La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce

- 6 oct
- 7 Min. de lectura
¡No al emparejamiento y la homogeneización!
Jacques Sagot
Hoy, queridos amigos, una reflexión quizás irritante para algunos, pero eminentemente necesaria.
Hay posiciones con las que no solo no concuerdo, sino que me resultan odiosas y de todo punto de vista irritantes. No será la primera ni la última vez que me referiré a ellas. Para despedazarlas. Para exponer todo cuanto en ellas hay de ideológicamente podrido. Para que el mundo sepa la clase de estafa intelectual que significan, y las patéticas carencias que el autor disimula bajo una “nueva” forma de la crítica cultural. Lynn White Jr. es el impostor de turno. Hacia él dirijo mis ojivas nucleares, no solo porque esté equivocado –cela va sans dire–sino por lo self-serving que es, en este caso, su equivocación. Y aprovecharé mi diatriba para, de paso, esbozar mi ideal de vida.
En el fondo, se trata de otra sandez, otra vejación personal, otra proclama de la posmodernidad, la filosofía de la chusma y de los resentidos sociales: “El viejo canon, heredado de los griegos, de la jerarquía de valores, ha sido sustituido por el del espectro de valores, o sea, de la presentación de los valores en un conjunto no estratificado” –dice Lynn White jr–.
Claro, la abolición de jerarquías, el emparejamiento, la poda de todo lo que sobresale, en beneficio de la horizontalidad, la homogeneidad, la “equidad” epistemológica de las ideas -en este caso de la axiología- tenía que sobrevenir después de la instauración del totalitarismo igualitarista de la democracia –y del socialismo, que después de todo no es más que la forma extrema y exorbitada de la democracia–. Era inevitable. Puesto que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley –cosa harto loable como concepto civil– y es ahora el pueblo el que gobierna –hecho más que encomiable en el ámbito político–, todos los valores (religiosos, éticos, estéticos, científicos, políticos), que después de todo fueron creados por sociedades altamente jerarquizadas, tienen también que ser declarados, por decreto de este viejo demagogo, “ciudadanos” rasos en la república de las ideas. Sí, sí, cómo no. La teoría favorita de los mediocres. La episteme (Foucault) predilecto del populacho, que ahora lo exige sin siquiera entenderlo, como si fuese algo natural (¿natural? ¿Qué hay de natural en esta arbitraria afirmación?)
No voy a caer, para defender mi punto, en la necedad de invocar la “jerarquía” biológica (la cadena alimentaria, ustedes saben: el león, “rey de la selva”, se come a la hiena, el carroñero que hurga en el bote de la basura los restos del banquete real). Me refiero a que la naturaleza, siendo éticamente neutra, no es ni jerárquica ni democrática. Es, y punto. Utilizarla como paradigma de cualquier forma de organización social –“todos los animalitos son iguales ante Dios”; “los más poderosos son malos, los más chiquititos e inofensivos son buenos”; “hay que reorganizar el Serengueti para crear un equilibrio en el que los depredadores no se impongan sobre la mermada población de los herbívoros de la planicie”– es una imbecilidad (no como práctica, sino como metáfora social), y una muestra del más aberrante antropocentrismo.
Pero, ¿para qué intentar balbucir aquí lo que Ortega y Gasset ha formulado mejor que nadie en su ensayo “Democracia Morbosa?” No le cedamos la palabra: dejemos que él la tome con el gesto y la propiedad de todo aristócrata del espíritu (los subrayados son todos míos).
“Como la democracia es una pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la vida se engendran las mayores extravagancias (…) La democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y la costumbre es el más peligroso morbo que pueda padecer una sociedad (…) Toda interpretación soi-disante democrática de un orden vital que no sea el derecho público es fatalmente plebeyismo (…) Quien se irrita al ver tratados desigualmente a los iguales, pero no se inmuta al ver tratados igualmente a los desiguales, no es demócrata, es plebeyo (…) Si no mira el hombre su obra de democracia tan solo como el primer esfuerzo de la justicia, aquel en que abrimos un ancho margen de equidad dentro de la cual crear una nueva estructura social justa -que sea justa pero que sea estructura- los temperamentos de delicada moralidad maldecirán la democracia y volverán sus corazones al pretérito (…) Vivir es esencialmente, y antes que todo, una estructura: una pésima estructura es mejor que ninguna. (…) A Nietzsche debemos el mecanismo que funciona en la conciencia pública degenerada: le llamó resentimiento. Cuando un hombre se siente inferior por carecer de ciertas cualidades -inteligencia o valor o elegancia- procura indirectamente afirmarse ante su propia vida negando la excelencia de esas cualidades. (…) Es la total inversión de los valores: lo superior, precisamente por serlo, padece una capitis diminutio, y en su lugar triunfa lo inferior. (…) Vivimos rodeados de gentes que no se estiman a sí mismos y casi siempre con razón. Quisieran los tales que a toda costa fuera decretada la igualdad entre los hombres; la igualdad ante la ley no les basta: ambicionan la declaración de que todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura cordial. Cada día que tarda en realizarse esta irrealizable nivelación es una cruel jornada para esas criaturas “resentidas” que se saben fatalmente condenadas a formar la plebe moral e intelectual de nuestra especie. (…) Periodistas, profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos “opinión pública” y “democracia” no es en gran parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas”.
Bueno, ahí tienen ustedes el criterio de uno de los dos más grandes pensadores españoles del siglo XX (el otro es Unamuno, con lo que estoy estableciendo, con indecible placer, una jerarquía valorativa). Es poco lo que se puede decir después de tan lúcido y valiente análisis (¿por qué valiente? Porque con semejante declaración se las zurra Ortega y Gasset con el sector más furibundo, intolerante y totalitario –qué ironía!– de la democracia: los niveladores de la estructura axiológica social).
Pero añadamos algo más: ¿A quiénes se refiere Lynn White jr. al hablar de “los griegos”? ¿Será a los pitagóricos, los presocráticos, los de la Escuela de Elea, los de la Escuela Ateniense, los eclécticos, los atomistas, los sofistas, los cínicos, los epicúreos, los estoicos, los neoplatónicos? Porque no se puede hablar de ellos -con sus divergencias a veces radicales- genérica, indiferenciadamente, como si se tratara de papas fritas. Claro está: es más fácil rebatirlos cuando se les mete a todos en la misma bolsa y se les declara masa homogénea e indiferenciada.
Otra cosa: ¿cuáles son los “valores” que según él se han “espectrado”? ¿Conoce siquiera este viejo la definición filosófica de “valor”, su diversidad, y el hecho de que la jerarquización que él supone abolida ha sido, antes bien, reforzada y rubricada por filósofos como Nietzsche y su discípulo francés Guyau (este último bajo la forma de una estructura de círculos concéntricos que, como la palabra lo implica, se contienen los unos a los otros, sustituyendo la estructura vertical por una estructura de circunferencias)? Cierto que el posmodernismo ha vuelto a nivelarlo todo (¿qué cabía esperar de un movimiento filosófico que, bajo la forma de la más abstrusa complejidad, no hace sino dar expresión conceptual a la sensibilidad canallesca de su época?) Pero hay claros indicios, hoy en día, de que el mundo comienza ya a estar harto de la nivelación en la mediocridad, y vuelve a añorar, en las más diversas áreas del quehacer social, las nociones de excelencia, supremacía y aristocracia (fue la plebe misma la que, desde sus bulliciosas graderías creó los motes -y elijo este ejemplo porque procede precisamente de los “resentidos” y furibundos demoledores de jerarquías- del “Rey Pelé”; el “Kaiser Beckenbauer”; el “Emperador Adriano”; el “Príncipe Francescoli”; el “Napoleón Giresse”; el “Divino Rivellino”; Franco Causio, el “Barón del calcio”; el “Capitán del equipo”). Hay nostalgia de excelencia, de aristocracia, y más que nunca los valores siguen siendo estructurados según un orden jerárquico (si no necesariamente en la praxis social, sí en el modelo ideal de la gente: los valores religiosos siguen en el primer lugar, los éticos y morales después, los sociales le siguen de cerca, y luego los científicos, los políticos, los estéticos, los económicos, los jurídicos…)
¡Obsoleta la jerarquía de valores de “los griegos”! ¡Con que ahora hemos superado a Platón! ¡Pobres imbéciles: si apenas comenzamos a comprenderlo! Pero claro: debe de ser muy halagador, para el Señor White, ponerse a la misma altura del más grande pensador de todos los tiempos, a John Lennon tomarse por el Schubert contemporáneo, a Andy Warhol pretenderse primus inter paresde Michelangelo, y a George Bush jr. darse aires de Pericles. ¡Horda de pigmeos!
Canalla vociferante, igualados de mierda, envidiosos patológicos, resentidillos sociales, rebaño de vacas en ruta al matadero, gentuza arrogante en su ignorancia, populacho consumidor de bazofia: quiero decirles a todos lo siguiente, así fuesen las últimas palabras que jamás profiriera: No soy igual a ustedes, ¿me oyeron bien? ¡No soy igual a ustedes! Nunca lo seré, porque los juzgo inmundos como modelo, y mi vida entera no ha sido otra cosa que una lucha a brazo partido por no dejarme absorber por sus antivalores, por aspirar a la excelencia, por renovar día tras día mi compromiso con los más altos valores del ser humano. No acepto ningún tratamiento que no sea el que se le prodigaría a un príncipe. No es un asunto de dinero –que desprecio– ni de clase social –que considero obsoleta como concepto–. Hablo aquí de algo mucho más noble, mucho más legítimo e inocultable: la aristocracia del espíritu. Y les recuerdo: etimológicamente la palabra “aristocracia” no significa otra cosa que “el poder en manos de los excelentes”. No es un mal ideal de vida, a fe mía.






Comentarios