top of page

La embriaguez del pensamiento

Apenas un vislumbre


Jacques Sagot




No necesito focalizarlas visualmente.  A veces es una forma que se me insinúa en la distancia, otras una silueta que se cuela en las márgenes de la visión, ahí donde no se distinguen los rasgos y los detalles apenas existen.  Lejanas, muy lejanas, o bien inscritas tan solo en el área periférica de la vista, soy inmediatamente capaz de reconocerlas.  Las mujeres.  Luego voy precisando sus rasgos, y lo que de lejos me parecía hermoso puede quizás parecérmelo menos, pero eso no es importante.  Lo importante es mi automática y telescópica capacidad para vislumbrar y “sentir” la belleza.  Desespero de no darme a entender.  Es como si el mero contorno femenino, apenas decantado entre la muchedumbre o perfilado al final de una calle oscura, bastase para activar una especie de sensor automático.  No hacen falta los detalles, no hace falta siquiera (y esto es tal vez lo más significativo) ser consciente de mi instantánea conmoción…  Bien puedo ir pensando en otra cosa o estar incluso enfrascado en una conversación cuando algo en mí ya captó, indistinta pero inequívoca, la presencia de la mujer.  Y el estremecimiento, y el gozo están ahí antes de que yo me dé cuenta.  Y pienso en Mallarmé, cuando en mitad de su poema vacila, y se corrige a sí mismo con el más bello de los anacolutos: “Ce vol de cygnes, non!de naïades…”  Yo tampoco sé exactamente lo que son: cisnes, náyades, ninfas, musas, cariátides, eólidas…  Pero sé que son mujeres.  Lo sé antes de saberlo.  Y mientras sigo hablando mi corazón se viste ya de fiesta ante la inminencia de la mujer, algo está ya vibrando en mi inconsciente cuando aún estoy, en el plano consciente, enfrascado en conversación no se podría más ajena al tema en cuestión.  Ese estremecimiento, ese estremecimiento no es otra cosa que la vida.  Es así como se me representa.  Es así como la siento.  La vida la vivo antes de pensarla.  Y a la mujer la sé antes de saberla.  En esa mirada que mira sin ver o que va distraída por mil estímulos circundantes, su vaga forma anuncia el gozo.  Luego es cuestión de esperar.  Esperar que la proximidad confirme o desdibuje el encanto.  No menos que la muerte, la vida se nos va entrando en el alma sin que nos demos cuenta.


Dios no puede sino ser un esteta y un hedonista.  De manera inmensurable, infinita, como todo lo suyo.  Basta con ver a la mujer.  La habrá torneado con amorosa, esmerada mano.  Habrá tenido complacencia en ella.  Sin duda la cinceló, texturó, coloreó y esmaltó con gozo indecible.  Solo puede haber una experiencia más gloriosa que poseer a la mujer, y esta consistiría en crearla.  Tal es mi sueño de teomaníaco, y la más cara de mis fantasías.  La mujer me acerca a Dios… pero no como lo pretendía Goethe en su Fausto: "el eterno femenino nos acerca a lo alto".  En ella, y gracias a ella, siento que es mi semejante, mi amiga, mi compañera.  Quisiera tener el alma de trescientos hombres y el cuerpo de una estampida de miuras salvajes, para amarla.  Mi devoción por ella siempre será mayor que cualquier gesto que ensaye para expresarle mi fervor.  Lo que siento es, rigurosamente hablando, inexpresable.  Estoy condenado al mutismo, a la afasia.  No tiene sentido abrir las esclusas de mi alma y liberar un torrente de palabras y metáforas.  Acaso sea mejor y más elocuente el silencio.  El silencio, sí, ese lapso de quietismo que encierra, sin embargo, la potencia de una sinfonía de Beethoven.  Un silencio grávido de significación, de subterráneo hervor, de clamores que no encuentran su paso hacia la superficie.  El gesto de la mirada, de la caricia... ese lenguaje que vale por las veintidós mil palabras que constituían (hoy lo sabemos) el acervo léxico de Miguel de Cervantes Saavedra.  Un silencio de recinto en sombra, de espacio sacro, de catedral gótica.  Es desde la soledad que mejor puedo contemplar, y desear, y admirar a la mujer.  Recogido sobre mí mismo, como si estuviese orando

Comentarios


bottom of page