Marybelle apura hasta la hez el divino cáliz de la vida
Jacques Sagot
El poemario “Con derecho a volar” es, preeminentemente, la obra de una sobreviviente. La vida está reaprendida, revalorizada, redescubierta desde la perspectiva virgen e inédita del sobreviviente. Esa vida que se reconoce, en esencia, como un inmenso milagro, el milagro de los milagros. Preñada de magia, de belleza jamás explorada, de asombro maravillado -condición de posibilidad de toda la poesía y la filosofía del mundo-. Marybelle Obando se asoma nuevamente a la vida, después de una experiencia que la llevó a coquetear con la muerte. Esa “muerte” que, como sostiene la poeta, no es más que “suerte” con la primera letra cambiada. En cierto modo, es la poesía que escribiría -si pudiese hacerlo- un recién nacido. Un despertar al universo, a todas esas cosas prodigiosas que nos rodean, pero que terminamos por banalizar a punta de incuria, indiferencia, insensibilidad. El sentimiento raigal que irriga la totalidad del poemario no es otro que el divino estupor de sentirse, descubrirse, saberse viva. Ese estupor que deberíamos refrescar periódica, sistemáticamente. Recuerdo que en el curso de una larga conversación vespertina, jaspeada ya por las tonalidades del ocaso, el gran maestro Irwin Hoffman me dijo, desde lo alto de sus noventa y tres años de edad: “Cuando yo abro los ojos cada mañana, lo primero que me embarga es un sentimiento de sorpresa: sorpresa de verme y sentirme vivo, de saber que esta gran sinfonía de la vida sigue todavía resonando dentro de mí. Luego vuelvo a ver el rostro de mi esposa, y siento que todo aquello es un milagro”. Fue una confesión que me conmovió profundamente.
Marybelle transforma, merced a su alquimia poética, un centro de ortopedia, un hospital, un quirófano en jardín, en huerto, en vergel, en locus amoenus, en lugar bendito, mágico y acotado en el tiempo y el espacio. “El jardín de las hadas” de Maurice Ravel. Ese hospital es una “coincidentia oppositorum”: muerte que engendra la vida, vida que engendra la muerte. La amputación de un pie le permite seguir en la vida, y una vida ahora enriquecida por la proximidad de la muerte. Como Frida Kahlo, Marybelle puede exclamar: “Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar”. Y todo el libro está imbuido de este ímpetu ascensional, del éxtasis del vuelo, de la libertad, del reencontrado gozo de ser. Así de simple y de complejo: “ser”. La inmensa mayoría de la gente desconoce este sentimiento. En cierto modo, están ciegos, sordos, carecen del primerísimo de los sentidos: paladear la vida, zambullirse en su intensidad doliente o gozosa, pero siempre abierta para la gran y desaprensiva inmersión. Marybelle es una golosa, una glotona de la vida: ¡no existe otra manera de vivir: es el único ámbito existencial en el que la gula deja de ser pecado, y se convierte en virtud y fortaleza!
Mucha de la poesía de este libro pertenece al género parémico (refrán, proverbio, sentencia, dicho, apotegma, donaire, cantar, adagio, aforismo, moraleja, pensamiento). Es un modelo de concisión, exactitud y sinopsis. La poesía adopta aquí el tono de la fórmula: no es concebible mejor manera de expresar lo que propone. Algunos de estos poemas son simples, elementales, irreductibles como diamantes. Varios califican, de hecho, como “greguerías” (Ramón Gómez de la Serna). Propongo tres ejemplos: “Sumamos días al levantarnos que olvidamos restar al anochecer”. “Resucitamos cada mañana”. “Hoy sé que no necesito los pies para dar un salto de fe”. “Resistir es la esencia de la vida eterna”. Son bellísimas constelaciones de palabras que encapsulan verdades hondas como el pozo de Demócrito. Sin duda, Gómez de la Serna las habría acogido con enorme alegría dentro de su vasto opus. Es poesía minimalista, pero grávida de significación. Consigue un máximo de intensidad con un mínimo de elementos. Nos pone a pensar, ¡y a vivir, que es el motto, el lema, la consigna de todo el libro! “Con derecho a volar” es, antes que cualquier otra cosa, un himno a la vida, un canto jubiloso del que la amargura está absolutamente proscrita. El texto rezuma gratitud, uno de los sentimientos más ennoblecedores de que la criatura humana es capaz. Gratitud con la vida, el destino, Dios, y a un nivel más asequible, con los médicos, enfermeras, todos esos custodios y paladines de la vida, que sanaron su cuerpo, y con ello su alma. A fe mía que perder un pie (un precio muy alto: quién lo duda), bien vale la pena cuando la recompensa es descubrir la vida, el infinito, la plenitud.
La actitud de Marybelle es rigurosamente estoica, y con ello me refiero, de manera muy puntual, a la filosofía de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, entre otros. No hay lloriqueos ni lamentaciones: aceptamos el dolor, lo digerimos, lo sublimamos, y los transmutamos en belleza poética. La máquina de la alquimia llevada a su más perfecto nivel de funcionamiento. Las Flores del Mal de Baudelaire: la putrefacción que miríadas de bacteria operan en el pantano (el dolor) engendra lirios y nenúfares de inmaculada blancura, que ascienden, verticales, hacia la luz (la belleza poética). Un triunfo vital, espiritual, moral, que al mismo tiempo lo es estético, literario y poético. Es el milagro de la autopoiesis (Goodwin, Maturana y Varela): el organismo que se autosana y autorregenera, y al hacerlo limpia además su ecosistema. El caso por antonomasia: las plantas, que absorben el dióxido de carbono y nos devuelven oxígeno. Sanándose a sí mismas, higienizan también su entorno, y lo hacen más salutífero, más vivible, más hermoso.
Estas pequeñas epifanías poéticas son iluminaciones, revelaciones, teofanías que solo podían expresarse de manera puntual y sinóptica. De la misma manera en que vieron la luz en nuestro espíritu: súbita e inopinadamente. No son el producto de hondísima y prolongada reflexión. Son verdades que encontramos dentro de nosotros, invaluables precisamente por cuanto no las andábamos buscando. No son el producto de la razón inductiva, deductiva, lógica y especulativa (el “espíritu de geometría”, que Pascal oponía al “espíritu de fineza”, es decir, la intuición y la imaginación). Son fogonazos, vislumbres, visitaciones, pequeños destellos de la Verdad. Es la forma en que esta suele revelársenos: que lo diga si no Marcel Proust en el momento en que prueba la madeleine empapada de té, y obtiene con ello un no procurado atisbo de Dios y de la eternidad. Es un saber, no un conocer. Un saber las cosas de cuajo, no a través de esa lenta extorsión epistemológica que es la obtención del conocimiento. La poesía que aquí nos ofrece Marybelle es proustiana por cuanto capta refulgencias de la Verdad, y por supuesto, estas solo pueden ser breves, fugaces, pasajeras, aun cuando intensísimas. Esa es la forma en que a nosotros, occidentales, hijos de Descartes, Leibniz y Spinoza, suele hablarnos Dios. Nadie se sienta a charlar con Él por espacio de dos horas. Su presencia y su luz nos cegarían, nos aplastarían, nos dejarían mudos y atolondrados.
Los dioses son severos con aquellos mortales que han entrevisto la Belleza, esa que se escribe con mayúscula. Es el pecado de hybris por antonomasia. Evoco el cuento “El espejo y la máscara” de Borges, donde el bardo del reino, en su tercera convocatoria, le presenta a su soberano el poema en el que revela el rostro de Dios.
“—En los años de mi juventud —dijo el rey— navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Estas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?”
“—En el alba —dijo el poeta— me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.”
“—El que ahora compartimos los dos —el rey musitó—. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.”
“Le puso en la diestra una daga.”
“Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.”
Esta maravillosa parábola es la historia gloriosa y trágica a un tiempo de un poeta que osa capturar en sus versos la Belleza revelada y reveladora. Evidentemente, los dioses tenían que castigarlo por ello.
Pero a Marybelle nadie la va a castigar. Es un espíritu fuerte, un corazón de crestería, una gladiadora, la trovadora de la vida. Su poemario está escrito en Mi bemol mayor: la tonalidad de la Sinfonía Heroica y el Concierto Emperador, de Beethoven. Es la poesía de una triunfadora, de un ser tan violentamente enamorado de la vida, que aún la muerte la respeta, y se limita a acecharla de lejos. Gracias, amiga, por tus versos hechos con el más duro y compacto de los minerales, con la savia de tu espíritu, y con ese amor que representa la sustancia misma de tu ser.
Pueden adquirir el libro, amigos y amigas, llamando al número de teléfono 8342 5518. Correos de Costa Rica se los hará llegar a la dirección por ustedes indicada.
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