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La embriaguez del pensamiento

Texto para no estar de acuerdo


Jacques Sagot





Solo creo en el amor por uno mismo, y como esto no es amor, pues ha de ser que no creo en el amor, punto.  Al diablo con Fromm y su Arte de amar (“hay que saber amarse a sí mismo para poder amar a los demás”): el amor no existe, sea el que nos prodigamos a nosotros mismos o el que pretendemos ofrecerle a los demás.  De hecho, una buena definición biológica del hombre podría ser: único animal de la creación incapaz de amar.  Se dice que los cangrejos no aman, simplemente copulan: ¿con qué derecho lo afirmamos?  ¿No será capaz de ternura, de entrega, de voluptuosidad, de sacrificio, de solidaridad un cangrejo?  ¿Y una cucaracha?  ¿Y una ameba?  ¿No son capaces de sentimientos, los animales?  Veo en el hombre una vocación de crueldad más grande que en el animal.  El gato puede divertirse con el ratón acorralado, pero su “divertirse” no es más que eso: diversión, para él, un juego inocente.  En cambio, el hombre ejerce la crueldad desde la identificación con el dolor de su víctima: se asocia emocionalmente a él, sabe perfectamente lo que el miserable está viviendo, y aun así lo atormenta.  Su diversión consiste en el visible sufrimiento –que entiende perfectamente, no así el gato– de su víctima.  Ningún animal es cruel, malo, perverso.  No puede, por principio, serlo criatura alguna desprovista de juicio ético, de discernimiento entre el bien y el mal, de capacidad de identificación –de comprensión– con el dolor de sus semejantes.  

 

Los animales son naturaleza pura.  El ser humano es, con respecto a la naturaleza, un exceso, una anomalía, una aberración.  De hecho, una forma de contranatura.  Quizás prevista por la naturaleza misma, no lo sé: acaso en su proyecto figuraba crear una especie que la negara y terminara por destruirla.  El ser humanos sería, así pues, el punto de regresión de la naturaleza, el momento en la historia de la evolución en que la naturaleza deviene consciente de sí misma (la inteligencia humana) y capaz de autoaniquilarse.

 

Por definición, el ser humano es una criatura desnaturalizada.  En la economía dolor – placer inherente a la naturaleza, el hombre es, claramente, una disonancia, una ruptura de la armonía, una instancia de desequilibrio, repito la palabra: un exceso.  No particularmente afecto a la naturaleza como era, Baudelaire dijo alguna vez: “Si lo propio del ser humano ha sido desde siempre alejarse de la naturaleza, ¿no sería un hombre tanto más natural cuanto más se haya divorciado de ella?”  Sí, tal parece que la “naturaleza” del hombre consiste en “desnaturalizarse”.  La civilización, la cultura, ¿qué son sino un lento, progresivo, irreversible proceso de distanciamiento del hombre de la naturaleza?  Recordemos a Ortega y Gasset: “El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia”.  ¡Buena cosa: no muchos querrían vivir en el estado de natura de Hobbes, ahí donde “el hombre es el lobo del hombre”!  Si la ley de la naturaleza por antonomasia es la selección natural, la supervivencia del más apto, la depuración de las especies y la perpetuación de los genes del individuo más fuerte y saludable, entonces está claro que la ética cristiana es lo más antinatural que sea dable concebir.  Las Bienaventuranzas reivindican al débil, al enfermo, al sediento, al perseguido, al “pobre de espíritu”, y sus muchos replanteamientos laicos (los Derechos del Hombre y el Ciudadano –1789–, la Declaración Universal de los Derechos Humanos –1948–, los sistemas éticos de Aristóteles, Spinoza, Kant, Lévinas, aun el marxismo –que no hace más que purgar la doctrina cristiana de Dios–) son lo más antinatural que sea posible imaginar.  ¡Magnífico!  La cultura, la civilización no son la segunda naturaleza del hombre: ¡son ya la primera!

 

Ahora bien, ¿es el amor una de sus especificidades antropológicas, parte de su “desnaturalización”? (nadie, en esa universal carnicería que llamamos naturaleza, ama, a menos, claro está, de que aceptemos las efusiones líricas de ciertos poetas, sus prosopopeyas, los antropomorfismos, personificaciones y demás figuras literarias que tan a menudo proponen: “la caricia de la luna”, “la pasión del océano”, “el amor del sol por sus criaturas”).  No: en su incapacidad para el amor, el hombre es perfectamente natural.  Un fauve.  Sí, el “homo, homini lupus”.  ¿Hubiera sido necesario crear, siete milenios después de que el Tigris y el Éufrates decidieran inventar la civilización, una Declaración Universal de los Derechos Humanos, si el amor fuese un impulso natural entre los hombres?  ¿Sería imprescindible normar, pautar, proclamar, reforzar aquello que se experimenta espontáneamente, y más aún, castigar con toda severidad los casos en que tal propensión “natural” se incumpla?  La noción de los Derechos Humanos es, como institución, la cosa más antinatural del mundo.  De nuevo, en la naturaleza el único principio operativo es la sobrevivencia del más apto, y la lucha por la perpetuación de los propios genes.  Nada más.  No es piadosa, la naturaleza, con los débiles, los enfermos, los discapacitados, los especímenes físicamente disminuidos.  Esos infelices están marcados para la tala como individuos, para la extinción como especies.  Madrastra más que madre, la naturaleza.

 

La ley es solo necesaria cuando es preciso violentar la naturaleza humana.  No necesitamos promulgar leyes para reforzar aquello que se experimenta como inclinación natural (Rousseau), como clinamen (Lucrecio).  Por eso inventamos la moral: “Actúa con tu prójimo como si lo amaras” (sé con él respetuoso, dile buenos días al topártelo en el ascensor, no saquees su casa, no desees a su esposa, ayúdalo a tomar un taxi si ese día está enfermo, llévale un regalo de pascua), pero la palabra clave es aquí el adverbio “como”.  ¡“Como”, sí, es decir: ámalo “de mentirillas”, pretende, finge amarlo, actúa tal cual si lo amases, aun cuando él, como tú, sepan que todo esto es una pequeña e inocua farsa!  Porque si efectivamente lo amásemos, no sería preciso acatar la normativa de la moral: cualquiera es ético, generoso, benevolente, compasivo y solidario con quien ama: en esos casos resulta superfluo imponer regla alguna.  La moral deviene perentoria para la convivencia precisamente en la medida en que el amor por el prójimo no es cosa “natural” (acaso ni siquiera deseable, más aún: francamente imposible).  ¿Quién puede amar a todo el mundo?  ¿La Madre Teresa de Calcuta?  Permítanme dudarlo seriamente.  En primer lugar, porque tal pretensión sería aporética: el amor es, por su naturaleza misma, exclusivo: quien ama a todo el mundo no ama a nadie: de eso podemos estar seguros.  La moral es, así pues, un sucedáneo del amor, una pequeña pantomima que debemos representar consuetudinariamente.  Un sainete harto civilizado –y civilizador–, no lo dudo, pero sainete al fin.  ¿Hipocresía?  Si se quiere, sí.  Pero necesaria.  

 

Donde hay amor, sobra la moral.  Las sociedades que más fanática y férreamente vigilan sus “principios morales” son aquellas menos capaces de amor natural.  La solidez de los diques de contención debe darnos siempre una idea de la fuerza devastadora del caudal que encauzan y “disciplinan”.  Los rigorismos extremos delatan megatones de agresividad potencial que, de ser liberada, asolaría todo a su alrededor.  Debemos desconfiar, por principio, de la gente inflexible, moralmente rígida, de los puritanos, de los espíritus recoletos, de los grandes inquisidores, de los Torquemadas contemporáneos, de los señores o señoras que caminan con las nalgas demasiado apretadas: no serían tan severos con los demás si sus propios demonios no fuesen inconmensurables.  Así que no: el amor es todo menos natural: ¿la prueba?  La forja milenaria –parto dolorosísimo– de eso que llamamos “moral”, cuyo propósito es, en última instancia, impedir que nos aniquilemos los unos a los otros.  La moral es indispensable en la justa medida en que el amor no rige nuestras relaciones interpersonales.  Aquel o aquella que ama (pero tiene que ser amor verdadero), no necesita la policial normativa de la moral.

     

“Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mateo, 22, 37).  ¿Qué clase de mandato es este?  Si yo me amo a mí mismo de manera aberrante, enfermiza, autodestructiva, mórbida, ¿por qué habría de infligirle análogo tormento al prójimo?  “Amarás a Dios sobre todas las cosas” –nos invita cortésmente el Primer Mandamiento–.  ¡Habría que estar loco para hacerlo!  Allons, soyons sérieux!  ¿Quién va a amar a Dios –un señor inescrutable, invisible, intocable, inimaginable, incomunicable, indescifrable, incognoscible– más que a sus propios hijos?  It is an unreasonable demand! Más aún: resulta imposible amarlo por encima de nuestra mascota favorita, de la melodía, el poema, o los chocolates más próximos a nuestro corazón.  El sacrificio del primogénito que Dios ordena a Abraham (Isaac en el Génesis, Ismael en el Islam), defendido por Kierkegaard de todas las maneras imaginables como el “salto de fe” por excelencia (en Timor et Tremor, Abraham es ungido “el caballero de la fe infinita”) no es más que un acto incalificable de sadismo y crueldad, una de las mil aberraciones que constituyen ese monstruoso compendio de la abyección que llamamos el Antiguo Testamento (holocaustos, degollinas, incesto, parricidio, fratricidio, filicidio, genocidio, endogamia, traición, venganza, pestes, flagelos, abuso sexual de menores, trata de niños, profetas iracundos y amenazadores, mujeres de lengua bífida: Eva, Dalila, Atalía, Salomé: tentadoras, corruptoras, delatoras, tiránicas, decapitadoras, reyes crudelísimos, déspotas incalificables, soberanos belicosos y sanguinarios).  ¡Qué corto se queda Borges, con su Historia Universal de la Infamia!  

       

La única instancia en que el amor es posible en la especie humana es en el vínculo que une una madre a su hijo.  No sé: era necesario, supongo, que el amor fuese, en algún lugar de su dinámica convivencial, posible, y la raza no se extinguiese en una masacre sin fin.  Fuera del amor madre – hijo (resorte imprescindible de la sobrevivencia), el hombre es, tal cual lo describe el estado de natura de Hobbes, perverso, egoísta, malvado, primitivo, ambicioso, territorial.  No es antropológicamente bueno, según el modelo de Rousseau.  Es naturalmente malvado.  La codicia, la territorialidad, el belicismo, la ambición, la voluntad de sojuzgamiento –¡no el amor!– son sus rasgos antropológicos definitorios.  El amor, por el contrario, no es de orden antropológico: es un constructo cultural, y como toda construcción, puede ser deconstruida cuando la situación lo amerite.  Una vez más –y no será la última– vuelvo a la frase de Julia Kristeva: “Comparado al amor que une a una madre con su hijo, cualquier otra forma de afecto humano resulta un mero simulacro”.  No faltarán quienes la consideren excesiva, acaso injusta.  A mí me parece perfectamente correcta.

 

Nada podría ser menos “natural” que el amor, o sus sucedáneos cosméticos: la “moral” y la “cortesía”, simulacros harto saludables para la convivencia, pero simulacros al fin.  El hombre no “nace bueno y la sociedad lo corrompe”.  Rousseau se equivoca: uno de los más bellos errores filosóficos de que se guarda memoria, pero error al fin.  El hombre no nace ni bueno ni malo, porque la naturaleza no es ni lo uno ni lo otro: es éticamente neutra.  “Bueno” o “malo” solo podría serlo una criatura capaz de sindéresis, de discernimiento ético.  “Bondad” y “maldad” son, de manera antonomástica, construcciones culturales (aun cuando quepa hablar de una sensibilidad, de una capacidad para deslindar lo bueno de lo malo –con las divergencias de discernimiento que cada cultura supone– que opera naturalmente en la criatura humana).  Por lo demás, no tienen nada que ver con la naturaleza.  De nuevo, surgen con el ser humano, en ese punto de inflexión en que, a través de la civilización, la naturaleza crea –paradójicamente– la contranatura, la conciencia de sí misma, y merced a ella, pone en marcha su proceso de autotransformación o de autoaniquilación.

 

Cuando se aduce, por ejemplo, que la homosexualidad es condenable por cuanto “antinatural”, no puedo menos que reír: ¡tampoco son naturales la compasión, la solidaridad, la caridad, la decencia!  Si la naturaleza –la prevalencia del depredador– no puede ser invocada como paradigma, como modelo ético en materia de convivencia, ¿por qué sí habría de serlo en el terreno de la conducta sexual?  ¿Qué se supone que debemos hacer, entonces?  ¿Ver Animal Planet, para enterarnos qué cosas nos permiten –o nos prohíben– hacer los animalitos con su ejemplo?  ¿Emularlos en todo punto?  La felación y el cunnilingus, ¿serán prácticas naturales?  Pues no sé: vayamos a preguntarle al dragón de Komodo, al bisonte americano, al ornitorrinco australiano qué piensan al respecto.  Imitemos los ritos de apareamiento de los cocodrilos, y las posiciones copulatorias de los babuinos de Borneo.  No podemos fundar un modelo ético inspirado en la naturaleza: ella no puede ser nuestra maestra, nuestra referencia absoluta.  A fortiori, tampoco podemos “consultarla” a cada momento para determinar qué es sexualmente “normal” (lo que se pliega a una norma).  Por lo demás, el homosexualismo existe en la naturaleza: mil quinientas especies animales lo practican, desde los grandes primates hasta los parásitos intestinales, pasando por aves, mamíferos, peces, insectos y reptiles.  Alguien podría, por supuesto, alegar: ¿no valemos nosotros más que un parásito intestinal?  ¿“Valer”?  De eso no estoy seguro.  Pero una cosa, por lo menos, es evidente: somos diferentes: that much can be said.  Empero, ese no es el punto.  El punto es que, si no podemos tomar a la naturaleza como modelo ético, tampoco tenemos por qué hacer de ella el referente para elaborar una normativa de la conducta sexual.  ¡Animales homosexuales!  ¡Tal parece que la Maestra también pifia, falla notas, tuerce de vez en cuando sus renglones!  Si la homosexualidad es una patología, una degenerescencia, de ello se seguiría que la naturaleza es falible, perversa, unreliable.  Invocar la naturaleza para condenar la homosexualidad supone incurrir justamente en lo que Moore llamaba a naturalistic fallacy, esto es, la falacia ad naturam.

 

Dejando por fuera los ecocidios, la devastación del planeta –práctica obviamente reprensible por la que estamos ya pagando las consecuencias– la aventura humana sobre la tierra ha consistido en un largo y saludable proceso de emancipación de la naturaleza.  Estamos en la misma curva –en la misma cuesta– que el mono, sí, ¡pero en la parte ascendente de la línea!  ¿Por qué habrían de sorprendernos nuestros genocidios, nuestra tortura, nuestras bombas atómicas?  ¿No descendemos, después de todo, de simios caníbales, feroces y territoriales?  El milagro, lo pasmoso, lo que debería maravillarnos son nuestra Novena Sinfonía, nuestro Quijote, nuestro Taj Mahal, nuestra Declaración Universal de los Derechos Humanos, aun cuando sea aún más proyecto que realidad (potencia y no acto –hubiera dicho Aristóteles–), y nos haya tomado siete milenios llegar a una plataforma básica de normas convivenciales que nos prohíben darle al prójimo un mazazo en la cabeza cada vez que discrepamos de él en algún punto.  ¿Estaba tal autonegación prevista en el proyecto de la naturaleza –pues todo proceso evolutivo, a su manera lo es–?  No lo sé: la última vez que me senté con Ella a tomar café no tocamos el punto, pero en nuestra próxima conversación prometo preguntárselo. Sucede que la señora de marras no es, precisamente, muy locuaz. Los mantendré informados.

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