La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- 13 oct
- 2 Min. de lectura
Acodado a la ventana, en París
Jacques Sagot
Desde la ventana de mi apartamento, a unos doscientos metros de distancia, veo el puente Mirabeau, simple, dulcemente combado, color ultramarino, con sus cuatro escultóricas alegorías: la Navegación hacia París, la Navegación hacia el mar, la Abundancia y el Comercio. Todas ellas mujeres, huelga decir. Además, el escudo de armas de la ciudad. No es particularmente bello. No ciertamente tanto como para inspirar a Apollinaire su famoso poema: “Sous le pont Mirabeau coule la Seine, et nos amours faut-il qu´il m´en souvienne…” (“Bajo el puente Mirabeau fluye el Sena, y de mis amores vuelve, lenta, la pena”). Pero por supuesto, el autor de Alcoolsnecesitaba la sonoridad profunda de “Mirabeau” para conferir hondura prosódica y fónica a su poema. Bien. Hubiera esperado otro tipo de puente, sin embargo. El más bello de todos: el puente Alexandre III. Noble, ornado pero austero. Estilo beaux-arts. La ciudad se ha configurado arquitectónicamente de manera tal, y el buen gusto de los parisinos ha sido tan depurado, que se las han ingeniado para llenar su río de puentes… Y no hay dos que se parezcan. No es un detalle anodino. Dice mucho, muchísimo sobre una ciudad y sus habitantes.
En San José de Costa Rica no hay ríos sino cloacas, y sobre ellas miles de puentecillos angostos, ruinosos, idénticos entre sí. Los ríos Torres, Ocloro, María Aguilar y Tiribí –receptores de las aguas negras de todo San José– van a dar al Virilla, que obsequia la materia fecal de los cuatro millones de habitantes de la Meseta Central al Tárcoles, el río más contaminado de Centroamérica. Este entrega formalmente su noble contenido –enriquecido por desechos industriales, sustancias tóxicas y la bazofia de las refinerías petroleras– al Océano Pacífico… He ahí nuestra contribución a la salud de los mares, nosotros, adalides del ecologismo. Los cocodrilos que tienen parqueados para deslumbre de los turistas en los playones del Tárcoles van a mutar el día menos pensado: se convertirán en Godzilla, saldrán volando, o quizás aprendan a hablar. Los pobres gringos, paseando en bote sobre el Tárcoles, tomando fotos y profiriendo todo tipo de extáticas exclamaciones, ignoran que se desplazan sobre la mierda de todo Costa Rica.
Desde niño me fascinaron los puentes. Me hubiera gustado construirlos: ser un pontífice –hacedor de puentes: tal es la etimología de la palabra–. Conservo un álbum con fotos de los más peculiares y hermosos del mundo (incluidos aquellos que dieron su nombre a películas clásicas). Ahora tengo a la mano mi pequeña colección, cada uno más bello que el anterior.
Un puente es un objeto inherentemente bello: vence un obstáculo natural que impedía el encuentro físico entre los hombres, opera como la extensión de un brazo virtual, permite la llegada del auxilio que esperábamos angustiosamente, el abrazo fraterno de los amigos, el idilio de los enamorados, la comunicación e interacción entre dos ciudades… son sitios que se llenan de saltimbanquis, donde siempre resuena la canción del mendigo, o el permanente, isócrono murmullo del agua. Tender puentes, no levantar murallas: he ahí lo que necesitamos


