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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 26 mar

“Soy la Vida: encantada de conocerlo”


Jacques Sagot





Una gran iniciación.  Mi primera salida de casa para visitar a un amigo.  Adrián Cartín: en las antípodas de lo que yo significaba en la clase.  Hiperactivo, indisciplinado, charlatán, afecto de lo que hoy sin duda sería diagnosticado como un trastorno por déficit de atención, cero en conducta, cero en matemáticas, cero en ortografía, cero en educación física, cero en todo.  Reprobado todos los años.  Daubercy, profesor de biología, lo sacaba del aula tan pronto entraba a la clase: “Cartín: dehors!” Así no más.  Automáticamente.  Antes aún de su primera travesura.  El payaso de la clase.  Pero ya me estoy adelantando.  Hablo del primer grado de la escuela: seis años de edad.  Mi Papá tomó la invitación con toda formalidad.  Parte de mi formación integral.  Mi primera visita social.  Un sábado por la mañana.  La casa de Adrián quedaba allá por Aserrí, cerca del popular balneario “Los juncales” (¿existe todavía?  Asumo que no).  La dirección era algo así como “de “Los juncales” trescientos metros al este y cincuenta al norte” (una de esas cosas que solo se ven en Costa Rica, donde todavía no se ha descubierto el plano cartesiano, con su eje de las abscisas –las avenidas– y las coordenadas –las calles–).  


Yo no quería ir.  Estaba profundamente angustiado.  Jamás había salido solo de mi casa.  No tenía la menor idea de la vida en sociedad.  No tenía amigos, ni primos, ni vecinos… nada más que mi piano y mis libros.  Mi Papá fue el que insistió: mi iniciación en la propedéutica social.  “¿No querés ir?  ¿Estás asustado?  ¡No hombre, pues si nada hay tan bonito como que los compañeros lo inviten a uno a la casa!”  Papá echó mano de toda su sutileza pedagógica.  Voy en el carro.  Contraído el estómago, tal cual me sucede antes de tocar un concierto.  No quiero dejar a mi Papá.  Maldita la hora en que acepté la invitación de Adrián.  En todo el transcurso del camino le voy preguntando: “¿Falta mucho para llegar, Papá?  ¿Verdad que aún falta mucho?”  No quería separarme de él.  Durante largo rato la respuesta fue “sí”, pero cuando se transformó en “ahorita llegamos” mi pavor no conoció límites.  Quería devolverme, no bajarme del carro, no llegar nunca.  Los “sí” estaban amenazados de muerte: tarde o temprano se convertirían en “no”…  Yo trataba de posponer mi angustia para el momento inevitable.  


Y por fin llegamos.  Salió la Mamá a recibirme.  Aquel hueco en el estómago.  Lívido, a punto del llanto, veo a mi Papá irse, dejándome librado a la intemperie.  “Vuelvo por vos a las cinco”.  Me despido de él hasta que el carro se pierde sobre la carretera.  El horror del abandono.  No puedo, simplemente no puedo desprenderme de mi casa y de mis padres.  Todo me da miedo.  Siento ante el abandono un pavor que no es expresable en lengua alguna, viva o muerta.  Adrián me recibe con alguna de sus gracejadas.  Entro a la casa, grande, luminosa, campestre: olor ajeno, colores ajenos, muebles ajenos, administración del espacio ajena, seres ajenos.  ¿Habré llorado?  Creo recordar que no lo hice.  Soy acogido amablemente.  Crispado, inescrutable durante la primera hora.  Pero las cosas tendieron a relajarse, el miedo se fue diluyendo, olvidé a mi Papá, y me puse a jugar con Adrián.  Su casa –más bien una finca– tenía un patio desmesurado, que bajaba hasta un río llamado “Tiribí” –el mismo que alimentaba el balneario de “Los juncales”–.  Es el verano de 1969, y sus aguas son todavía frescas y cristalinas.  Y fue la vista de la colina, el trillo descendente, la alta hierba y su agraz aroma, y sobre todo el rumor del río, los que me liberaron completamente de mi propio miedo.  Yo y los ríos: la fascinación de siempre.  Bajo el sol el Tiribí se deshilachaba entre los pedregales, dejando al descubierto playitas, y formando pozas que invitaban al chapuzón de manera casi inevitable.  No sabiendo aún nadar, debo agradecer a la Providencia que no se me haya ocurrido la idea de tirarme a la poza.  Pero yo no llevaba vestido de baño, y con seguridad el fondo verdinoso del estanque me habrá inspirado miedo.

 

Rubia y translúcida el agua.  Todavía a la sazón limpia, virgen de lo humano.  El agua y yo: el más arcano y oscuro de mis atavismos.  Imposible no interrumpir la narración, para citar esta pequeña maravilla de Juan Ramón Jiménez: “Agua verde y dormida, que no quieres ninguna gloria, que has desdeñado ser fiesta y catarata, que cuando te acarician los ojos de la luna te llenas toda de pensamientos de plata...  Agua limpia y callada del remanso doliente, que has despreciado el brillo del triunfo sonoro, que cuando te penetra el sol dulce y caliente, te llenas toda de pensamientos de oro...  Triste y profunda eres, lo mismo que mi alma; a tu sombra han venido a pensar los dolores, y brotan, en la plácida delicia de tu calma, los más puros ensueños y las más bellas flores…”  ¿No es hermoso?  ¿No valía la pena cederle la palabra al gran Juan Ramón?

 

Esa tarde, en la casa de Adrián, fui poeta.  Sí, tan sensitivo como el autor de Platero y yo.  Ahora me doy cuenta de ello.  Mi agua llena de “pensamientos de oro”.  Salté entre las piedras, me embarrialé los zapatos, nos pusimos a pescar pejesapos, y luego el deleite de la gratuidad pura: tomar una piedra y tirarla al río, así porque sí, sin tener que darle a nadie explicaciones por el gesto.  Un río, una piedra y una mano son cosas hechas para buscarse las unas a las otras.  ¿Cuántas piedras, piedrotas o piedrezuelas habré tirado ese día?  Miles, y Adrián otro tanto.  Jugábamos a “sacar viejitas”, haciendo que la piedra leve, alargada, botara y rebotara varias veces sobre la superficie antes de hundirse.  Bombardeábamos un coco que pasaba flotando en la lejanía.  El rumor monocorde del río, las salpicaduras de agua en la cara, las olitas y los círculos concéntricos que venían a morir a nuestros pies, el frescor y la luz de la tarde.  ¡Ah, cuán feliz fui!  Tan pronto había olido la presencia de un río cercano se habían derretido todos mis temores, olvidé a mi Papá: hacia el final de la tarde deseaba, antes bien, que no llegara a recogerme.  

 

En un momento dado descubro dos cuerpos desnudos retozando en el agua.  Nadan, se persiguen, flotan; por fin, cansados, se acuestan abrazados a tomar el sol.  Me aproximo a ellos movido por infinita perplejidad.  “No, no, dejalos, no los volvás a ver” –me conmina Adrián, al parecer ya acostumbrado a este tipo de incidentes–.  Pero esos cuerpos –hombre y mujer– me marcaron para siempre.  Su libertad.  Altivos, saludables, cuerpos húmedos de río y de amor.  Así, con tal naturalidad.  Nosotros no existíamos, el mundo no existía para ellos.  Solo existía el rumor del río, el sol sobre su piel, las gotitas que resbalan por la espalda y van a perderse en la arena.  Ella más blanca que él.  Jamás había visto a una mujer desnuda.  Fue la reedición del mito de Adán y Eva… donde ella era la regente del sol, de la tarde, del río, del canto de los pájaros, de la música de cámara que el campo siempre nos propone, aún cuando nuestros oídos indiferentes suelen no gozar de ella.  Desnudo su cuerpo, y desnuda también su alma: en ella leía beatitud, venturanza, serenidad, luz, la divina lasitud que sucede a las tectónicas convulsiones desatadas por el placer.

 

Al languidecer el sol remontamos el sendero y volvimos a la casa.  Nos encerramos en el cuarto de Adrián y comenzamos a hacer muecas ante el espejo, las más inimaginables contorsiones de los músculos faciales.  Con cada mueca iba asociada una forma burlesca de hablar.  Adrián las aprendió rápido, pero yo, en un gesto que me prefiguraba entero, le rogué que no las repitiera ante la clase, y que de hacerlo no me revelara como el autor de aquella especie de Commedia de´ll Arte criolla. Muecas he visto muchas, ¡pero ninguna como las que esa tarde improvisamos!  Cuando creíamos haber alcanzado el summun de lo grotesco, él o yo encontrábamos alguna torsión posible que las hacía aún más extravagantes.  Plastilina humana.  El rostro humano tiene 43 músculos: ni uno solo dejó de ser activado esa tarde.  Adrián, el inquieto, el gesticulante, el virtuoso de las muecas, aprendía de mí, el más insospechado de sus profesores.

 

A fin de cuentas, mi Papá no vino a recogerme.  Fue la mamá de Adrián quien se ofreció a devolverme, en estado de salud prístino, a mi casa.  Ya la lluvia había oscurecido el firmamento.  “El cielo ha muerto” (Mallarmé). Llegué a mi casa perfectamente embarrialado, y con el pelo lleno de cuchillitos de porós y pétalos de azaleas: ¡por poco hubiérase dicho una deidad griega! Llevé a Adrián a mi cuarto de juguetes, traté de interesarlo en algunas cosas, pero en materia de espacios abiertos, de naturaleza –¡de ríos!– mi casa no tenía nada que ofrecerle.  Pareció perfectamente indiferente ante mi patio –grises los muros, gris la lluvia– que sin duda se le habrá antojado insignificante y constrictivo.  Es que el patio de Adrián no tenía muros, no tenía límites, era el potrero, la colina, la naturaleza y el río.  Le propuse que “cambiáramos” de patios: que en virtud de cierto acuerdo legal al que mis padres llegarían, tendría yo acceso irrestricto al suyo, y él al mío.  Lo planteé seriamente: no estaba bromeando.  Pero si mi canje no tuvo efecto legal alguno, sí volví varias veces al paraíso de Adrián, y –con menor frecuencia– él a mi casa.  Con el tiempo llegamos a ser entrañables amigos, pese a que yo seguí mi destino de vasija etrusca suspensa bajo una campana de cristal y rodeada por un cordón de seguridad en el Museo del Louvre, y él, en cambio, devino la imagen misma del bad boy. ¡Pero un glorioso, rebelde, contestatario bad boy!  

 

Esa tarde de sol en su casa, el hondo “chupulún” de las piedras que caían en la poza, el agua rota al borde del río, los amantes extenuados por la pasión, dichosas marionetas de su sangre y su deseo, la colina, las frambuesas, los mozotes, la pequeña ópera que habían concertado los turpiales, cuclillos, jabirús y pájaros campana… era un mundo nuevo, inédito, virgen para mí.  


Excepcionalmente, la aventura no me ocasionó lesión alguna relacionada a la hemofilia –hasta en eso fue un día bendito, providencial–.  Por todo ello, gracias, Adrián, gracias hasta el fin de mis días.

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