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La embriaguez del pensamiento

Ignorancia, corrupción, zalamería


Jacques Sagot





Hace algunos años un grupo de periodistas decidió testar el nivel de cultura política de nuestros diputados, los inquilinos de la Asamblea Legislativa, “los padres y madres de la patria”, el primer poder de la república, el congreso, la más alta magistratura del Estado.  La pregunta era muy simple: ¿en qué época histórica gobernó don Francisco Orlich Bolmarcich?  Sobre cincuenta y siete burócratas glorificados, solo dieciséis dieron con la respuesta correcta: entre 1962 y 1966.  La vasta mayoría lo ubicó en el siglo XIX.  Y estos, amigos y amigas, son nuestros representantes, ungidos legisladores y embajadores por la voluntad popular mayoritaria. 

 

Yo exigiría que para ocupar cargos de esa prosapia se examinaran currículums, atestados académicos, publicaciones… y no limitarse a nombrar a los que más banderas pegaron durante la campaña, o a aquellos que más plata pusieron para que ganara su candidato. 

 

Y tengan siempre presente este axioma, esta verdad cartesiana, este juicio apodíctico (Aristóteles): en política, el que paga para llegar, llega para cobrar.  Repito: en política, el que paga para llegar, llega para cobrar.  Tal es, ni más ni menos, la definición exacta de la corrupción: convertir la política en negocio.  Quien usa la política como medio de enriquecimiento propio es un corrupto, aun cuando no haya violado ley alguna de la Constitución.  Hay mil maneras de ser corrupto sin transgredir ni burlar normas.  Nuestro país está lleno de “rufianes legalistas”: stricto sensu, no han cometido delito alguno que pueda ser tipificado como tal, pero han actuado de manera antiética, egoísta, codiciosa, proterva.  No han violado el código de la ley explícita, de la ley escrita, pero han violado esa normativa implícita, tácita, silente, que todos llevamos dentro, y que se llama “decencia”.  ¿Qué es la decencia?  No lesionar la integridad psíquica, física y social de los otros, de la alteridad.  Respetarlos, protegerlos (¡aún de sí mismos!), socorrerlos, escucharlos, asistirlos.

 

La ley tiene un límite “hacia arriba” y un límite “hacia abajo”.  No premia todo lo que debe ser premiado, y tampoco castiga todo lo que debe ser castigado.  Legalidad no equivale a legitimidad.  La primera es una normativa jurídica.  La segunda es el acatamiento del “imperativo categórico” de que nos habla Kant: no ver en el prójimo (el próximo) un instrumento para nuestro beneficio, sino un fin en sí mismo.  Luego, actuar de manera tal que la premisa que sustenta nuestra acción pueda ser erigida en ley universal.  Me explico: robar puede ser (qué duda cabe) sumamente beneficioso para el ladrón, pero este no puede, honestamente, decir que el robo deba ser declarado un principio ético universal.  ¿Por qué no?  Pues porque si lo hace tendría que aceptar que el día de mañana le roben a él, y en ese caso no tendría derecho siquiera a chistar.  Lo que Kant hizo fue, simplemente, dotar de una estructura racional al viejo precepto conocido como “Ley de oro” o “Regla de oro”.   Se trata de  un principio moral general que puede expresarse: “trata a los demás como querrías que te trataran a ti” (en su forma positiva), o “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti” (en su forma negativa, también conocida como “regla de plata”).  No consiste en la afirmación de determinadas conductas o en la imposición de valores afirmativos o positivos (tal el caso de las doctrinas dogmáticas), sino en la preconización de una dinámica de relaciones intersubjetivas basada en el sentido común, la buena fe y el principio de no agresión.

 

Algunas de nuestros diputados han ofrecido deplorables instancias de corrupción (es cosa que todos sabemos), pero es importante señalar que hay dos tipos de putrescencia moral: la pasiva (desempeñar un cargo para el cual el individuo se sabe inoperante), y la activa (proceder a saquear el erario público mediante una u otra gollería, tecnicismo o resquicio abierto en la vulnerable muralla de la ley y la institucionalidad.  Ambas formas de corrupción son igualmente nefastas e impugnables.  La primera representa, por decir lo menos, el 90% de nuestro inoperante sector público.

 

Y luego, la forma en que los diputados introducen y prologan un varapalo contra uno de sus pares termina por causar risa: “Señor X, permítame, con todo respeto, decirle que es usted un mentiroso y un falsario”.  “Señora Y, es con todo respeto que le diré que es usted una ladrona y una corrupta”.  “Señor Z: de manera muy respetuosa, quiero decirle que es usted un traficante de influencias y un malandrín”.  “Señora W: con el mayor respeto del mundo debo decirle que es usted una criminal por concepto de cohecho, peculado y prevaricato”.  “Señor V: es usted (sea esto dicho con todo respeto) un insolente, pachuco y maleducado”.  ¡Cielo santo: si es así como se tratan “con todo respeto”, cómo será cuando se faltan al respeto!  ¿Por qué no se dejan de circunloquios y se dedican a madrearse y lanzarse unos a otros zapatos, relojes, plumas, anteojos, laptops, como los rufianes pertenecientes a barras antagónicas en un partido de fútbol?

 

Nuestra actual Asamblea Legislativa es un zoológico, un Arca de Noé en la que podemos encontrar los más insólitos, disímiles, desopilantes animalitos.  Abundan los reptiles, los escualos, las pirañas, los demonios de Tasmania, los dragones de Komodo, los monstruos de Gila, e incluso uno que otro tiranosaurio rex, triste pero peligroso remanente del período jurásico.  Del Poder Judicial ya he hablado en reiteradas ocasiones, y sin duda volveré a hacerlo.  Por lo que al Ejecutivo atañe, ahí no hay más que un mísero ornitorrinco, que se las da de macho alfa, e impone el ritmo al que bailan, en actitud genuflecta, sus oficiosos y obsecuentes corifeos.

 

 

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