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La embriaguez del pensamiento

Buches

Jacques Sagot



Buches, la segunda mascota de mi vida, era una perrita bóxer.  La compramos allá por San Isidro de Heredia.  Mi ilusión era indescriptible. Tenía los cachetes blancos, y el hociquito rosado y húmedo, pues se relamía constantemente.  La trajeron a casa un viernes por la tarde.  No guardo recuerdos precisos del sábado, pero por alguna razón sí tengo (puedo aún vivirlas) imágenes del domingo.  La familia salió a pasear, nos llevamos nuestra mascota… y en la radio transmitían el Concierto para Piano y Orquesta en Do mayor (“Elvira Madigan”), de Mozart.  Música que decía nuestra alegría, la de toda la familia… sol, piano, campiña y Buches.


Nos dio incontables camadas de perritos.  Era una mamá ubérrima, telúrica, feraz.  Una fuerza de la naturaleza.  Un inagotable hontanar de vida.  El más fértil, el más exuberante de los surcos labrantíos.  Cuidaba, alimentaba y aseaba a sus cachorritos con celo conmovedor.  Por alguna razón, yo era la única persona en mi casa a la que le permitía acercarse a los perritos e incluso ponérmelos sobre la palma de la mano.  Me vigilaba con extrema atención, pero me daba permiso de hacerlo.  No exagero al decir que es uno de los gestos que más hondamente me han conmovido a todo lo ancho y lo largo de mi vida.  Buches me tenía confianza…  ¿Cómo no sentirme honrado por semejante homenaje?  No lo cambiaría por ninguno de los papeluchos, estatuillas o medallas que el mundo de los humanos me ha prodigado desde entonces.


Buches montaba guardia todas las noches en el patio.  Se especializaba en cazar a las zarigüeyas y gatos que se aventuraban imprudentemente por sus predios.  Era ferozmente territorial.   Acechaba a los intrusos (el ambiente del barrio era todavía algo montaraz) y los atrapaba de manera inexorable.  Por más que se hicieran las muertas (tal es su mecanismo de defensa) terminaban degolladas, evisceradas, y el patio amanecía convertido en una orgía de sangre, especie de sardanapalesca visión.


¿Es un animal capaz de nobleza y de respeto por la vida?  La etología y la socio-biología lo han establecido más allá de cualquier duda.  Un día amanece una zarigüeya desmembrada en el patio de la casa.  Mi mamá sale a recogerla (-la operación se había hecho habitual)-cuando descubre, perpleja, la larga placenta del animal con ocho cachorritos aún prendidos de ella.  Intactos, trémulos, en su absoluta indefensión.  A pesar de ser su enemigo natural, Buches había respetado a las crías.  Es más de lo que puede decirse de los asesinos seriales y terroristas de toda militancia.  ¡En medio de su ferocidad, se había abstenido de maltratar a las frágiles criaturas: antes bien, les ofrecía abrigo y les proponía su vientre -seco, por supuesto,- para que en él se amamantaran!  Después de descubrir lo que la invasora zarigüeya llevaba en su vientre, Buches se ofrecía como surrogate mother, como mamá adoptiva de las criaturitas.  ¡Y las protegía celosamente, gruñéndole a cualquiera que a ellas se aproximase!


¿Cómo calificar este gesto?  ¿Qué decir de él, sino que me marcó tan hondamente que aún lo narro con la piel erizada, en estado de profundo asombro?  Una vez más: ¿puede hablarse de nobleza, en tal caso?  Sería atribuirle capacidad de sindéresis, de discernimiento ético a un animal, replicarán algunos.  ¿Impensable?  No hablemos, entonces, de “capacidad de discernimiento ético”.  Sustituyamos esta problemática noción por la de bondad como inclinación natural, como clinamen, tal cual la proclamaba Rousseau en el ser humano, ni más ni menos.  Esta bondad natural no sería en modo alguno ajena a un perro, un simio, un delfín, según los más recientes estudios de la conducta animal.  Quizás mero instinto materno, aducirán otros.  Sí, con esa palabra comodín (“instinto”)  creemos poder explicar todo lo inexplicable.  ¿Qué es, in fine, un instinto?  Un patrón de conducta adaptativo, innato, que llega armado de su propio “método”, de su “savoir faire”, de su algoritmo natural.  El niño que, tan pronto es acercado al seno materno, busca el pezón y sorbe de él la vida, actúa instintivamente: experimenta la necesidad de gratificación oral, reconoce el objeto del deseo, se dirige hacia él, y lo sacia.  Vino al mundo programado para ello.  Forma parte de su “disco duro”.  Resolver ecuaciones de segundo grado no es, por el contrario, una habilidad instintiva.  Así vistas las cosas, ¿es la bondad un instinto?  Una vez más, Rousseau hubiera dicho que sí, -y créanme: es un punto que defiende de manera muy convincente.   Dejo el tema abierto a discusión.


En todo caso, esa era Buches.  Veteada de blanco, negro, rosado, con algo (con mucho) de juguete, de peluche, a lo Platero.  Y como el borriquito de Moguer, añadiré: uno de los mejores seres humanos y de los peores animales que en mi vida he conocido.  Por desgracia, la afirmación simétrica es también cierta: he topado con señores y señoras que constituyen magníficos animales, y pésimos seres humanos.  Resulta harto significativo, que para evocar lo mejor del ser humano tengamos a veces que remitirnos a los animales.  ¿Qué parte de nosotros quedó perdida en ellos?  ¿Qué hace que con tanta frecuencia los recordemos por esas excelencias que juzgábamos específica, distintivamente humanas?  Correlativamente, cuando amamos a un anima, son los rasgos humanos que en él identificamos los que nos llevan a concederle una provincia tan grande en nuestro corazón.  Un animal es adorable en la justa medida en que en él reconozcamos lo mejor de la naturaleza humana.  Un ser humano es adorable en la justa medida en que en él reconozcamos lo mejor de la naturaleza animal.


Es sin la sombra de una duda, que yo puedo afirmar: Buches era noble, maternal, compasiva, solidaria, leal, valiente, incondicional, amorosa, tierna, presta al sacrificio… ¡es más, muchísimo más de lo que puedo afirmar de la vasta mayoría de seres humanos que conozco al día de hoy!  ¡Una constelación de valores éticos insólitos en un animalito que, a lo sumo, tiene una dotación cerebral de 500 millones de neuronas!  ¡El homo sapiens sapiens posee 100 000 millones de neuronas, y con frecuencia no se comporta mejor que un dragón de Komodo!  Es que el error procede, sospecho, de la falsa asunción según la cual el amor, la lealtad y la nobleza son cuestión de meras neuronas.  La ética es, en mi personal sentir, una sensibilidad, no una destreza racional.


Acaso ser un animal no es lo peor que puede pasarle al ser humano.  Decir de una persona que es “un perfecto animal” hace mucho dejó de parecerme un vituperio.  Comienzo, en cambio, a alarmarme, cuando alguien habla de la “calidad humana” de una persona.  La perversidad, el refinamiento en la crueldad, la degustación del dolor de los demás es un rasgo exclusivo y definitorio del ser humano.   El tigre que asesta el zarpazo ultimador al ciervo herido no es perverso: se limita a ser lo que es: un depredador.  No disfruta con el sufrimiento de su víctima.  Ello supondría que fuese capaz de dos operaciones: primera, la identificación o asociación empática y cordial (del latín cor: corazón) con su presa; segunda, optar libre y conscientemente (un adverbio conlleva el otro) por disociarse, tomar distancia de ella, a fin de poder gozar con su martirio.  No, amigos y amigas: el tigre (así fuese el pérfido Shere-Khan, del Libro de la Jungla, de Rudyard Kipling y Walt Disney) no puede ejecutar este doble movimiento de aproximación y alejamiento: para ello es menester esa facultad que llamamos imaginación (formarnos imagosmentales del dolor del otro).  El ser humano, en cambio, sí puede hacerlo, y ello precisamente en virtud de su torrencial imaginación, y de su capacidad de disociación cordial.


Detentamos el monopolio planetario de la crueldad, la perversidad, la sofisticación en el arte de infligir el suplicio.  Es en el sordo, oscuro fondo del animal donde he encontrado lo mejor del ser humano.  Es en las más elaboradas, enrarecidas formas de la cultura y de lo específicamente humano donde he encontrado lo peor del animal.  Después de todo, la Segunda Guerra Mundial fue desatada por el país que a la sazón gozaba de los mejores índices educativos del mundo, no por una tribu de la Amazonia profunda o un pueblo de antropófagos.  No soy pesimista: sucede, tan solo, que ya no creo en San Nicolás.


         Buches, Buches… Un gesto, una reacción, un tipo de conducta, una lección que me dejó meditando toda la vida.  Se apagó hace casi cuarenta años, en mitad de la noche, sin un gemido, sin aullidos, sin aspavientos, en silencio, pudorosamente, valiente y llena de dignidad hasta el final.  Todavía la echo de menos.  Es curioso: si tuviese que morir mañana, es uno de los seres que me gustaría tener a mi lado

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