La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- hace 10 horas
- 3 Min. de lectura
Sarita
Jacques Sagot
La vi una sola vez. Recuerdo apenas los ojos, ese punto de confluencia entre lo divino y lo terreno, donde la materia asume enteramente la forma del espíritu que la anima. Eran grandes y desguarnecidos. La enfermedad los había despojado de su marco natural, ralas las pestañas, reducidas las cejas a meros esbozos que comienzan a desdibujarse. Tenían la belleza de la desnudez. Eran ojos que habían renunciado al atavío. Lumbre pura. Esencia sin ornamento, ojos sin retórica ni prosopopeya. Como esos estanques que al secarse reflejan tan solo el cielo, y no la fronda que el talador ha arrasado en derredor. De eso me acuerdo y nada más. El color de su voz, el ademán que la acompañara, su forma de vestir… el tiempo se ha encargado de cubrir de veladuras todas esas cosas que constituyeron la especificidad física de su ser, y por más que intento, no logro reconstruir en mi memoria aquel rostro entrevisto apenas por espacio de una hora.
Recuerdo, sí, que estaba sentada al fondo de la clase, y puedo aún sentir sus enormes ojos líquidos sobre mí posados. ¿Quién necesita el lenguaje con ojos así? La palabra la inventó el pensamiento. La mirada, en cambio, la creó el alma: he ahí el único idioma de que es capaz. Sarita era su nombre. Veo ante mí el aula llena, las miradas atentas, y vuelvo a experimentar esa extraña sensación de intemperie que suele embargarme frente a un público nuevo. No eran simples desconocidos: me habían leído, escuchado, aplaudido o censurado, querido o detestado sin que yo siquiera lo sospechara. La palabra nos tornan vulnerables: hacer literatura o música es entregar las llaves del ser, las llaves del reino, invitar al mundo a recorrer esa comarca inexplorada que es nuestra propia alma. Así pues, ¡que se guarde de hacerlo quien no tenga vocación de desnudez!
Un profesor les había asignado, como proyecto final, compilar y estudiar los artículos de diversos columnistas del medio periodístico nacional. Entre ellos tuve el honor de figurar yo. ¿Y quién se ofreció a ocuparse de mi exigua persona? Pues precisamente Sarita. “Lo admira mucho -me dijo el profesor-. Lo lee con devoción, colecciona sus ensayos, los comenta en clase… Ha estado muy enferma, sería muy bonito que pudiera reunirse con ella” -añadió con intención que en ese momento no alcancé a entender-. No intentaré siquiera ocultar cuán conmovido me sentí.
La clase discurrió de la mejor manera imaginable. Como siempre, hablé hasta derretir los relojes (eso que solo Dalí era capaz de hacer). Al final, entre preguntas, comentarios e intercambios rituales de coordenadas, tuve la oportunidad de cruzar con ella algunas palabras. Mi estupor no tuvo límites. ¡Conocía en efecto mis textos mejor que yo: establecía entre ellos insólitas relaciones, recordaba incluso aquellos que con toda justicia dormitaban en el fondo del olvido! Se había tomado el trabajo de ir a exhumarlos de la Biblioteca Nacional: los esenciales como los superfluos, ¡absolutamente todos! Al despedirme nos hicimos la firme promesa de tomarnos un café la próxima vez que yo volviera a Costa Rica. Al día siguiente salía yo del país, llevado una vez más por esos impredecibles caprichos de la música, y nuestra cita imaginaria se perdió en los intersticios de la vida, como la moneda que rueda por el suelo y queda extraviada en un resquicio cualquiera.
No hubo “próxima vez”. Seis meses más tarde me reuní con el profesor, quien abriendo un sombrío paréntesis en la conversación me dijo: “Alguien que lo quería mucho viene de morirse”. No necesité más detalles para saber de quién se trataba. El cáncer la había vencido, dejándole hasta el final -¿bendición o crueldad suprema?- la lucidez para asistir a su propia disolución. Una vez más había llegado tarde a la cita, una vez más había encarnado el desencuentro cuando la vida me instaba, antes bien, a ser puente, confluencia, enlace humano y espiritual.
Todo aquel que muere nos asesina un poco. Día tras día morimos con nuestros muertos. Son ellos quienes nos matan, son ellos quienes deberían venir a nuestro rescate, en lugar de andar nosotros rescatándolos a ellos. El escritor vive en sus lectores. El lector activo co-crea la obra del escritor: es su caja de resonancia, las bóvedas de crucería góticas en las que se eterniza, reverberando hasta el infinito, el canto del órgano. Sin él cualquier texto es palabra muerta. El don de la vida se lo conceden aquellos que frecuentan su palabra. Un escritor sin lectores es como un triste y solitario dios sin creyentes. Y esa tarde tuve plena conciencia de haber muerto en Sarita.
Adiós, amiga apenas entrevista, hermana a un tiempo distante y cercana. Nuestro café ya tendremos ocasión de tomárnoslo, que es anchurosa la eternidad, y será propicio el silencio. Y esta vez, te lo prometo, no he de faltar a la cita.
Comentarios