¡Kafka y Rostand juntos no valen cincuenta mil pinches pesos!
Jacques Sagot
La llamada me tomó por sorpresa. Un profesor, arrancándose las que supongo eran las últimas mechas de su cabello, me rogaba que fuera a su clase, a explicarles a sus alumnos de qué trataba La metamorfosis , de Kafka. Era un grupo de quinto año. Los muchachos encontraron la novela aburridísima, no fueron capaces de generar ninguna empatía con el infortunado Gregorio Samsa, y no entendían por qué era importante leer aquel grotesco, lento, deprimente e inverosímil relato.
Por supuesto, accedí a la invitación. Como el nombre del colegio “no me sonó”, asumí que se trataba de alguna escuelita rural, perdida allá donde el viento se devuelve, con aulas ruinosas, tecnología nula, alumnos que asistían a clases con hambre y calzando botas Colibrí, y quizás un galeroncito con techo de latas de zinc recalentadas para celebrar sus más concurridas reuniones. Así las cosas, opté por ofrecer mi charla gratuitamente. Cualquier otra cosa hubiera sido una infamia, un acto de codicia y oportunismo reprensible.
¡Ah, amigos, amigas: conforme el taxi se iba acercando al centro educativo ubicado en Lomas de Ayarco –uno de los barrios más encopetados y fufurufos de la ciudad– comencé a ver las piscinas olímpicas, las canchas de tenis, las de pimpón, las salas con tableros de ajedrez, los corredores anchos y lustrosísimos, las bibliotecas física y digital, la tecnología puntera campando por doquier, y finalmente la iluminada y espaciosa aula donde me esperaban mis alumnos! De inmediato me di cuenta de que no haber cobrado por mi conferencia había sido un error. Un error que había cometido muchas veces en mi vida, y que a buen seguro seguiría cometiendo.
Me senté, tomé la palabra y los interpelé: “Que alce la mano aquel de ustedes que siquiera una vez en sus vidas se haya sentido diferente, marginado, incomprendido, aislado, anormal, socialmente disfuncional, torpe, feo, quizás monstruoso, acomplejado, arrinconado por sus compañeros, excluido de sus juegos y conversaciones, señalado, objeto de irrisión, incómodo, lo que los franceses llaman “être mal dans sa peau” (“estar mal en su piel”).
Todos alzaron la mano. Entonces proseguí: “pues si así son las cosas, no hay razón para que ninguno de ustedes se declare incapaz de identificarse con Gregorio Samsa. Porque eso es precisamente lo que nuestro personaje representa: la diferencia radical, esa que Ortega y Gasset señalaba, al decir irónicamente que “ser diferente es ser indecente”. Amigos: pónganse en el lugar de Kafka. Era étnicamente judío, pero políticamente calificaba como súbdito del Imperio Austrohúngaro, luego, resulta que también era residente de Bohemia (que se convirtió en Checoslovaquia después de la Primera Guerra Mundial), radicado en Praga, que hablaba en checo pero escribía en alemán, iba tirado de las orejas a la sinagoga, solo rara vez hablaba en yiddish, y vivió a la sombra de un padre aplastante, iracundo y bestial, que se encargó de alejar de él a las cinco mujeres que amó en su vida: Felice, Milena, Grete, July y Dora. No pudo dedicarse profesionalmente a la literatura, así que como los lémures (atención a sus enormes ojos negros, hondos y como exorbitados) trabajaba de noche en sus escritos y de día se desempeñaba como un desteñido notario especializado en accidentes laborales. Murió tuberculoso a los 40 años de edad, estipulando que toda su obra inédita fuera quemada por su albacea Max Brod, quien gracias a las nueve musas de Grecia desacató sus instrucciones. Así que ese fue Kafka, y ese es su alter ego Gregorio Samsa, la “monstrificación” del artista, una especie de aberración genética y social, un bicho de especie indeterminada (y en efecto, Kafka nunca precisa en qué tipo de insecto se transformó su personaje, aunque por la manzana podrida incrustada en su caparazón podemos inferir que se trataba de una cucaracha o un escarabajo). Así pues: ¿humano, insecto, austríaco, húngaro, bohemio, checo, alemán, judío, notario, escritor? Uno de los grandes ejes de la zaga kafkiana es la identidad, todo aquello que responda a la pregunta ¿qué o quién soy? Esta noción es concebida, esencialmente, como un problema, un enigma por resolver.
Los muchachos se animaban, me formulaban diversas preguntas, comprendían, compadecían al personaje y lo esencial: tomaban conciencia de cuánto de Gregorio Samsa habita en todos nosotros. Salí de la clase rodeado por caras sonrientes y agradecidas. Me presentaron al que me pareció ser el director de la institución, me despedí de mi colega, abordé otro taxi, y me fui para mi casa. No me fue ofrecido siquiera un vaso de agua, ya no hablemos de un té con galletas o el costo de los viáticos.
Un mes más tarde vuelve a llamarme mi nuevamente desesperado colega. Que esta vez era Cyrano de Bergerac, qué significaba su nariz hipertrófica, por qué se ocultaba de Roxanne, por qué inventaba chistes sobre su propia trompa, por qué desafiaba a duelo a cinco espadachines juntos, por qué soñaba con la tierra de Gascuña, por qué tenía que morirse al final. Me mostré tan cordial como la primera vez, y acepté volver a colaborar con él. Pero en esta ocasión tragué hondo, me armé de valor, hice acopio de toda mi dignidad, y puntualicé: “Esta vez –y le ruego comprenda la necesidad de mi petición– debo cobrarle por el servicio que usted solicita”. Guardó silencio, tartamudeó, y nerviosamente preguntó: “Y, y… ¿a cuánto ascenderían sus honorarios?” “Cincuenta mil colones, por una lección de dos horas, y si se extendiese, igual seguiría evacuando las preguntas e inquietudes de los estudiantes sin costo alguno”. Nuevo largo, penoso silencio. Por fin farfulló: “Bueno, errr… eso es algo con lo que yo no contaba… tendría que consultarlo con mis superiores jerárquicos”. “Pues hágalo, y me llama cuando tenga una respuesta. Yo estoy para servirle”.
Pasaron semanas sin noticia alguna de mi colega. Por fin, una tarde me llamó para decirme que el director del colegio no había aprobado la erogación, y que la clase no podría tener lugar. Acepté su respuesta con pesar, porque me hacía ilusión volver a ver a aquellos muchachos intelectualmente ávidos de respuestas, pero sometidos a un profesor y un director cortos de luces. ¡Cincuenta mil pinches colones, por más de dos horas de clase, uno de los colegios más ricos del país! ¡Qué almas de cántaro, qué mezquindad, qué avaricia, que cicatería: habría que rebautizar el colegio con el nombre de Ebenezer Scrooge, o quizás Harpagón! De nuevo, amigos: ¿qué son 50 000 colones para una institución tan solvente, tan rebosante de recursos? ¿Era mi tarifa desmesurada? ¡En modo alguno! ¡Antes bien, se trataba de un emolumento perfectamente razonable, más aún: modesto! ¡Un médico de la Clínica Bíblica cobra 81 500 colones por cinco minutos de consulta y la elaboración de una ínfima receta! Una psicóloga del SIMA se embolsa 75 000 por una sesión de 45 minutos: ¡ni un segundo más! ¡Cualquier abogadillo devenga un mínimo de 700 000 por hacerse cargo de un recurso de casación!
Merecen ser expuestos, sí, por su roña, su miopía, su anal-retentividad (Freud). Si se hubiese tratado de la escuelita pública de Paso del Chancho de Chirraca de Acosta yo hubiese sido el primero en ofrecer mis servicios gratuitos (¡lo he hecho una infinidad de veces!), pero por una vez me atreví a solicitar una compensación, que juzgué adecuada considerando la prosapia de la institución, ¡y rechazaron mi oferta! Asumo que los alumnos de esa clase se graduarán sin jamás saber quién era en realidad Cyrano de Bergerac.
Y ahora, para todos ustedes, el nombre del infame colegio: Saint-Peter´s Primary and High School, treinta y cinco años de tradición, innovativas instalaciones, miembro del círculo Schools of Excellence, C.R., ubicado en Lomas de Ayarco Sur, Curridabat, San José. “Nuestra visión educativa ha sido profesional y cuidadosamente diseñada por nuestros líderes, el señor Jeffry Jones y Priscilla Mora, padres de familia conscientes y dedicados a construir una propuesta educativa que generará oportunidades para cada uno de sus estudiantes basado en las necesidades y exigencias del primer mundo” –reza la autofanfarria con que el colegio se vende a la sociedad costarricense–.
Así se describen esta manga de cicateros y tartufescos personajes. ¿Primer mundo sin Kafka y Rostand? Inconcebible. ¿Padres de familia conscientes? No mucho, tal parece. Niños y jóvenes “educados” en la tacañería y la avaricia. Un enfoque curricular que a todas luces no da a la literatura (probablemente a ninguna de las “humanidades”) el lugar de prominencia que ocupa en la historia del homo sapiens sapiens. A buen seguro han de ser harto dispendiosos cuando se trata de fabricar ingenieros informáticos o tinterillos hematófagos en cantidades industriales. ¡Ah, qué futuro para la patria! ¡La eterna ceguera de los tecnócratas y su astigmática visión de la cultura!
Costa Rica sigue empeñada en creer que sus artistas e intelectuales viven del aire, que no pagan recibos de luz, agua, transporte, alimentos, medicamentos onerosísimos… somos seres alados y arcangélicos que vivimos suspendidos en el éter. No tenemos necesidades materiales. Nuestro deber es dispensar e irradiar nuestra luz en derredor por mero amor a las artes y la humanidad.
¡Cincuenta mil miserables pesos, para el que quizás era el colegio más rico del país! No, no, no señores: eso no tiene perdón de Dios. Costarricenses: entérense de una vez por todas: los artistas e intelectuales consumimos comida, medicinas, servicios diversos… no podemos vivir de versos alejandrinos y dulces melopeas. Y ya lo saben: a menos de que quieran que sus hijos se conviertan en cafres y guarangos, ciegos como topos, toda la vida sumergidos en una pantalla cibernética, no los matriculen en el Saint-Peter Primary and High School. Básteles entender esto: en su concepción del mundo, ni Kafka ni Rostand valen cincuenta mil misérrimos colones. Todo está dicho.
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