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La embriaguez del pensamiento

Mi madre, o el gozo de la dación


Jacques Sagot





El mayor milagro y el hecho determinante en la vida de un ser humano es su madre.


Decía la psicoanalista y pensadora feminista Julia Kristeva: “Comparado al amor que une a un hijo con su madre, todos los demás afectos humanos son meros simulacros”.  Reflexión que puede parecer excesiva, acaso injusta.  Yo suscribo.  El vínculo madre-hijo es, en el sentido estricto del término, sagrado.  ¿Qué es “sagrado”?  Aquello por lo que uno esté dispuesto a sacrificarse.  ¿Está usted presto a morir por la patria, por la justicia social, por Dios, por sus hijos?  Entonces esas cosas son sagradas para usted.  Es así de simple.  

                                                                                                                                                                          

Nuestras vidas quedan signadas por la madre. Fuimos sangre de su sangre, carne de su carne.  En un árbol, ¿qué es más importante: las raíces que hienden la tierra, beben sus jugos nutricios y fundamentan su arquitectura, o el follaje, que aun cuando bello, florece y se seca?  El amor materno es una fuerza supra-humana, no explicable en términos antropológicos, culturales o neurobiológicos.  Algo que “viene de afuera”, que es más grande que nosotros, que nos trasciende.  Hablo de mi experiencia personal: yo fui bendecido con la mejor mamá del mundo.

 

 Hay madres que prostituyen y torturan a sus hijos.  Otras que aman con amor que no llamaré excesivo –el amor nunca puede serlo– pero sí patológico, y le hacen a sus hijos un daño que ellas mismas no sospechan.  No basta con amar mucho: hay que amar bien.  No basta con darlo todo: hay que amar como el otro necesita ser amado.  Los misóginos y vapuleadores de mujeres son, con frecuencia, producto de madres agresoras.  El hombre pasa, en estos casos, su vida castigando a la madre en cuanta fémina se le cruza.

 

  Mi mamá se pone, día con día, más linda.  No es una vieja cosmetizada y fufurufa: cada arruga es un galardón, cada cana el testimonio de una batalla librada: “He vivido, y llevo conmigo mis cicatrices de guerrera indoblegable”.  Eso es belleza: lo demás son cuentos.  Soy hijo de una gladiadora.  Fue primera presidenta y fundadora de la Asociación Costarricense de Hemofilia, recorrió todos los caminos del país trayendo información capital, alivio y esperanza a los hemofílicos que vivían en las zonas más remotas y marginales de Costa Rica.  Fue una activista social, una generadora de conciencia en el tratamiento de la hemofilia, consiguió casas para aquellos que no tenían techo, educó a las madres sobre la manera de cuidar a sus hijos, les proporcionó víveres y medicinas mediante alianzas con la Caja Costarricense de Seguro Social.  Se encargó de que todos los hemofílicos estuvieran asegurados, organizó cientos de ventas de cachivaches, rifas, tómbolas, bingos… todo cuanto pudiera desahogar a los hemofílicos de esa terrible compota que es la enfermedad, el dolor físico y psíquico, y la insolvencia económica.  Sí: vengo de un linaje de guerreras (también tuve abuelitas heroicas).  Todo cuanto en mí puede valer procede de ellas.

 

Amigo lector: si goza usted del privilegio de tener a su lado a su mamá, tómela por las manos y dígale cuánto la quiere.  Regálele un abrazo, dele un beso en la frente.  No vaya a zambullirse en la orgía consumista a comprar tiliches: la manera menos elocuente de expresar el amor.  Simplemente dígale: “Te quiero”.  Ella lo va a apreciar infinitamente más.  ¿Cuánto apostamos?  Y si su mamá duerme ya con la luna y las estrellas -que de ahí vienen todas las mamás del mundo- piénsela, siéntala a su lado.  Porque efectivamente, ahí estará.  Las mamás no mueren: se transmutan en constelaciones.  La luz busca la luz, como el agua al agua.  Musítele al oído: “Madre, aquí estoy, soy una persona de bien, tu vida tuvo sentido”.  Y verá que ella le contesta.


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