Soy la muerte
Jacques Sagot
En mitad de la noche, atraída sin duda por la luz de mi cuarto, una cucaracha se arrastraba miserable, torpemente. Negra y túrgida -supongo que estaba preñada-. Quienes no han vivido en el trópico húmedo no saben el tamaño potencial de estas infecciones vivientes. Espernibles descendientes de los bichos del período carbonífero (¡casi trescientos millones de años pululando sobre la faz de la tierra!) Insolente y llena de desfachatez se arrastró hacia mí. No me atacaba. Simplemente parecía no haber advertido mi presencia. Me sorprendió su falta de agilidad. La dejé avanzar y cuando la tuve a mano intenté reventarla con un zapato. Fallé cuatro o cinco veces. Bajo el bombardeo la sabandija recobró algo de su presteza natural, y dribló cada uno de mis golpes hasta escurrirse debajo de mi cama. Desesperado, eché mano de un insecticida recientemente adquirido -¿por qué no lo hice desde el principio?- y proyecté el veneno con furia. Sin apuntar. Durante varios segundos. Mi ensañamiento no me sorprendió. Estaba aterrorizado, y además humillado. La Imiprotrina y la Cipermetrina inundaron mi habitación. Atmósfera deletérea. Un verdadero simún.
Y de pronto pensé: ¡cielo santo! ¿Y si asesiné quizás a Gregorio Samsa? ¿No vendría aquella noche Franz Kafka, desde el fondo de los siglos, a reprochar mi entomologicidio? Tal vez el pobre Gregorio se arrastraba hacia mí buscando compañía, validación, un mendrugo de afecto. Y yo reaccioné igual que toda su familia (en particular el despótico e inmisericorde padre), fumigándolo y desterrándolo de la vida. Ahora que lo pienso, había en su actitud una total desaprensión, la voluntad ingenua de acercarse a mí. ¡No soy mejor que los verdugos de Gregorio, que el pater familias Hermann, que la hermana Grete, que la empleada doméstica que descubre su cadáver, lo barre debajo de una mesa, y se limita a constatar: “¡Mira: el miserable ha reventado!” ¡Ah, Padre, ayúdame a nunca ser indiferente ante el dolor de los demás!
Debajo de mi cama, en la oscuridad de su postrer refugio, yace ahora una enorme cucaracha. No he buscado el cadáver. Ahí está. En algún lugar. Crispada junto al rodapié o quizás colgando de la parte inferior de mi lecho. Sin duda disecada. Con sus huevecillos y todo. Experimenté el peculiar sentimiento de haber sido, por una vez, la muerte, y descubrí que me gusta. Quizás debería procurar encarnarla más frecuentemente: hay toda suerte de alimañas que podría divertirme atormentando y aniquilando. Y, sin embargo, es curioso: no dejo de sentir miedo. Hay otra muerte. La que ahora está debajo de mi cama. Me tranquilizaría encontrar el infecto cuerpo, pero no me atrevo a buscarlo. Tal vez ha crecido durante la noche y espera tan solo que asome la cabeza para enfrentarme. Atisba en la sombra. Me ha vencido desde la muerte. Ahí está, debajo de mi cama, ahí, ahí.
Pienso en el cuento “Sur l´Eau”, de Maupassant. El cadáver de la vieja yaciendo entre sargazos en el fondo del lago, justo bajo la barca del pescador. ¡Cuánto horror encubre la lisa, tersa, silente superficie del agua! Hay en todos nosotros un fondo turbio, fosco y legamoso. El fango, la marisma, el lodazal, la corrupción y la muerte que miríadas de bacterias generan en el fondo del pantano. Hemos de reconocer este hecho, aceptarlo, y seguir viviendo con nuestra faz en sombra. No segregarla, no negarla, no reprimirla: ser la muerte cuando nos corresponde encarnar tal rol. Celebrar nuestra dual naturaleza: todo cuanto en ella propende a la vida, como esa sorda corriente subterránea que nos hace sucumbir al canto de sirena de la muerte.
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