La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce

- 6 sept
- 4 Min. de lectura
Cuando la libertad se fetichiza
Jacques Sagot
Y ahora, amigos y amigas, una reflexión sobre el nivel del periodismo en nuestro país.
Todo aquel predicado al que se le anteponga el sustantivo “libertad” queda inmediatamente glorificado y más aún, sacralizado. Libertad de expresión. Libertad de prensa. Libertad de cátedra. Libertad de credo. Libertad sexual. ¡Cuánta altisonancia! De seguir así terminaremos todos tomándonos por La Libertad conduciendo al pueblo, de Delacroix, y hablando como héroes y heroínas shakespereanos. Pero resulta que no es concebible ni deseable la libertad sin responsabilidad. Y en este hecho nadie repara, no es un “derecho” que la gente corra a reivindicar, que inspire revoluciones ni incendiarias arengas públicas.
La Nación y Canal 7, dos máquinas productoras de basura a tiempo completo, dos enormes engranajes destinados muy consciente y específicamente a la idiotización colectiva de nuestro pueblo, a la supresión del espíritu crítico, a la propagación de la frivolidad, el chismorreo, la farándula y las deidades de pasarela (no otra cosa es “De boca en boca”, “Tu cara me suena” o el suplemento “Viva”, que asesinó la sección de cultura, y lo atolló todo en un solo batiburrillo bajo el rubro “Entretenimiento”). Sucede que la mayoría de los periodistas de nuestros medios son, en efecto, buenos profesionales. Conocen su oficio. Conocen su métier. Conocen su savoir faire. Conocen la logística de sus secciones. Conocen la mecánica consistente en enganchar lectores neurológicamente muertos con títulos llamativos y tremendistas. Son tuerquitas perfectamente funcionales en sus respectivos engranajes. Pero tienen –¡ay!– un tremendo problema. Un problema de magnitud trágica, diría yo, con absoluta seriedad. ¿A qué me refiero? A que son gente profunda, abismalmente inculta. No han leído, ni oído, ni visto, lo que hay que leer, oír y ver en este mundo a fin de poder ser uno considerado siquiera medianamente culto. Y esta es una limitación insolventable. Una limitación gravísima. Una limitación discapacitante para desempeñar la delicada función en que se prodigan.
Siempre he sentido –más que creído– que el periodismo debería ser estudiado a manera de postgrado, después de que el alumno tiene ya en ristra diplomas en disciplinas diversas. El nivel del periodismo en Costa Rica es misérrimo. Todo el país lo sabe y lo señala desde hace muchas décadas. Cuando, de camino a España, la aeromoza me hace entrega del último número de El País, lo leo con deslumbramiento y perplejidad. ¡Y atención: estamos hablando de un periódico de tercera línea, lejos, muy lejos de Le Monde, Der Spiegel, el New York Times, el Washington Post, The Times o The Times Magazine. El País es, a decir verdad, un periodiquito apenas correcto, un diario “de segunda división” en el ranking de los grandes periódicos del mundo. ¡Y sin embargo, lo leo extasiado de la primera a la última línea, los temas que me interesan como los que no me interesan, por el mero hecho de disfrutar del idioma español prolijamente usado, de editoriales sesudos, ingeniosos e incisivos, de un léxico fastuoso, de la inteligencia plasmada en un lenguaje rico, poliédrico, copioso! ¡Ah, no hay nada más bello en el mundo que aprender, así no fuese más que una simple palabrita por día! Y cuando comparo El País con La Nación, siento que estoy leyendo la Enciclopedia Británica; la Enciclopedia de la Aufklärung de Diderot, Voltaire y Rousseau; el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein! Luego me doy cuenta de que tal no es la realidad: sucede, simplemente, que comparado con LaNación, casi cualquier periódico medianamente serio adquiere un aura de erudición y profundidad desmesurada. Y esto me entristece, me descorazona, me desmoraliza… como con seguridad le pasa a muchísimos costarricenses. Al leer El País, devoro incluso temas como porcicultura o fitotecnia: los leo por el mero gozo que derivo de ver un tópico bien desarrollado, plasmado con abundantes recursos retóricos y un uso prolijo del lenguaje.
Con las excepciones que es justo establecer (hay gente en los dos medios que he mencionado que derrochan cultura, gentileza y bonhomía), se trata de gente inculta, y para subsanar esta falencia no basta, ni remotamente, con el barniz de un par de cursitos universitarios tardía y apresuradamente matriculados. A nuestros periodistas, en la prensa como en la televisión, les falta cultura: es un hecho que se cae de puro obvio. Podría citarles cientos de ejemplos que desnudan esta fatídica carencia de manera elocuente. Podría, sí, pero es cosa que consumiría centenares de páginas. A menudo ni siquiera saben redactar correctamente, ya no digamos donosamente. Nadie les está pidiendo la prosa de Ortega y Gasset, tan solo un poquito de distinción, de horizonte, de sensibilidad lingüística. Pero no tienen nada de nada, sobre nada de nada. De nuevo: la incultura es una deficiencia descalificadora para cualquier profesional.
Un viejo médico amigo mío me decía que su profesor, allá durante sus mocedades, les exigía a los alumnos leer El Quijote. Cuando alguno le preguntara airadamente por qué leer “semejante bodrio”, el profesor le respondió: “Porque un médico que solo sabe de medicina, termina por no saber ni siquiera de medicina”. Jamás mejor dicho.
Así que antes de seguir clamando heroicamente por la libertad de prensa supuestamente amenazada por el presidente Chaves, y hacerlo con la incultura manifiesta en sus épicas proclamas, lean un poquito, señores y señoras. Una bibliografía básica, siquiera. Con mucho gusto podría ofrecerles una elaborada por mí mismo, si tuviesen la humildad necesaria para prestarle atención. El problema es que la incultura viene casi siempre escoltada por sus sempiternas damas de compañía: la arrogancia y la prepotencia. Clamen por menos libertad, amigos y amigas, y exíjanse a sí mismos más responsabilidad y, por ende, más cultura.






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