Gárgolas
Jacques Sagot
Gárgolas por doquier. Gárgolas deambulando con todo desparpajo por las calles parisinas. Gárgolas en el metro, gárgolas en los parques, gárgolas en el trabajo, gárgolas al volante, gárgolas en mis sueños, gárgolas que me miran cada mañana desde el fondo del espejo. ¡Es tan inarmónica y teratológica, la criatura humana! Las gárgolas góticas eran seres alados, quimeras prestas siempre al vuelo y habituadas a la enrarecida atmósfera de las alturas. La gárgola humana es, en cambio, un bicho pedestre, estrictamente peatonal. ¡Y qué hermoso y enigmático es el silencio de la piedra! Mientras que las gárgolas que en derredor nuestro pululan son locuaces y chillonas hasta la náusea.
¿Qué protervos demonios subconscientes y celosamente reprimidos hemos proyectado en esos monstruos? ¿Qué siniestra parte de nuestras almas materializan? ¿Qué larvas, qué trasgos, qué súcubos nos habitan, que hemos debido exorcizarlos mediante hipogrifos, efigies de piedra? ¿Tanto les temíamos que no fuimos capaces de lidiar con ellos de otra forma, y a fin de expulsarlos de nuestro ser tuvimos que inmovilizarlos en el granito? ¡Ah, qué lúgubre panorama de nuestra psique ofrecen estas híbridas, mestizadas criaturas hechas de incogruentes retazos arrancados a las más disímiles categorías zoológicas! ¡Qué innoble bestiario mitológico proponen al mundo! ¿Es así cómo nos percibimos a nosotros mismos?
Hoy, en el metro, miré en derredor, y me descubrí rodeado de gárgolas. Hacinadas en el mismo vagón. Todas amenazadoras, inescrutables. Colisioné con el reflejo de mi propio rostro en la ventana, y ante mí surgió, mirándome con intensidad inquietantemente familiar, la más horripilante y abigarrada de todas. Un engendro que hubiera sido expulsado, por ofensivo, del Aquelarre y cualquiera de los caprichos de Goya, de Las tentaciones de San Antonio de Grünewald, El Bosco y Dalí. Como el poeta, me dije: “¡Ah, Señor, dame la fuerza y el coraje para contemplar mi corazón y mi cuerpo sin asco!”
Hermanas que desde la soledad de sus torres altivas asisten serenas al ridículo frenesí del insecto humano, leales centinelas que guardan el sagrado secreto del granito, testigos silentes de mil revoluciones y masacres sin fin: no libren nunca palabra de tanto horror si no es al viento, que es por naturaleza frívolo y desmemoriado. Híbridas criaturas de garras aceradas y alas membranosas, veo en ustedes la resplandeciente belleza de los ángeles custodios. Sigan apostadas en sus domos y capiteles hasta el día en que alcen vuelo para fundirse en la luz azul y grana del poniente. Llévenle entonces noticias a Dios de los monstruencos que reptan a ras de las aceras y las umbrías callejas. Pregúntenle qué cosmética impostura, qué antropocéntrica vanidad, qué infame espejo nos ha llevado a creernos bonitos, nosotros que representamos, antes bien, la más ofensiva estridencia en la gran partitura cósmica.
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