Pavana para una infanta difunta
Jacques Sagot
Stella Astor. Compositora. Alguna vez oí una de sus piezas: música a un tiempo ingenua y seductora. Ha tenido una carrera harto promisoria, con algunas críticas encomiásticas, y una bonita página web.
Durante un año fui su profesor de piano. Rice University, Houston. Probablemente 1992. Siempre pasaba a nadar en las piscinas del gimnasio adyacente a la escuela de música… justo antes de las lecciones. Y cuando llegaba a mi cubículo tenía el pelo –largo, rubio, un poco rizado–, húmedo, la piel más blanca y lustrosa, el aire más juvenil, dimanando energía y relajación al mismo tiempo, la belleza inherente a la salud. Era delgada, con cara de chiquilla mala: una sonrisa chispeante, inocente… pero llena de pecados no confesos. Rostro de niña, en buena medida. Fina, con labios exquisitamente delineados (el rojo natural como dibujado a plumilla sobre la piel blanquísima). Fina. Esbelta. Rabiosamente bella. Usaba faldas cortas y livianas, generalmente verdes. Y luego una blusa cualquiera, sin el menor matiz de elegancia, fuera del que era inherente a su cuerpo. Casual, détendue. El atuendo de una gringuita en una escuela de música, holgada, fresca, natural, sin ser desaliñada. Era muy bella como para preocuparse del maquillaje –siempre andaba con la cara limpia– o de la indumentaria. ¿A quién se le ocurriría cosmetizar a una orquídea?
Y así, sin transición alguna, pasaba de sirena a estudiante de piano. Yo la esperaba ansioso. Las clases eran los sábados a las tres de la tarde. En mitad de Rachmaninoff, de Liszt o de Beethoven, veía girar la manija de la puerta, y yo sabía que era ella, que venía a arrancarme a mi soledad y a mi concentración de enajenado. ¡Aquella sonrisa! No sé cómo describirla: un candor lleno de secretos. A good – bad girl. Rubia, sí, como las diosas del trigo que fueron veneradas por los pueblos de la cuenca mediterránea.
Y se sentaba al piano para recibir su lección. Húmeda, húmeda, húmeda, los cabellos a veces aún escurriendo gotitas que le bajaban por los hombros, por la espalda. “Ruisselante, ravie, épanouie” (Jacques Prévert). Ya no recuerdo si tocaba bien o mal. Nunca me interesó averiguarlo. Barrunto que probablemente no era muy buena. Tenía ese tipo de muslo que, cuando es visto de frente, parece –aunque siempre firme– más delgado que cuando es visto de lado. Entonces cantaban sus piernas, esa curva que prepara sibilinamente el advenimiento de las nalgas. Muslos cuajados de sensualidad. Y la conjunción de su rostro de niña – mujer con aquel cuerpo exquisitamente maduro para el sexo, me fascinaba hasta la locura. ¿Qué edad tendría Stella? No lo recuerdo. Posiblemente veinticinco, veintiséis años. A la sazón yo me aprestaba a dejar atrás la cuarta década de mi vida.
Y una tarde, mientras tocaba, me instalo detrás de ella, para verificar que su postura ante el instrumento fuera correcta –es ahí donde se genera la tensión y los posteriores dolores de espalda crónicos–. Llevaba los hombros descubiertos. ¿Y qué veo en ellos? Sobre el lienzo de su piel, dos magulladuras rojas, las huellas delatoras de poderosas manos que se habían hundido en su carne. El tamaño, la forma perfecta de la mano. Entre la base de la nuca y los hombros. Traza de impetuoso galope, bridas virtuales. De cuatro patitas, la habían galopado. Como la “potra de nácar” de García Lorca. Frescas las huellas. Debían de haberla cabalgado la noche anterior. Alguien me había dicho por ahí que tenía un novio salvadoreño. Y ella seguía tocando, sin sospechar siquiera –¿cómo podía hacerlo?– que su cuerpo llevaba la traza inequívoca de las potrancas cerreras que han sido saltadas. Con vehemencia, con percusividad, con furia, bien asida por los hombros, pues de otra manera no hubieran quedado ambas huellas impresas en su piel delatora. Las contemplé casi azorado, como quien por accidente sorprende una escena de amor.
Ella seguía tocando. De vez en cuando paraba, me sonreía, y retomaba el pasaje. No venía bien preparada. Claro está: entre cabalgatas y piscinas… la tiránica plenitud del cuerpo joven, del cuerpo sano, del cuerpo que es uno con el movimiento y con la vida. Y sí, supongo que por segunda vez volví a pararme detrás de ella, para constatarla, para corroborar su furor de fierecilla domada… justo la noche anterior, la noche anterior… ¿Qué podía estarle importando el piano? Bien pude haber puesto mis manos sobre sus hombros y su espalda: era no solo permitido sino necesario a fin de corregir hábitos posturales inconvenientes. La costumbre de tocar con los hombros demasiado altos, por ejemplo, tensaba todo el sistema y terminaba por contraer los músculos de la espalda. Pero estaba demasiado anonadado por todo aquello como para cumplir con mi deber pedagógico. Y además… venir a tocar la huella de otro hombre sobre su cuerpo. No puedo explicarlo: era, a ver, ¿cómo decirlo? Entrar en un huerto que no me pertenecía, posar una fría mano pedagógica justo en el sitio donde la mano impetuosa del amante había dejado su fértil surco labrantío: No trespassing! Hombros prohibidos, el doble grabado de la posesión ahí: demarcando un territorio, sellando, vedando. Los dedos hundidos en la carne, como para no dejarla escapar, como para retraerla violentamente con cada empellón; y así debía de tener las nalgas: enrojecidas por el amor… Todo lo prohibían, aquellos hombros, todo salvo el deseo.
Si ella se hubiera dado cuenta de que su cuerpo la delataba de semejante manera, habría quizás usado una blusa que le cubriera los hombros, la espalda. Se hubiera ruborizado y reído maliciosamente de haberle hecho yo la menor observación: la conocía bien. Pero, huelga decirlo, me senté a su lado, me limité a señalarle un par de cosas, y di la lección por terminada. Salió de mi estudio. Por la ventana la vi alejarse por los senderos del campus, el pelo dorado aun oscurecido por el agua. Sábado por la tarde: día de piscina, de clase de piano, posiblemente de cine, pizza, y una nueva paliza amatoria. Siempre que me la topaba por los pasillos de la escuela. Me sonreía, como diciendo: “Yo sé que te gusto”. Carlos Salazar Herrera hubiera dicho que su cuerpo semejaba “un apretado racimo de naranjas de las mejores”. Es así como describe a la provocadora Rita Camacho, en el cuento “El beso”.
Le concedieron una beca de estudios en Filadelfia, y se fue para siempre de Houston. Los corredores quedaron vacíos, la escuela desierta, tristes las paredes, mudos los pianos, y el campus se convirtió para mí en una estepa, en un páramo yerto. Solo el hecho de saber que ella ya no recorría las veredas, lo jardines, las arcadas, las vastas alamedas de la universidad bastó para despojar aquel lugar de toda su magia. Circe había abandonado su isla, y yo quedé viudo de poesía, de musa, de sortilegios: el canto de otras sirenas jamás tuvo sobre mí poder alguno. Sus muslos, sus muslos… estaban dotados de inteligencia, de vida autónoma, independiente. Sonetos mellizos. Y su sonrisa, hopalanda de ese poema infinito que era su cuerpo.
En su mente ocuparé siempre un pequeño –ínfimo– rincón: el que le es asignado a los profesores que pasan sin pena ni gloria por nuestras vidas. Para mí, en cambio, su sonrisa, sus labios, su finísimo mentón, sus hombros –que por la noche devenían bridas– son eternos. Enredadas en su verde enagua se llevó las primaveras todas del mundo, y me dejó solo, confinado a mi invierno – infierno. “Ton souvenir en moi luit comme un ostensoir!”: “¡Brilla en mí tu recuerdo, místico relicario!” (Baudelaire).
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