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La embriaguez del pensamiento

Cubitos de hielo


Jacques Sagot




Esto puede parecer una locura, y seguramente lo es.  Cuando saco del congelador los cubitos de hielo en su molde plástico, y los hago caer en el lavabo, no puedo resistir verlos derretirse.  Uso los que necesito, y reintegro a sus casillas los que se quedaron por fuera, ansiosamente, antes de verlos deshacerse.  No sé… esa metáfora de la vejez y de la muerte me perturba.  Llego a sentir compasión por mis cubitos, y los rescato con premura y angustia.  Imagino que son seres vivos, seres sensibles…  “Un espíritu abre los párpados bajo la corteza de las piedras, la muda materia tiene un alma, todo es sensible… y todo sobre ti tiene señorío”—intuyó Gérard de Nerval—.  ¡Debo salvar mis cubitos, me necesitan, y no hay tiempo que perder…!  Imagino que imploran mi ayuda.  Pretendo ignorar tan extravagante imagen durante algunos segundos, quizás minutos… pero invariablemente sucumbo a su llamado (¿a mi desvarío?)  Alguna vez compartí, mientras preparábamos la cena, esta inquietud con una querida amiga, y escritora de hondo calado: Carmen Naranjo.  Oyó mi ocurrencia un tanto asombrada, y luego se apresuró a reintegrar los cubitos a sus contenedores.  “¿Sabés qué?  Tenés razón. Esto resulta perturbador”.  Siempre me conmovió la naturalidad con que comprendió y compartió mi sentir.    La locura, tal parece, es contagiosa, y entre escritores pareciese operar como un lenguaje común.  Era a la sazón una mujer que pasaba ya los ochenta años.  Murió el 4 de enero del año 2012.  Yo estaba a ocho mil quinientos kilómetros de distancia.  La noticia me llegó cuando ya su sombra vagaba melancólica bajo el follaje de los enormes árboles de su finca, allá en la montaña.  Los cubitos se habían por fin derretido.  Se habían derretido, y nada había yo podido hacer esta vez por rescatarlos.  Yo, el socorrista de cubitos de hielo por vocación profunda.  La delicuescencia, la delicuescencia… algunos seres de excepción deberían estar eximidos del suplicio de ver sus carnes deshacerse en el ocaso de una vejez sin gloria y sin lágrimas.  Para ti, dulce amiga, esta reminiscencia.  Va aromada del humus profundo de mi alma, y vuela hacia la tuya con el instinto certero de las aves migratorias.  Carmen, no la de Bizet, sino la mía, la Carmen generosa, solidaria, leal, la mujer que hizo de la vida un arte, y del arte la sustancia misma de su vida.  Una vasta comarca de mi corazón te pertenece a ti, solo a ti.  Ahí sigues viva, ahí nada tienes que temer, ahí puedes acurrucarte como en la más tibia y acogedora de las posadas.  Soy tu morada: habítame.  

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