ¡cuánto más abundantes las aves que los perros o los gatos! Basta con alzar en cualquier momento la mirada al cielo para verlos ejecutar su aérea coreografía sobre nuestras pesadas vidas de peatones, de animalejos grávidos, rampantes, geofílicos… pero los hombres no miran hacia el cielo con la frecuencia con que deberían hacerlo: he ahí el problema. Las más de las veces andan viendo para abajo. Quien busca carroña se la pasa siempre agachado. Quien interroga las estrellas dialoga con el firmamento.
La tierra debería estar toda ella cubierta de aves muertas. Pero no lo está, y eso me sume en profundo desconcierto. ¡Los suelos deberían estar tapizados de aves muertas, las hay por cientos de miles que contemplan la comedia humana desde sus privilegiadas alturas! Ellas son el público, ese que nos aplaude o rechifla, según nuestro turbulento desempeño en las tablas del theatrum mundi.
En el íntimo, solitario parque Pablo Casals de París, al lado de la que durante siete años fue mi casa, solía ir todas las tardes a alimentar las palomas: ¡eran miles de ellas, y jamás vi uno solo de sus cuerpecitos yacente sobre las baldosas del predio! Y en mi casa en San Francisco de dos Ríos oficio todas las tardes el ritual consistente en alimentar, desde al corredor externo que da al jardín, a docenas de palomas y pajarillos diversos que seguramente ven en mí a una especie de enorme, obesa, cejijunta divinidad que les depara alimento y cariño. Y nunca, nunca en mi vida he visto una palomita muerta en mi jardín. Pienso en el “Viaje definitivo” de Juan Ramón Jiménez: “Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando”. Así será, sí. Mis palomitas me van a sobrevivir, y tal parece que por mucho. No faltará quien las alimente, una vez que ya mis manos reposen cruzadas para siempre sobre mi pecho.
¿Irán a morir al mar, las aves? ¿Se convertirán en espuma, como la Sirenita de Hans Christian Andersen? ¿Volverán a sumergirse en las profundidades del bosque umbrío? ¿Se remontarán al azur de Mallarmé hasta que su materia se enrarezca y sutilice como las almas y los sonidos? ¿Consistirá su muerte en un ascenso ilimitado, en la antípoda del inexorable descenso del hombre hacia la tierra? Surcos labrantíos, sepulturas, trincheras, sótanos… los hombres somos criaturas subterráneas, más afines al topo que al simio: comemos tierra, conquistamos tierra, compramos tierra, exploramos tierra, cultivamos tierra, exportamos tierra, somos tierra y la muerte no es sino una enorme, definitiva ración de tierra.
Y cuando encontramos un ave muerta es la divinidad misma la que pareciera haber sido herida de muerte. ¿Cómo puede morir una criatura que es la trashumancia misma, un ser que representa la migración y el tránsito constantes? Las aves, ¿no son precisamente tales porque se han emancipado ya de la tierra, porque son lo que sobreviene después de la muerte? En última instancia, el escándalo metafísico que en nosotros suscita la muerte de un ave podría ser formulado en los siguientes términos: ¿será también putrescible aquello que creíamos inmortal? El alma humana, ¿no tiene acaso vocación de eternidad? Porque en nuestro universo poético -el más real que jamás tendremos- el ave será siempre alma, voluptuosidad del vuelo, vislumbre de infinitud, ansia y deseo sublimado. Y sin embargo, también el ave participa de la dual naturaleza de Quetzalcóatl: en ella confluye le criatura alada con la muy terrena serpiente, residente eterna del fango.
Seguir el vuelo de las aves, soñar la muerte… quizás los poetas tengan la culpa de tan inmemorial asociación. Sin el “Vuelo Supremo” de Julián Marchena tal vez no se me habría ocurrido nunca hacer resonar ambos conceptos… como cuerdas templadas que vibran por simpatía. En la iconografía pictórica de todos los tiempos el Espíritu Santo asumía la forma de pájaro –generalmente una paloma– y se inscribía en el cuadrante superior derecho del cuadro, embriagada en el haz de luz diagonal que sobre la Virgen y el Niño se derramaba.
Y pienso en los seres amados que un mal día decidieron seguir el éxodo recóndito de las aves. No se murieron. Se nos murieron, que es muy diferente. El pronombre establece aquí una distinción grande como la vida misma. En rigor, deberíamos más bien decir: nos murieron. Todo aquel que muere nos asesina un poco. Pedagogía suprema: es el aprendizaje de nuestra propia muerte el que nuestros muertos nos ofrecen, y tal sea quizás su regalo postrero, el último de sus dones.
En todo esto pienso –¡mala costumbre!–cuando veo a las bandadas de aves configurar en el cielo –¡y ello sin saber de geometría!– su rauda forma de saetas, o sobrevolar solitarias el atribulado mundo de los hombres. A semejanza de los muertos, ellas conocen el arte de la desmaterialización: en un parpadeo dejan de ser, y eso es todo. Y yo, que como todo hombre vivo de huellas, de trazas, de permanencia y monumentos, me pregunto una y otra vez, ¿adónde, en nombre de Dios, adónde van a morir las aves?
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