A la poesía se le hace el amor, no se le viola
Jacques Sagot
Con frecuencia gente a la que no conozco me envía un nuevo poemario de su autoría. No sé exactamente qué esperan de mí. Me sucede por lo menos un par de veces al mes. Mi biblioteca se ha llenado de estos libracos, que siquiera tienen la virtud de ser livianos –cuestión de cincuenta páginas a lo sumo–. Costa Rica tiene más de cinco millones de habitantes. Seis millones de ellos son –o se creen– poetas. Al día de hoy, tenemos más poetas que lectores. La gente asume que escribir poesía es cosa fácil, cuando en realidad es una de las modalidades del discurso más elusivas, misteriosas y complejas que existen. Aun los grandes poetas de la historia han logrado ser bardos trascendentales solo en un puñado de sus poemas.
A esta inflación palabraria y poética se suma el trágico hecho de que el mundo no está en ánimo de leer poesía. Este es un siglo arduo para Erato (musa de la poesía lírica y amorosa), Polimnia (musa de la poesía sacra), Talía (musa de la poesía bucólica), Calíope (musa de la poesía épica) y Urania (musa de la poesía didáctica). Mal momento histórico para todas ellas. En los festivales y ferias del libro lo que menos se vende son los volúmenes de poesía: eso lo sabe cualquier escritor de versos.
Pero ese no es el punto que me exaspera. ¿Por qué aventurarse a escribir y publicar un libro entero de poesía? ¿Son quienes esto hacen capaces siquiera de escribir un buen poema? Iré más lejos: ¿tienen el talento necesario para producir un bello verso, uno solo, que sea mágico y memorable, que tenga “musa”, “ángel” y “duende” (terminología de García Lorca)? ¿Por qué no asumen una actitud más humilde, responsable y realista ante este arte, peliagudo si alguna vez lo hubo? “Todas íbamos a ser reinas de cuatro reinos sobre el mar: Rosalía con Efigenia, y Lucila con Soledad. Lo decíamos embriagadas, y lo tuvimos por verdad, que seríamos todas reinas, y llegaríamos al mar” –canta Gabriela Mistral–. Sí: todos íbamos a ser poetas de cuatro reinos sobre el mar: el menos optimista se tenía a sí mismo por Baudelaire. Pero resulta que pusimos el listón demasiado alto. La poesía no es –como lo observaba Yolanda Oreamuno ochenta años atrás– una gallina a la que todos los gallos del corral se creen en el derecho de saltar. La poesía es un don, en el sentido jansenista del término: una gracia. Se tiene o no se tiene. Una sensibilidad, una fe, por poco una religión. Es dominio de unos pocos iniciados en sus arcanos profundos. Escapa a toda definición. La poesía siempre será otra cosa. No se debe tocar a Dios con las manos sucias. La intrepidez –hija de la ignorancia– de estos muchachos y muchachas –o bien de señoras menopáusicas y vejetes con déficit de testosterona– revela únicamente su desconocimiento de este simple hecho: la poesía es un milagro, una revelación, una mostración fugaz de la Verdad, una epifanía y quizás también una teofanía, un acto de inmenso valor cognitivo y gnoseológico, “una explicación órfica del mundo” (Mallarmé), un lenguaje sagrado, que solo debe ser utilizado por hierofantes y pitonisas. No exagero en lo absoluto: tal es mi comprensión profunda de la poesía. Imagínense si le tengo respeto, que jamás he siquiera intentado cultivarla, ¡ya no hablemos de publicarla!
Pero estos audaces e imberbes jovenzuelos publican una coleccioncita de poemas de doce páginas, y ya por ello se creen ungidos en el Parnaso, y caminan levitando por los senderos universitarios, la frente resplandeciente con el laurel de Virgilio, los ojos en blanco, en éxtasis de arrobamiento. De pronto los vemos adjudicar premios en certámenes poéticos, y devenir directores de editoriales en universidades u otras instituciones de este jaez. ¡Cuán patética falta de modestia! ¡Qué divorcio absoluto del principio de realidad! ¡Solo en Costa Rica se ven este tipo de “transubstanciaciones”! Nos hemos convertido en el paraíso de la poesía menopáusica y andropáusica. La gente decide hacerse poeta a los sesenta años de edad, como quien aprende jardinería o incursiona en la filatelia: ¡pero resulta que este facilismo es nefasto, autocomplaciente e irresponsable!
Propónganse, amigos, esculpir un bello verso. Un verso dotado de perdurabilidad en el oído y en la memoria de los lectores: ¡eso sería un inmenso triunfo! Antes de verse otorgar el Premio Nobel por la obra poética de toda una vida, bajen un poquito la barra, aprendan a usar la pértiga, y vean si son capaces de construir un verso verdaderamente hermoso. Luego dos, y tres, y tal vez algún día merezcan, en efecto, publicar un soneto clásico de catorce versos. Comiencen trabajando a nivel de simples fonemas, luego de sílabas (o pies), después de hemistiquios, finalmente de versos. Y en algún bendecido momento quizás puedan componer un poema digno de tal nombre. Vayan de lo menos a lo más, de lo microscópico a lo macroscópico. Olviden los laureles de Virgilio, olviden los premios, certámenes, menciones honoríficas y demás paparruchas de esa estofa. Un premiecillo o reconocimiento cualquiera no los va a transformar en poetas inmortales. Antes bien, sobrevendrá una gran frustración, y más que probable es que abandonen por completo el arte de hacer versos. Aborden la poesía como un lenguaje sagrado: tomen dictado, como dóciles y aplicados amanuenses, de Dios, de las musas, ángeles o duendes. Dejen que ese yo recóndito que los habita (el inconsciente) cree por ustedes, y limítense a ser buena, eficiente mano de obra, amanuenses más que creadores. Y trabajen, trabajen, trabajen: no sucumban al facilismo de las modas poéticas. Recuerden lo que decía Paul Valéry: “¿La inspiración? ¡Ya lo creo que existe: suele llegar después de cuatro horas de duro trabajo frente a mi escritorio!” Desconfíen de lo que sus espíritus den a luz demasiado fácilmente: no suelen ser más que fórmulas, reminiscencias, lugares comunes. Ejerzan más que nunca esa práctica ingrata pero indispensable que llamamos “autocrítica”.
Sí, es posible que alguno o alguna de ustedes lleguen a ser reyes o reinas de algún reino sobre el mar… el tiempo lo dirá. Pero no apuren ese proceso que llamamos “madurez”, no traten de “quemar” etapas: aprendan a escribir antes de publicar. Como decía Emily Dickinson, “el acto esencial, definitorio de un escritor es escribir, no publicar”. No se precipiten, pues vendrá inexorablemente el momento en que se avergonzarán de lo publicado durante sus mocedades. Arthur Rimbaud es el único caso, en la historia de la literatura, de un jovenzuelo de quince años capaz de firmar obras maestras. No traten de imitarlo. N´est pas Mozart qui veut. No violen a las musas. Nos las tomen por el pescuezo para extorsionarles un par de bellos versos. Herewith mytwo cents.
Y no escriban nada, absolutamente nada, a menos de que sientan lo que experimentó en carne propia Eunice Odio. Su colega en Guatemala, Aburto Díaz, decía de ella: “Nunca he conocido a un ser tan arrebatado por la poesía como Eunice. Existía únicamente para la poesía, escribía constantemente y pensaba poesía. Respiraba poesía, toda ella misma rezumaba poesía, en ningún momento llegó a traicionar ese credo suyo de ardiente esteta”. La propia Eunice confiesa haber pasado muchos días sentada ante la máquina de escribir durante dieciocho horas. En alguna ocasión declaró: “Si me dieran a escoger entre toda la riqueza del mundo y un buen –realmente buen– poema, me quedaría con el poema sin vacilar”. Esta es la profesión de fe de una auténtica poeta.
No escriban, amigos y amigas, a menos de que hacerlo sea un imperativo vital. A menos de que no hacerlo les signifique la muerte. Solo son valiosos aquellos poemas en los que el autor se juega su vida entera. La poesía –la literatura en general– es, antes que cualquier otra cosa, una estrategia de sobrevivencia. No la prostituyan haciéndola servir la causa de la fama, el reconocimiento, o un premiecillo rápido dado, y más rápido olvidado. Ya no necesitamos que el buenazo de Chungaleta nos unja reyes y reinas de Chungalandia para que nuestra obra sea validada. La “cajita feliz” de los premios es apenas buena para los puer aeternus (los niños eternos). Por las heridas de Cristo, no codicien galardones y épaulettes. No sometan a la poesía a tan indigna servidumbre. Sería como usar la Novena Sinfonía de Beethoven para acallar el ladrido del perro del vecino, o calmar un acceso de cefalea: para eso están los analgésicos. No la usen como recurso terapéutico: la poesía no es un antidepresivo: recurran para ello al Prozac. Como diría Nerval: “No la hagas servir una causa impía”.
Una reflexión final: la poesía es la más difícil, ardua, demandante de las artes. Entiéndanlo bien, asúmanlo e interiorícenlo. A decir verdad, más que un arte, la poesía es una ciencia exacta: ¡la más exacta de todas! Ya tendremos oportunidad de desarrollar este aserto, desconcertante solo en apariencia. Sé por qué lo digo.
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