La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- hace 3 días
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Tras las huellas de la bailarina
Jacques Sagot
Al ritmo soñador y divinamente perezoso del Preludio para la Siesta de un Fauno, de Debussy sobre texto de Mallarmé, desgrano aquí algunos atisbos en torno a la bailarina.
La poesía, como la música, vive en el tiempo, no en el espacio. La pintura, la escultura, la arquitectura viven en el espacio, no en el tiempo (el desplazamiento del espectador relativamente al objeto inmóvil se inscribe, por supuesto, en el tiempo, pero este no es necesario para la captación global de la obra). La danza vive en el espacio como en el tiempo. Es puro devenir, decurso, la vida misma. El río de Heráclito. “Caminante no hay camino: se hace camino al andar, caminante no hay camino, solo estelas en la mar” (Machado).
La bailarina es un ser constantemente preterido. Inasible. Se confunde a tal punto con la dinámica de la vida que, en cierto modo, es como si no existiera. Trazas, estelas: es todo lo que de su movimiento nos va dejando. Siempre vamos “detrás” de ella, reconstruyendo e integrando desesperadamente esos gestos que, tan pronto ejecutados, evanescen para siempre. Como la música, con la diferencia de que el espacio –condición de posibilidad del movimiento– le es consustancial.
El discurso de la bailarina se articula en tres tiempos: la protensión (la expectativa), la atención (el instante de la acción), y la retención (la construcción retroactiva de significado). Se “lee” de atrás hacia delante, a través de esta última función. Una vez más: solo el lenguaje del cuerpo existe en ambas latitudes: el tiempo y el espacio. Omitan una de ellas, y la danza deviene inconcebible. La evolución del movimiento va de la mano con la durée (el tiempo subjetivo) de Bergson. El tiempo, para la bailarina, transcurre como un fluido permanente, no como una sucesión de untos discretos. La inmovilidad le es imposible. Está condenada, como la doncella de La consagración de la primavera, a bailar hasta morir. Por eso, tan pronto creíamos tenerla en nuestras manos, se nos escapa, elle se dérobe à nosyeux comme à notre concience temporelle: huye de nuestros ojos como de nuestra conciencia temporal. Anti-parmenídea, la bailarina afirma el movimiento, por lo tanto, el cambio, por lo tanto, el devenir y l´écoulement du temps. Y sí, siendo la vida misma, nos recuerda siempre –es lo propio del devenir– la muerte. Porque constantemente está dejando de ser: es permanente mutación. ¡Gracias, Heráclito: te debemos el más piadoso eufemismo jamás inventado para el morir!
La bailarina se confunde con la vida al punto de tornarse indiscernible de ella. La protensión es el momento de la ansiedad, de la sed; la atención es el momento del puro émervéillement, el instante –eternidad; la retención es, como todo acto de reconstrucción, de orden más bien intelectivo. A la bailarina no se la contempla (cosa que requeriría de su parte el hieratismo de una escultura): tenemos que “ir con ella”: seguirla, casi per-seguirla.
Y la última de las paradojas: a fuerza de transformarlo en lenguaje, la bailarina “pierde” su cuerpo. Se convierte en expresión pura, así como una cara deja de ser ella misma para devenir llanto o sonrisa. La expresión invisibiliza al cuerpo. Por hermoso que sea. La belleza queda completamente espiritualizada. La bailarina deja de ser su cuerpo para convertirse en las líneas que trazó: sobre el lienzo del espacio, sus piernas y brazos dibujan todo tipo de sinusoides y arabescos, pero a fin de apreciarlos debemos –aporéticamente– olvidarnos del cuerpo. Este es apenas una pluma sobre la página en blanco que su movimiento van entintando.
Toda bailarina aspira a volar. Cada uno de sus movimientos es un élan ascencional. Un fracaso, una sublime frustración. Caer una y otra vez, vencida por la fuerza de gravedad, pero persistir hasta la extenuación total. Como el ansia erótica, y la teoría de la Gesamtunendlichkeitpenetrazionen (la penetración total) de Florián, ya expuesta en anteriores textos. ¿Que por qué la bailarina y no el bailarín? Porque los hombres son seres grotescos, peatonales, completamente extraños al espíritu de la danza. Magister dixit.
Cada vez que voy al Crazy Horse aprendo cosas nuevas; llevo mi libreta de apuntes, observo, observo, observo, en el sentido más profundo e intenso de la palabra. Me desespero tratando de épingler, de determinar el secreto de todo cuanto me fascina. He descubierto, experimentado tantas cosas, que a veces sueño con un libro enteramente consagrado a la bailarina. Si no tuviese tiempo de escribirlo, ahí quedarán, siquiera, las reflexiones dispersas en mis cuadernos.
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