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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 26 feb

Tartufo y Hitler: un casorio infernal


Jacques Sagot



 Me hechizó desde el primer momento en que lo vi.  Un comediante, un actor con magia, dotado abundantemente de la trinidad que García Lorca juzgaba imprescindible en un artista: “musa”, “ángel” y “duende”.  Me refiero a Pee-wee Herman, creación del actor Paul Reubens.  Lo descubrí en el que fue el primer largometraje de un director a mi juicio genial: Tim Burton.  La película es hoy en día un clásico, “a cult movie”: “Pee-wee´s Big Adventure”, de 1985.  El personaje es original, inusitado, sensacional: interpela a los niños como a los adultos, y pone en evidencia un conocimiento profundo del mundo infantil.  La película es una obra maestra: humorística, aterradora sin perversidad, llena de suspense, encantadora, con un protagonista que enamoraría a cualquiera, especie de marionetita, de arlequín contemporáneo, un “niño grande”, moviéndose en un universo de fantasía, donde el extravío de una simple bicicleta roja genera un caos psíquico: es cosa que solo los niños –o los adultos que han permanecido en contacto con su niñez– pueden entender.  Una película que se ve con una constante sonrisa estampada en el rostro, y los ojos desmesuradamente abiertos, en estado de “émerveillement”. 

   

La noche del viernes 26 de julio de 1991, en Sarasota, Florida, ciudad de su residencia, el actor Paul Reubens, en el pináculo de la fama, entró a un cine porno (XXX South Trail Cinema) que presentaba tres películas por el precio de una: “Catalina Five-O Tiger Shark”, “Nurse Nancy” y “Turn Up the Heat”.  Nada se trae abajo a una estrella de cine tan expeditivamente como un bien orquestado escándalo sexual: es cosa que ya sabemos.  Alertados por el vendedor de tiquetes, al teatro llegaron cuatro inspectores policiales vestidos de civiles.  Encontraron a tres hombres que se masturbaban públicamente, en la oscuridad del recinto, mientras las imágenes desfilaban sobre la pantalla.  Uno de ellos era Paul Reubens.  Tenía a la sazón treinta y ocho años de edad.  Ostracismo, desaparición de la esfera pública, desgracia y la permanente ignominia de la cultura pop parecían asegurados.  Los tres hombres fueron arrestados y culpados por violar el estatuto 800.03: “Exposición de órganos sexuales”.  Sí, lo que se conoce como “Indecent Exposure”.  El detective William Walters pretendió que se había limitado a hacer su trabajo y no había ido al lugar con el propósito deliberado de emboscar a Paul Reubens in fraganti.  Este nobilísimo paladín de la justicia y súper-héroe moral declaró haber visto al actor masturbarse a las 8:25 y, de nuevo, a las 8:35 pm.  Reubens fue puesto bajo arresto.  


Según el reporte policial, Ruebens, hablando bajo para no ser identificado por todo el mundo, confesó ser Pee-wee Herman, y le ofreció al sheriff un espectáculo gratuito a beneficio de los niños de la ciudad si los cargos eran retirados.  Era una forma de soborno.  Un reportero local descubrió el nombre de Reubens en la hoja de arrestos a la mañana siguiente, y en cuestión de horas la maquinaria del escándalo comenzó a rugir con toda su fuerza.  “La machine infernale” –la hubiera llamado Jean Cocteau–.  La noticia eclipsó, en la primera página de los periódicos, la reunión cumbre de Moscú.  El mortificado actor fue liberado tres días después de su detención, el 29 de julio, tras firmar una declaración en la que aseguraba no haber expuesto sus partes íntimas ni haberse involucrado en ninguna actividad impropia.  Luego se encerró en su casa hasta el 9 de agosto, día de su juicio.  De ser encontrado culpable, se enfrentaría a un año en la cárcel y una multa de mil dólares.   La reacción del público fue inmediata.  Los chistes y bromas en torno al ahora desgraciado actor brotaban de Wall Street a una velocidad vertiginosa, mientras los psicólogos de todo el país consideraban cuál sería la manera menos traumática de informar a los niños de lo sucedido.  El psicólogo infantil de Montreal Jeffrey Derevensky dijo que los niños debían entender que Pee-wee era un adulto (cosa ya harto problemática, toda vez que el personaje jugaba precisamente con la ambigüedad niño-adulto), y que aunque podía encarnar el papel de un niño en la pantalla, estaba interesado en “cosas de adultos” (por las heridas de Cristo, ¿no son los niños criaturas sexuadas, deseantes y sensuales como las que más?)  Y el intento de control del daño hizo más daño que la transgresión misma.  El 29 de julio, CBS anunció que cancelaría los cinco números restantes de la serie Pee-wee´s Playhouse.  Ese mismo día los estudios Disney MGM en Florida suspendieron la parte del tour en la que Pee-wee explicaba cómo se doblaban las películas.  El 30 de julio, Toys-R-us removió de sus estantes todos los juguetes asociados a la franquicia Pee-wee Herman. 

 

 Algunas celebridades salieron en defensa del actor, de manera notoria –hélas!– Bill Cosby, pronto acusado por toda suerte de gravísimas ofensas sexuales.  Como reza el título de una vieja película mexicana: “No me ayudes, compadre”.  Cosby declaró que “cualquiera que sea el error que Reubens cometió, el asunto había sido inflado fuera de toda proporción”.  Cierto, pero la prensa y la media en general son inmisericordes con este tipo de casos: hablamos de animales carroñeros, buitres y hienas de la información, y no tendrán el menor escrúpulo en acabar con la carrera de un actor o actriz si ello les permite vender tabloides.  Otra figura que se pronunció al respecto fue su amiga de toda la vida Cindy Lauper (cuya voz se oía en la serie televisiva “Pee-wee´s Playhouse”).  Lauper dijo que el evento no había dejado víctimas, y que por lo tanto convenía olvidarlo.  Reubens fue apoyado por muchos de sus fans, y un editorial del “New York Times” salió en su defensa.  Pero ya el destino del actor estaba sellado.


Durante toda la década de los noventa Paul Reubens desapareció de los radares, y no fue sino hasta bien entrado el nuevo milenio que volvió a encarnar, con éxito apenas tibio, a su alter ego, Pee-wee Herman.  Ya no era lo mismo.  Su rostro había perdido la frescura que alguna vez le permitió representar ese personaje híbrido de adulto - niño que lo hiciera célebre.  En el balance general, no hay duda de que su carrera fue truncada, malograda, abortada en el mejor momento de su vida.  Era un artista cuya luz, como las estrellas extintas, viajaba aún hacia nosotros, pálida y desvaída, millones de años después de su muerte térmica.  A los setenta años, después de una larguísima batalla contra el cáncer, murió en Los Ángeles, el 30 de julio de 2023.  Ya le habían tronchado el alma, ya le habían amputado la alegría de vivir, ya lo habían secado, agostado, lentamente estrangulado.  Dejó una nota: “Acepten mis disculpas por no hacer pública la enfermedad que he enfrentado en los últimos seis años.  Siempre he sentido el gran amor y respeto de mis amigos y seguidores.  Los he querido mucho a todos, y he disfrutado inmensamente haciendo arte para ustedes”.


Mientras Reubens producía su serie televisiva “Pee-wee´s Playhouse”, procuró siempre transmitir los mejores valores: siendo un fumador empedernido se mantuvo lejos de los cigarros, desaconsejó a los niños el consumo de junk food, disertó sobre los diferentes grupos de alimentos y la importancia de cultivar una nutrición balanceada, y eliminó completamente del programa los elementos cuestionables que alguna vez tuvo (por ejemplo, la travesura consistente en ponerle espejos a los zapatos de las muchachas).  En suma, Reubens blanqueó y adecentó tanto el programa como fue posible.  Y ahora, una mala noche decide entrar a un cine porno, sucumbe a la tentación de masturbarse, y su carrera y su vida están hechas añicos.


Me formulo las mismas preguntas que he planteado en anteriores textos: ¿qué oscura fuerza autodestructiva puede impeler a un hombre a poner en riesgo su buen nombre y su distinguidísima carrera?  ¿A qué bueno jugar con fuego?  ¿Por qué tomarse tales riesgos?  El caso de Reubens es infinitamente más grave que los de Hugh Grant, Tiger Woods, Bill Cosby, o Rock Hudson, toda vez que nuestro actor era un ícono infantil, un formador de valores, un personaje orientado directamente a los niños: era comprensible que el medio se ensañara particularmente con él.  A un “entertainer” especializado en espectáculos de niños debe exigírsele, en los Estados Unidos, una vida de santo laico, de asceta y penitente eterno.  ¿Pueden ustedes siquiera visualizar al encantador Mr. Rogers (el dulce y paternal protagonista de “Mister Rogers´ Neighborhood”) masturbándose como un mandril en un siniestro cine porno?  Pero lo que yo juzgo es su imprudencia, su death wish, su coqueteo con el peligro, no el peso ético de su acto, que me parece perfectamente honorable.  Los cines porno existen para que la gente se masturbe, in situ o a posteriori : poco importa.  No pretendo que deban ser declarados instituciones benéficas y patrimoniales, pero tampoco convoco al Tribunal del Oficio de la Santa Inquisición, presidido por Bernardo Gui, Pedro de Arbués, Tomás de Torquemada y Girolamo Savonarola, para que oficien un auto de fe y quemen a los herejes con leña verde, mientras farfullan el “Malleus maleficarum”.  No, no, no: nada de eso haría.  La sexualidad forma parte del sanctasantórum de un ser humano, de esa burbujita de intimidad y secreto que es inherente a todo hombre o mujer.


Por otra parte, la media se comportó como lo que es: una saqueadora de cadáveres, un vampiro, un animal que vive parasitariamente de las calamidades de los héroes que crea para luego gozar demoliéndolos.  Es un ente profundamente perverso, egoísta, oportunista y carente de así no fuese más que una molécula de integridad ética, de nobleza o de misericordia.  Es lo más sucio que al día de hoy tiene la sociedad estadounidense, y la gangrena social que representa tiende, por supuesto, a extenderse sobre la totalidad del planeta.  El escándalo sexual es un fenómeno inventado y patentado por los Estados Unidos de Norteamérica.  Es una de sus “grandes contribuciones” a la cultura mundial, uno de sus principales “productos de exportación”.  Reposa sobra la hipocresía, se reviste de pomposidad moral y de tartufismo de la peor estofa.  A esto aúna además la dictatorial inclemencia de Hitler.  La imprudencia de Reubens es un error eminentemente humano.  El encarnizamento de la media no lo es: es una conducta subhumana, vil y mercenaria.  Vale más un parásito intestinal que esos jueces tonantes que desde sus mediáticos podios condenan a la gente, emiten sentencias de muerte, y destruyen vidas humanas.

 

 En Francia, donde nadie anda metiéndose en la vida íntima de los demás, y la privacidad es un valor inmensamente apreciado, nada de esto hubiese pasado.  En Inglaterra, por el contrario –y en esto la Pérfida Albión revela su nexo de consanguinidad con los Estados Unidos– el puritanismo, el rigorismo anglicano al tiempo que protestante son capaces de demoler cualquier reputación.  Si Oscar Wilde hubiese vivido en París –adonde finalmente fue a morir, solo, arruinado y desacreditado– los juicios en que el marqués de Queensberry lo lapidó públicamente jamás hubieran tenido un efecto tan devastador sobre su vida y su carrera.  Execro –el verbo no es excesivo– la moralina propia de estas tartufescas naciones.  Su “self-righteousness”, su actitud “sanctimonious”  y “preachy”, su pomposidad “ética”.  Los estadounidenses y los ingleses exigen de sus figuras públicas nothing short of sainthood.  Y para citar a Shakespeare, "escriben las virtudes de los hombres sobre el agua, mientras que graban sobre el bronce sus defectos".&  Un paso en falso bastó para traerse abajo a un artista cuyo mensaje para la niñez era constructivo y reconfortante.  


 Reubens no era un hipócrita, o un hombre de doble moral.  Sucede, simplemente, que en la vida de los seres humanos existen dos dimensiones: la pública y la privada –y más aún, la íntima–.  Es un deslinde que Montaigne señala ya en sus Ensayos de 1580.  No es lícito exigirle a un hombre perfecta continuidad y unidad entre ambos niveles de su existencia.  Esto sería un acto de violencia e intromisión, un gesto impositivo e inquisitorial.  ¿La “coherencia”?  Señores, señoras: la coherencia no prueba la verdad de una vida, lo coherente no es siempre correcto (Hitler fue admirablemente coherente en su gestión sobre el mundo), y lo incoherente no es siempre perverso y repudiable.  La sociedad está llena de abyectas “coherencias”, y perfectamente humanas y aceptables “incoherencias”.  Antes bien, la excesiva coherencia suscita mi desconfianza.  El ser humano es un inextricable tejido de contradicciones: es una “donnée” antropológica con la que es necesario aprender a vivir: “il faut faire avec”.   A nadie se le debe exigir inmaculada coherencia entre su vida pública y su vida privada.  Todo esto apesta a hipocresía, a gazmoñería provinciana y, sobre todo, a un desconocimiento abismal de la criatura humana.  ¿Doble discurso?  Habría sido el caso de ser Reubens un tele-evangelista de pacotilla, ¡pero no era más que un actor: un magnífico, excelso, originalísimo histrión, el creador de un personaje –Pee wee Herman– en la línea del sublime Bip de Marcel Marceau!  Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Liszt, Brahms, Bizet contrataban los servicios de prostitutas: ¿debemos prohibir para siempre la audición de su música, quemar las grabaciones que de ella existan y arrojar al pozo de Demócrito las partituras que las cifran?.


  Por otra parte, todos cultivamos el doble, triple o cuádruple discurso; todos tenemos nuestro coeficiente de esquizofrenia; todos llevamos dentro una multitud de hombres y mujeres; todos somos poliédricos y heterogéneos; todos representamos diferentes grados de la unitas multiplex: la unidad dentro de la multiplicidad.  Mi querido amigo Rogelio Ramírez publicó recientemente un libro titulado “Poesía contra mojigatos, pusilánimes e hipócritas”.  Jamás mejor dicho.  Jamás mejor denunciado.  Jamás mejor señalado.   


 En última instancia, me acojo al precepto crístico: que arroje la primera piedra quien esté libre de pecado.  Soy intolerante con los intolerantes, fanático contra los fanáticos, talibanesco contra los talibanes, inmisericorde con los inmisericordes, condenatorio con los que condenan.  ¿Que me contradigo?  Como diría Unamuno: “¡Qué bien, pues eso prueba que aún soy humano!”      


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