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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 31 mar

Un breve, sencillo testimonio


Jacques Sagot




En este momento, en Radio Classique, la Sinfonía Inconclusa, de Schubert.  La ominosa, premonitoria introducción de los chelos y bajos, luego el tema del clarinete.  ¿De dónde, en nombre de Dios, puede provenir tanta tristeza?  Es una melancolía arcaica, lejana en el tiempo, algo que viene desde el fondo del ser.  Preguntados los alumnos de una escuela austriaca qué pensaban de la pieza, uno de los niños respondió: “Creo que el autor no la terminó porque se sentía muy triste”.  ¡Y pensar que Schubert, juzgando que la obra no tenía ningún valor, le regaló el manuscrito a un amigo!  De hecho, nunca llegó a escucharla.  El estreno tuvo lugar cuarenta años después de su muerte.  ¿Cómo puede errar un artista a ese punto en la evaluación de su propia obra?  ¿Dónde queda su discernimiento estético?  La que habría de llegar a ser su obra más famosa, abandonada a su suerte como si de un corcho en altamar se tratase.  Schubert murió en la pobreza.  Hoy en día, con solo las regalías que esta pieza le depararía (ignoremos sus más de seiscientas canciones, sus misas, tríos, cuartetos, sonatas), sería un magnate.  Otro de esos hombres que, al decir de Nietzsche, “nació póstumo”.  Vivió treinta y un años.  Vino solo a cantar y a decir adiós.  Si la música de Beethoven parece elevarse de la tierra al cielo, la de Schubert baja del cielo a la tierra.  Nunca he tocado otra cosa que sus Impromptus y he acompañado algunos de sus lieder.  El contenido emocional de su última sonata, con su inequívoca premonición de muerte, me asusta.  No por la Parca, no por sus dificultades técnicas y musicales: porque no sé si pueda resistirla psicológicamente.  Hay música patética que, por su intensidad y desmelenamiento, ayuda al intérprete a proyectarse ante su público.  Pero hay otra que nos fuerza a una pudorosa retención dentro del dolor.  Tal es el caso de Schubert.  No soy capaz de honrarlo.  No, por lo menos, en esta etapa de mi carrera.  Ahí sigue sonando, la Inconclusa. En realidad, no hay nada menos inconcluso que esta obra.  El itinerario completo de la angustia y la melancolía a la paz interior, a la beatitud.  Per aspera ad astra.  Desde el punto de vista emocional, la pieza es redonda, perfectamente acabada.  Directores descriteriados han intentado “completarla” usando música de Rosamunda para el tercer y cuarto movimientos.  ¡Qué arbitrariedad!  Mi experiencia con los Impromptus ha sido difícil.  Los he tocado con angustia, con algo de apremio técnico.  He grabado cuatro de ellos, y me siento satisfecho de mi trabajo.  El canto, siempre el canto.  La divina castidad de su música.  Aún más: su “ingenuidad”, que oculta en realidad la más grande sofisticación.  Toda su música, como la de Mozart, parece haber surgido de premier jet.  “Salida del corazón, ojalá llegue a los corazones” -decía Beethoven de su Missa Solemnis.  Treinta y un años: si hubiera muerto a su edad, Beethoven –dentro del terreno sinfónico– no nos habría legado más que su Primera Sinfonía.  Que baste esa observación para formarnos una idea de su genio.  De niño mi madre me ponía a dormir con un disco de cuarenta y cinco revoluciones por minuto, en acetato rojo, que tenía el Impromptu en Sol bemol mayor: el más bello de todos.  Como hablar con Dios.  Siempre me hacía el propósito de no dormirme antes de que la pieza terminara.  Siempre fracasaba.  La música –una especie de Ave María pianístico– me sedaba y me mandaba insensiblemente al limbo de los sueños.  La versión era de Arthur Schnabel.  Esa era mi mamá: en la mañana La Pastoral de Beethoven para despertarnos, en la noche el Impromptu en Sol bemol mayor para ponernos a dormir.  Y en la tarde, mientras hacíamos las tareas, frecuentemente La trucha, o la Fantasía para piano a cuatro manos, en Fa menor.  Una vez más, aquí, la melodía inicial: esa tristeza distante, esencial, atávica.  Acaso la tristeza de ser.  “Los cantos más desesperados son los más hermosos, y los conozco que no son sino sollozos (Alfred de Musset).  Una vez más: ¿cuántas veces al día, en todo el mundo cristiano se escucha en la radio, y en las misas (matrimonios, funerales, novenario, música de fondo para la eucaristía) el Ave María de Schubert?  Por concepto de derechos de autor, solo esos tres minutos de música habrían bastado para hacerlo el compositor más rico de la tierra.  Creo que Schubert no vivió, sino soñó su vida.  Un sueño de 31 años, en el que evanesció, se disipó, se consumió en la belleza que nos legara.  El alma de la música pasó por el mundo… y luego volvió a su lugar de procedencia.  Un sueño, sí, apenas un sueño.

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