La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce

- 3 oct
- 3 Min. de lectura
¿Qué es la solidaridad?
Jacques Sagot
En su encíclica Sollicitudo Rei Socialis su Santidad Juan Pablo II define la solidaridad como “el hecho de que los hombres y mujeres, en todas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos”. “Sientan como propias”: he ahí la noción que quiero aquí subrayar. La palabra solidaridad ha sido vaciada de su significado profundo, convirtiéndose en un lugar común de la retórica política y de cierta forma de sensiblería burguesa, eso que Vladimir Jankélévitch llama “la buena mala conciencia satisfecha de sí misma” (gente que con una obrita de caridad por aquí o por allá cree poder comprar la eterna beatitud “en cómodas mensualidades”). Tal actitud tiende a exacerbarse durante la Navidad, como si para ejercer la solidaridad existiese una temporada oficial, un período acotado del año durante el cual fuese recomendado detenerse a pensar en el dolor de los demás y olvidar momentáneamente las propias calamidades.
La solidaridad no es un sentimiento esporádico, es antes bien una forma de vivir, una manera de concebir nuestro vínculo con los demás, un factor estructurante de la sociabilidad, el fundamento de toda ética concebible.
Evoquemos dos paradigmas literarios –aunque no ficticios, por cuanto ambos están tomados de experiencias reales– de la solidaridad en su forma más auténtica. El primero pertenece a La Caída de Camus. Un hombre es confinado al calabozo, una celda tan estrecha que no permite al prisionero estar de pie ni extenderse horizontalmente sin imponer a su cuerpo las más dolorosas contorsiones. Su amigo, que nada puede hacer por rescatarlo, se dice a sí mismo: “¿Cómo puedo yo reposar todas las noches en una cama blanda y tibia, mientras mi compañero es objeto de tan atroz suplicio?” Y entonces opta por dormir en el suelo, forzando su cuerpo a una tortura que en alguna medida le aproxime espiritualmente a su amigo.
El segundo ejemplo está tomado de La Condición Humana de Malraux. Tres revolucionarios han caído en manos de la armada rival. A todos ellos les espera la muerte a través del tormento y de las más refinadas formas de suplicio. Uno de ellos tiene dos ampollas de cianuro: suficiente para infligir la muerte inmediata a dos hombres y librarlos del horror de la tortura. Y en un acto de solidaridad suprema –pues hasta la muerte puede ser un acto de amor– les ofrece a sus amigos las dos pócimas, condenándose a sí mismo a la lenta agonía del suplicio.
La solidaridad es un acto de identificación con el dolor del prójimo. Asociarse –no disociarse– a él. ¿Quieren conocer la fibra humana íntima de una persona? Fíjense en la forma en que hace suyo el dolor del mundo. La manera en que asume responsabilidad por él. Esa es la verdadera moral. La otra –la normativa de la conducta sexual que vigilan, con mirada punitiva, los grandes censores de la sociedad– es falsa, falsa, mil veces falsa. La orientación sexual de una persona –siempre y cuando no lesione a otro ser humano– me importa un bledo, un pepino, un comino (y añadiría un par de palabrotas, si pudiera). Más me importa saber si es capaz de decirle “buenos días” al vecino, acaso un día como hoy, estimado amigo, en que me honra usted con su lectu






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