top of page

La embriaguez del pensamiento

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

El catequizador catequizado



Jacques Sagot





Buenas noches, ¿nos puede llevar al motel “El sétimo velo”, por favor?

 

Señor, déjeme explicarle: yo le ofrecí este carrito a mi Señor Jesucristo, y no puedo hacer esos servicios.

 

 ¿Y qué tiene que ver su Señor Jesucristo con una ida al motel?

 

 Pues que esos son los lugares para el pecado de la carne, usted sabe, antros donde Satán tiene señorío, y yo no quiero entrar en los dominios del Maligno.

 

    ¡Pero si esta dama es mi esposa!

 

  Señor, con todo respeto, esos son lugares malditos.  Mi carro fue bendecido por el presbítero Greivin Oconitrillo, de Paso del Chancho de Chirraca de Acosta, y le prometí que nunca le daría mal uso.

 

¿Así que, por principio, nunca lleva clientes a moteles?

 

Nunca.  Vea: aquí ando mi Biblia, le voy a leer este pasajito de Tesalonicenses, donde dice que…”

 

No, no, amigo: yo no abordé este carro para ser catequizado.  Es lo último que quiero o necesito.  Antes bien, voy a impartirle a usted algo de catecismo, tal cual yo lo comprendo.  ¿Y qué tal los clientes que quieren ir a cantinas, clubes nocturnos, casas donde quizás se celebran orgías o se fuma droga, locales para swingers (intercambio de parejas), baños sauna, salones de masaje, cines que proyectan películas con contenido sexual, piezas de teatro de tono subido, edificios gubernamentales donde se han cometido escándalos de corrupción, bancos en los que se explota al cliente con tasas de interés inmorales, casas de cambio u oficinas de usureros, hospitales en los que se hacen biombos, mala praxis, trasiego de riñones, escuelas o iglesias donde se ha comprobado la incidencia de casos de abuso sexual de menores, prisiones, bufetes de abogados en los que va a finiquitarse un divorcio -“que lo que Dios unió, no lo separe el hombre”- u otras acciones que, siendo legales, son inherentemente antiéticas o reñidas con la voluntad divina, las personas que le piden ser llevadas a sus casas, donde -y quizás usted lo sabe- son vapuleadas o psicológicamente maltratadas por sus propios familiares, o las que piden que las lleve a un recital donde el pianista toca el  “Vals Mefisto”  de Liszt, la sonata “Misa negra” de Scriabin, o la “Sugestión Diabólica” de Prokofiev?

 

Luego, ¿confirma usted que sus clientes no sean indocumentados que entraron al país ilegalmente?  Pero vayamos más lejos: siendo usted un siervo de Dios, ¿no debería comenzar por exigirle a todo cliente su expediente criminal y, por decir lo menos, un par de cartas de recomendación que atestigüen su absoluta probidad?  Y lo más grave de todo: ¿le niega usted sus servicios a todo aquel que no sea católico?  ¿No sería contrario a la Ley de Dios, transportar herejes, paganos, apóstatas, blasfemos, fariseos, publicanos, miembros de otros cultos, agnósticos o ateos?  ¿Pide usted fe de bautismo a todos aquellos que abordan su carro?  Porque, para ser perfectamente coherente con su programa de pietismo inmaculado, esto sería lo menos que cabría esperar de usted, ¿se imagina, su carro bendecido por el presbítero Josué Oconitrillo de San Joaquín de Flores, transportando las impías, infieles y pecaminosas nalgas de algún luterano, testigo de Jehová, mormón, o ateo militante?  Y las figuras públicas, los regidores, munícipes, alcaldes, diputados, magistrados y ministros cuestionados por la ley, ¿les niega usted también el transporte?  Restan los propietarios de tiendas y restaurantes: ¿ha verificado usted que sus precios no representen una afrenta al consumidor, que estén exactamente dentro de lo contemplado por la ley?  ¿Y qué tal si la ley fuese injusta e inherentemente antiética?  Porque puede ser legítima -esto es, en tanto que norma debidamente refrendada por los legisladores-, pero no lícita -en tanto que práctica-: estoy seguro de que un hombre de su madera espiritual ha consignado esta instancia: el mundo está lleno de cosas que siendo legales son inmorales, y otras que siendo ilegales son perfectamente morales.

 

¿Le ofrecería usted su servicio a un rufián que no ayudó a una viejecita a atravesar la calle?  ¡Y sin embargo no hay ley que castigue esta iniquidad, como no hay ley que recompense a aquellos que sí cumplen con el deber humano de auxiliar a la señora!  Así que, cada vez que un cliente aborde su carro, tendrá que comenzar por preguntarle: ¿ha ayudado hoy a cruzar la calle a alguna viejecita?, y de su respuesta se seguirá si usted le ofrece o le niega el servicio.

 

En suma, que para ser coherente con su franciscano programa consistente en “vivir el Evangelio” al pie de la letra, tendría que inquirirlo todo con respecto al cliente que pide su servicio: ¡sería infame tenderle una mano a un granuja que pasa por el mundo lejos de la diáfana luz de la mirada de nuestro Señor Jesucristo.  Y si alguien, habiendo cumplido con todos los preceptos estipulados en Tesalonicenses y demás epístolas paulinas, profiere dentro de su bendecido carro una palabrota, así no fuese más que una observación ligeramente salaz y zafia, ¿no correría usted a exhortarlo a abandonar el vehículo, en nombre de nuestro Dulcísimo Señor Jesucristo, de los Tronos, Virtudes y Dominaciones?  Pero es que, en realidad, nadie debería abordar el carro antes de recibir su bendición, amigos: tendría usted que ponerlo de hinojos, posar su mano sobre su cabeza, y decirle: “Yo, caballero de las inmarcesibles legiones de nuestro Emperador Celestial, Jesucristo el Ungido, henchido del Espíritu Santo y encendido en la brasa del Amor Eterno, siervo del Maestro que pone en mis labios la miel de la Palabra dadora de vida, os bendigo en nombre de las Tres Divinas Personas, e invito a abordar este alado vehículo, rumbo al destino que el Padre dicte sobre la marcha de nuestro peregrinaje a través de la ciudad del pecado y la putrescencia”.  Y, a decir verdad, amigo, la ceremonia -¿se da usted cuenta?- no debería jamás ser oficiada sin el sacrificio de un cordero recental, que tendrá usted siempre a mano para tal efecto: “Agnus Dei qui tolis peccata mundi, miserere nobis.  Agnus Dei qui tolis peccata mundi, dona nobis pacem”.

 

Es que, lo que usted debe entender es esto: el verdadero burdel no es el motel que inspira en usted tan supersticioso temor.  El burdel es el mundo entero.  Por doquier encontrará usted pestilencia, perversidad, ensañamiento con el inocente, y podredumbre infinitamente más “aromática” que la que degustará dentro de un motel.  Está usted inmerso en un océano de maldad.  ¿Qué piensa hacer al respecto?  ¿Confinarse al quietismo?  ¿Preocuparse de manera egoísta únicamente de la santidad de su carrito?  No hay dirección alguna en la que no vaya a topar con alguna forma de injusticia e iniquidad.

 

Los mendigos, los ciegos, los paralíticos, los niños pordioseros que se cruzan en su camino, ¿se detiene usted a lavarles sus pies?  ¿Se desprende de su propia ropa para protegerlos de la intemperie?  ¿Se aboca amorosamente a curar sus úlceras, a aliviar su hambre y su sed física y afectiva?  ¿Los lleva gratuitamente a los asilos y hospitales?  En verdad te digo, hijo mío: si quieres evitar el mal, tendrás que recluirte en un eremitorio y llevar la vida de un anacoreta, en la cima de alguna desolada montaña donde el viento aúlla, alimentarte de mendrugos, líquenes y hongos silvestres, y esperar la gran epifanía, la revelación, lo que los teólogos llaman “una gratuidad efusiva extraordinaria”, esto es, una visitación de Dios.  ¿Un motel?  ¡Es el menos podrido de los lugares donde podría llevarte tu ungido carro!  El mundo es, todo él, una cámara de tormentos, una orgía satánica, y si buscas la pureza, tendrás que vender tu taxi, deshacerte de todos tus bienes materiales, celebrar, como il poverello Francesco, tu desposorio con la Dama Pobreza, e irte a vivir en una montaña.

 

Ahora procedo a bajarme, y me paso al carro de atrás, porque mi compañera y yo estamos ansiosos por ir a hacer el amor.  Buena suerte, hermano, con su nueva aventura mística, y no lo olvide: si ha decidido usted ser virtuoso, por una cuestión de coherencia tendrá que serlo de manera absoluta, total, innegociable, inmaculada, con incólume compromiso y nunca flaquear.  Evitar todo comercio humano, toda forma de transacción.  Y para comenzar, no cobrar por sus servicios que ofrece como taxista: ¡su carro fue un don, un regalo de Dios!  ¿Cómo osa usted usufructuar de él?  ¡Cuánto debe haber contristado al Altísimo su gesto codicioso y cicatero!  Tenga usted muy buenas noches, y adelante con su nueva cruzada espiritual: ¡en guardia, guerrero indomable de las bienaventuradas huestes del Señor!


85 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page