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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

Ordalía diplomática


Jacques Sagot




Pesadilla.  Almuerzo de despedida del Embajador de México, el señor… no me acuerdo: a decir verdad, creo que nunca supe su nombre.  El retintín de las cucharitas golpeteando las copas a mitad llenas de vino: a toast!  Cada comensal pide tomar la palabra.  Todos dicen exactamente lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo, lo mismo… Se repiten, los cretinos, ad nauseam, retoman las mismas fórmulas, expresan los mismos conceptos ¡sin variar siquiera las palabras!  El mono-discurso.  Una hidra: cien cabezas para el mismo cuerpo.  

 

Por supuesto, nuestro amigo, el embajador de Venezuela, el prosopopéyico Iván Belloso, toma -secuestra- la palabra (es el único que se pone de pie), y declama uno de los poemas del Canto a Bolívar, de Neruda (¡qué poesía tan hueca, tan grandilocuente, por cierto!)  Imposta la voz, saca el pecho, alza su copa, traza amplios círculos en el aire con su brazo libre, remata con “latiguillo” el final de cada estrofa…  Por lo menos es divertido, en medio de su teatralidad de utilería.  


Luego roba la palabra el homenajeado… y se asegura de que todo el mundo se entere de su amistad con Cortázar, con Paz, con Cernuda.  Lo que los anglosajones llaman “name dropping”.  Se declara a sí mismo “un guerrero de la palabra”, y reitera “su compromiso inclaudicable con los más altos valores de la humanidad” (sic).  Mientras tanto, nadie osa empezar a comer, y las coquilles Saint-Jacques se van enfriando.  Y sigue, el viejo verboso, logorreico, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue, sigue…  Comienzo por fin a comer mis coquilles en franco signo de protesta.  Denise, mi ministra consejera, desde el otro lado de la mesa, me reprende con la mirada.  Otros siguen mi ejemplo.  Pero el “guerrero de la palabra” no deja de hablar: fanfarrias, timbales, bombos, platillos… Berlioz degradado.  

 

Repudio todo cuanto está pasando en la mesa.  No creo en nada de lo que se dice, no creo en el cariño de nadie, en la palabra de nadie, en la sinceridad de nadie, en la inteligencia de nadie.  Estoy profundamente irritado.  Profunda, profundamente.  Nuevo retintín de campanitas… otro discursete… ahora es el filet mignon el que se está enfriando.  Me lanzo sobre él con ferocidad: es un manifiesto, una insurrección.  Nueva mirada de Denise.  Estoy violando todos los códigos protocolarios.  Mi filet mignon sangra, y sangra, y sangra: lo devoro brutalmente.  Lo acuchilleo con saña.  Y los viejos ventrudos y engolados siguen repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose, repitiéndose…  


He perdido toda noción de urbanidad: ¿qué hago yo en medio de aquel aquelarre?  ¡Una respuesta, una respuesta, mi reino por una respuesta!  Soy el único en la mesa que está tomando Coca-Cola; soy el único que, a falta de saco, lleva el abrigo de invierno puesto; soy el único que fricciona los cubiertos sobre el plato de porcelana; soy el único que tiene los codos sobre la mesa; soy el único que, en el momento de llevarse la comida a la boca, no se pasa el tenedor de una mano a la otra; soy el único que llama permanentemente a los mozos para refills de gaseosa.  La expresión de Denise es una mezcla de imploración y reprimenda.  

 

Viene la ensalada.  Esa, por lo menos, no va a enfriarse.  La lechuga me proporciona nuevas oportunidades de hacer resbalar el cuchillo sobre la porcelana.  Los comensales pretenden no reparar en mis agresiones auditivas.  Y lo último -y esto sí no lo planifiqué- en el angustioso momento de traspasar con el tenedor uno de esos tomatillos diminutos cuyo nombre botánico ignoro, la fruta se sale del plato y corre, dejando tras de sí una estela de vinagreta, entre las copas, los platos, los floreros… eso sí me dio vergüenza.  

 

Postre, café, té… el rubicundo Embajador de Brasil me mira y deja salir un espontáneo “¡Viva Costa Rica!”  Sí, viva, viva, whatever you say.  Luego improvisa, de su propio numen, un postludio solemne para rendir al “guerrero de la palabra” un último tributo.  La gente comienza a ponerse de pie… ya nos íbamos todos cuando Iván Belloso vuelve a adueñarse del verbo, esta vez para recitar con voz tonitruante un poema de su autoría, para despedir “al amigo que, después de mil lides, regresa a sus lares” (¿puede concebirse algo más cacofónico?)  Iván Belloso se ha convertido en algo así como el Assurancetourix de la UNESCO: siempre cabe esperar de él una oda o peán en el momento en que nadie quiere oírlo.  

 

Yo, entretanto, tomo notas en mi libreta (una vez más, soy el único que tiene el maletín colgado del respaldar de la silla).  Hay que aprovechar toda esta absurdidad, cada momento es precioso, cada gesto atesorable, cada palabra digna de figurar en los anales de la estulticia.  Una antología de “la bestialidad en todo su candor” (Berlioz: La damnation de Faust).  Ahora que lo pienso: ¿por qué no ensayar un proyecto de esta naturaleza?  Siempre me gustaron las antologías.  No intento ser humorístico; de hecho, todo esto es trágico.  Profundamente trágico.  Y ahora los abrazos… todos falsos, hipócritas, histriónicos.  Sonreír a todo el mundo.  La repugnante promiscuidad de los apretones de manos, de los alientos viciados por la comida, los pendajos del filet mignon probablemente aún atorados entre los dientes, el atroz tufo del café, los rostros sudorosos, los cuerpos que luchan denodadamente por digerir, la distención abdominal a duras penas contenida, la panza hipertrofiada y expansiva del embajador de Brasil, la corbata manchada de salsa de hongos del embajador de Panamá, el desdibujado rouge à lèvres de la embajadora de Colombia… y todavía tener que ir a rodear al “guerrero de la palabra” para un abrazo postrero.  No, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no, no…

 

Denise me evita.  Está furibunda.  A mí qué me importa.  Salgo del lugar desesperado, me deshago de la corbata, me desabotono el abrigo… necesito aire fresco, bocanadas de él, oxígeno, la pureza, la pureza… mi asilo limpio y casto.  Un par de poemas de Mallarmé bastará para devolverme a la patria de mi alma.

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