Deporte: magia, poesía y heroísmo
- Bernal Arce 
- hace 4 días
- 6 Min. de lectura
A sociedad enferma, futbol enfermo
Jacques Sagot
Bajo la cabeza en actitud de duelo profundo, al abordar el infame tema de este artículo.
Como una cultura dentro de la gran cultura –tomada esta en su sentido antropológico: la suma transhistórica y transgeneracionalmente heredada de las instituciones, prácticas y manifestaciones humanas en un momento histórico dado–, el fútbol se enferma cuando la sociedad que lo promueve se enferma. A sociedad enferma, fútbol enfermo.
Los campeonatos mundiales de 1934 y 1938, ambos “ganados” por Italia, por decreto de Mussolini y dentro del clima de fanatismo y demencia colectiva que precedió a la Segunda Guerra Mundial, acusaron todas las aberraciones de la década. Hubo en ellos violencia, impunidad, marrulla, amenazas, extorsiones, sobornos, irregularidades de la peor estofa, supremacismo, racismo, el fascismo y el nazismo enseñoreados de una sustancial parte del mundo (la parte que gozaba de mejores índices de educación, la más culta y desarrollada, conviene señalar). La cultura del fútbol reproducirá siempre el clima psicológico, la tonalidad del momento histórico, los valores –o antivalores–, en suma, la axiología de la sociedad en que está inserta.
La verdad de las cosas es que la selección italiana “campeona” en 1934 era un batiburrillo de jugadores extranjeros. Los “oriundi” eran los futbolistas foráneos que se nacionalizaban italianos a fin de integrar el equipo azzurro. De los once integrantes que se robaron la copa en 1934, había cuatro argentinos (Monti, Demaría, Guaita y Orsi) y un brasileño (Guarisi). El equipillo hizo 12 goles: 5 de ellos fueron obra de los extranjeros.
Goles fantasmas, agresiones bestiales de los jugadores italianos contra sus rivales nunca sancionadas, goles legítimos de los contrincantes anulados “porque sí”, posiciones offside no señaladas, ¡incluso goles anotados con la mano y dados por lícitos! Fue un carnaval, una payasada, un macabro y grotesco aquelarre como solo podía salir de un país y un dictador que vivían en una permanente ópera bufa (sin el encanto y el humor de Rossini, obsta decir).
La mayoría de los árbitros que administraron la “justicia” en el campeonato fueron destituidos para siempre de sus cargos al regresar a sus países de origen. El soborno los cegó, los trastornó, los convirtió en mafiosi de la peor ralea. Hablo perfectamente en serio: si Italia se tuviera a sí misma un poco de autorrespeto, y si fuese capaz de un mínimo de dignidad, devolvería la copa hurtada en la peor de las lides de que el fútbol guarda memoria. El campeonato de 1938 fue ligeramente menos amañado, pero también en él volvió a hundir sus garras Mussolini como en la miga del pan fresco, para asegurarse de que “su” equipo “ganara” el certamen. Los campeonatos mundiales Italia 1934 y Francia 1938 han sido, junto a Inglaterra 1966 y Argentina 1978, las competencias internacionales más sucias, más podridas, y más cínicamente oficiadas en la historia del fútbol.
Otro caso lamentable: el fútbol colombiano durante los años setenta, ochenta y buena parte de los noventa. Colombia era un narco-Estado, y vivía destrenzada por la guerra entre el gobierno y los carteles de la droga, pero también por la feroz pugna interna entre el cartel de Medellín (liderado por Pablo Escobar, Gustavo Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha) y el de Cali (jefeado por los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela y José Santa Cruz Londoño). Los equipos de Medellín eran financiados por Escobar y sus secuaces, los de Cali por Orejuela y sus acólitos. En medio de la pesadilla de los cientos de carros y camiones bomba, del atentado del vuelo 203 de Avianca en 1989, el asesinato de precandidatos presidenciales, directores de periódicos (el valiente Guillermo Cano, al frente de El Espectador), periodistas, procuradores, fiscales, jueces, policías, investigadores… Colombia se había transformado en un infierno. Y en el terreno futbolístico, árbitros y jugadores sobornados o amenazados de muerte, apuestas clandestinas, resultados convenidos o amañados… era un fútbol profundamente enfermo, reflejo inevitable de la sociedad desgarrada por la crisis de la narcoguerra. La salud social de Colombia mejoró, pero no sanó por completo con la muerte de Escobar, acaecida el 2 de diciembre de 1993. Paradójicamente, los años ochenta se cuentan entre los más venturosos para la Selección Nacional, que dirigía Francisco Maturana, con figuras como Valderrama, Rincón, Asprilla, Valencia, Álvarez, Higuita y Escobar (magnífico defensa central asesinado en Medellín el 2 de julio de 1994, presumiblemente porque marcó un autogol en el partido Colombia - Estados Unidos jugado pocos días antes en el contexto del campeonato mundial, generando grandes pérdidas entre los apostadores del narcotráfico). Así que el fútbol colombiano reprodujo, con este asesinato incalificable, la abisal crisis política en que se debatía el país.
He visto mil veces la jugada aciaga, en el minuto 33, cuando el espigado, elegante, enhiesto defensa central Andrés Escobar anota el autogol que le costó la vida. Yo, en su lugar, hubiera hecho exactamente lo mismo. El puntero izquierdo de los Estados Unidos proyectó un centro rasante que iba inexorablemente a llegar a los pies del delantero que cerraba la jugada por la derecha. Hubiera definido fácil, cómodamente, de primer toque. Escobar hizo lo que cualquier defensa hubiese hecho: se lanzó barrido para interceptar el pase desde la izquierda, y con ello introdujo el balón en su propio marco. Es muy difícil controlar la dirección que se le imprime a una pelota, cuando se la intenta desviar barriéndose sobre el césped. Si Escobar no anotaba el autogol, el delantero estadounidense que llegaba solo por la entreala derecha lo hubiera marcado. Era algo ineluctable, como el hecho de que “en todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos”. Lo que Aristóteles llamaba un juicio apodíctico.
Pero mucha gente ignora el grado de tensión bajo el que el cuadro colombiano tuvo que jugar ese infausto partido. Un día antes del encuentro, el técnico Francisco “Pacho” Maturana recibió una llamada de un desconocido: “Oiga bien, Maturana: si en el partido de mañana no saca de la alineación a Gabriel “Barrabás” Gómez, lo mataremos a él y a toda su familia, y luego iremos por usted. Haga lo que se le dice, o dese por hombre muerto”. Maturana quiso renunciar en ese mismo momento. Finalmente, siguió al frente del equipo, y accedió a efectuar los cambios que le eran impuestos, con la pistola en la sien. El hecho dislocó tácticamente y psicológicamente a todo el equipo. Colombia jugó ese encuentro con el sabor de la muerte en su boca, ahogada en el más pavoroso nerviosismo. El portero René Higuita (que ya no jugaba con la Selección, pero seguía siendo un héroe popular, tenía vínculos muy sólidos con el narcotráfico, y es harto posible que otros jugadores los tuvieran también).
Después de la inopinada eliminación de Colombia en Estados Unidos 1994 Escobar cometió el error de regresar a su país y dar la cara. En el parqueo de un club nocturno fue emboscado por tres gañanes. Uno de ellos le dijo: “Gracias por el autogol”, y procedió a dispararle doce veces. Seis de estos proyectiles se incrustaron en su cuerpo. Después de cada balazo, el malhechor gritaba, como un poseso de Satanás exultante en su perversidad: “¡Gol!, ¡Gol!, ¡Gol!, ¡Gol!, ¡Gol!, ¡Gol!...”
El asesino fue condenado a 43 años de prisión. Solo purgó 10, y fue liberado gracias a las manos de mandrágora que el narcotráfico tenía infiltradas en el sistema penal colombiano. Los cómplices que coadyuvaron en la perpetración de esta atrocidad tan solo expiaron seis meses de cárcel cada uno.
Bueno, y es así, amigos y amigas, como una sociedad corroída por el cáncer de la droga genera metástasis en todos sus estamentos, de manera notoria en su esfera deportiva. Yo me pregunto –y les pregunto–: ¿cuán lejos –o cuán cerca– está Costa Rica de sufrir este tipo de tragedias? ¿Cómo anda nuestra salud social? ¿Qué grado de injerencia tiene o puede llegar a tener el narcotráfico en nuestro fútbol? ¿Les parece quizás que mi pregunta es excesivamente alarmista?… Bueno, pues entonces no hagamos nada al respecto, y sigamos durmiendo beatíficamente al arrullo de nuestra obsoleta y falaz mitología patriótica. “Arrurrú mi niño, arrurrú mi sol, arrurrú pedazo de mi corazón…”






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