Un pedazo de infierno
Jacques Sagot
Íbamos por la carretera (¿merecen este nombre, los cauces de río seco que hacen las veces de calles de nuestro país?) pomposamente llamada “de la Segunda República”, en el segmento que circunda la Universidad de Costa Rica. Mi amigo taxista es un hombre efusivo, que conozco desde hace ya varios años. O creía conocer.
“En ese árbol por el que vamos a pasar, ahí, a la izquierda, la semana pasada se mató un piquetero. Todavía puede ver los vidrios rotos, el mordisco que le quedó al tronco, y el ramaje todo quemado. ¡Lástima por el árbol! Los piqueteros habían desaparecido de San José. De un tiempo para acá volvieron a desatarse. En las carreteras de Pavas, en San Pedro, en Curridabat, en todas las radiales, en la calle principal de Tibás, en Guadalupe… por todas partes andan esos irresponsables. Y todavía tienen el tupé de exigir que el Estado les garantice el derecho de ejercer sus criminales prácticas. Se toman por Paul Walker, los hijos de puta. Demasiado rápidos para ser furiosos, demasiado furiosos para ser rápidos: son simplemente una manga de imbéciles. Los he visto matar gente. Hace un año, allá, en Sabana sur, embistieron a un hombre que venía en bicicleta. Lo encumbraron cinco metros en el aire, y lo fueron a tirar a media cuadra del lugar del impacto: imagínese usted la clase de choque. Y eso yo lo vi. Sí, lo vi. Con estos ojos que no se van a comer los gusanos, porque ya he dispuesto en mi testamento que me incineren. Daría cualquier cosa en el mundo por no haberlo visto, pero lo vi. Uno no se puede arrancar esas imágenes de la conciencia. No me pregunte cómo sucedió, pero el hombre no murió instantáneamente. Llegó vivo al hospital, reventado por dentro, y se ahogó en su propia sangre. Dejó una viuda y cuatro chiquitos huérfanos. Y todo para que estos mal paridos vivan su fantasía de ser Paul Walkers del trópico húmedo. No tiene caso denunciarlos. Todos los taxistas lo hacemos: tenemos instrucciones de contactar a las autoridades para que los detengan tan pronto los veamos. Cuestión de apretar este botón: mírelo aquí: es la cosa más fácil del mundo. Pero no sirve de nada. Ahora esos atorrantes andan armados y con drogas. Nuestra policía les teme. Antes los sobornaban, ahora es que simplemente les tienen miedo. Son unos psicópatas desalmados. A veces pienso que una opción podría ser emitir una orden para que las bombas de gasolina no les vendan combustible, pero, aunque hay algunos que sí se identifican abiertamente como piqueteros (carros deportivos llenos de calcomanías agresivas, de color rojo, chiquitos de papi), otros son pobres hijos de puta que tratan de sentirse como Schumacher con sus gajos de mierda. Esos son los más peligrosos. Aunque los primeros desarrollan mucha más velocidad, sus carros les permiten maniobrar más hábilmente. Los piqueteros pobres, en cambio, son más temerarios, más peligrosos: manejan máquinas que pueden desarrollar tremendas velocidades y no responden como las de los niños bien. Y Dios guarde meterse con ellos: se comunican entre sí y corren a hacer frente común. Sacan pecho, nos desafían, y si usted no se bate en retirada, le dan una paliza. A veces se limitan a sacar la pistola para que usted la vea. Una vez uno de esos atorrantes hasta se mandó tres tiros al aire, como un vaquero del far west, para intimidar a los taxistas que le rogábamos que se calmara. Alguien después nos dijo que no eran balas de verdad, que eran salvas, pero le aseguro, amigo, que en esos casos nadie está dispuesto a probar la verdad de tal afirmación”.
“¿Y el que se mató en el árbol, qué tipo de atorrante era?”
“Un asesino al que ya se le atribuía el atropello de un estudiante universitario que salía de Taco Bell, tarde en la noche, durante uno de esos malditos piques. Pobre muchacho, no se dio cuenta ni de lo que lo arrolló. Es que usted no los ve venir. Cuando se da cuenta, ya los tiene encima. Los embriaga la sensación de jugar con la muerte: es como el alcohol o la droga, una adicción tan irreprimible como cualquier otra. Se intoxican de muerte. La disfrutan, la degustan, son catadores de muerte. Enfermos mentales. Este maldito venía picando por el carril izquierdo. Un Honda de mierda que ciertamente no se prestaba para ese tipo de maniobras. Iba con tres amigos: uno en el asiento delantero, dos en el de atrás. El chofer perdió el control del carro, dieron varias vueltas, chocaron contra el árbol y se hicieron una bola de fuego. Yo estaba en la parada del mall San Pedro, cuando oí la explosión. Fui a ver en qué podía ayudar. El incendio era mayúsculo: el carro parecía una pira, una antorcha. Sobre el pavimento se contorsionaban las sombras de los árboles del bulevar. Todo era irreal, una cosa salida de una pesadilla, una escena del infierno. Al dar vueltas, los atorrantes que iban en el asiento de atrás salieron expelidos del vehículo. Ahí los vi tirados en la calle. Uno todavía estaba convulsionando. Los dos de adelante murieron quemados, atrapados dentro del carro. El chofer estaba pidiendo auxilio cuando yo llegué. Por ahí se acercó otro par de taxistas. Nos miramos unos a otros, como diciéndonos: “¿vos arriesgarías tu vida para salvar a uno de estos hijos de puta?” Y no necesitamos palabras para respondernos. Ninguno de nosotros hubiera movido un dedo por ellos. Está bien, que los criminales se mueran. Le hacen un bien a la sociedad. Dos psicópatas menos, sembrando el terror en esta siniestra ciudad”.
“¿No lo pensó usted ni por un instante?”
“Ni por una fracción de segundo, amigo. Más aún: uno de los compañeros taxistas se bajó a ver en qué podía ayudar, y lo disuadimos. Es un colega joven: no ha visto las cosas que nosotros hemos visto. Es como perder la virginidad, amigo: cuando uno ha presenciado ciertas cosas, la vida nunca vuelve a ser la misma, hay tejidos del alma que no se regeneran. Un maldito así no merece más que arder en el infierno, y lo único que espero es que las llamas que lo consumieron no fuesen más que un preludio para la hoguera infernal donde ahora debe estar chillando de dolor. Me quedé viéndolo gritar, pateando la puerta, luchando por salir del carro. Imposible: todos los metales estaban retorcidos, todas las salidas bloqueadas. Ahí adentro se cocinó, el hijo de puta. Con seguridad no sintió el fuego que lo mordía, porque el humo lo debe de haber ahogado antes… aunque tal vez sí, tal vez sí sintió el fuego en la carne, el combustible de alto octanaje que usan convertido en una tea descomunal… por lo menos durante algunos minutos debe de haber sentido el fuego subírsele por las piernas, pegársele a los brazos, enredársele en el pelo. Es amoroso el fuego, amigo: una vez que nos abraza no nos suelta. Gritaba como un chancho al que degüellan. Paul Walker convertido en un miserable cobarde. La vida no es Hollywood: eso es lo que vino a descubrir, el mal parido: el héroe no siempre sale vivo de sus coqueteos con la muerte. Lo que es más, amigo, le confesaré que apagué el motor para escucharlo gritar con mayor placer durante los minutos en que duró su agonía. Lamenté que no hubiera sido más larga. De nuevo, ¡lástima el arbolito: mire cómo lo dejaron de chamuscado!”
“Y… ¿sus compañeros también se dedicaron a ver el espectáculo, comiendo palomitas de maíz?”
“Algunos dieron media vuelta y se fueron, pero otros dos colegas se quedaron hasta el final, cuando el carro estaba completamente consumido, y los bomberos llegaron. Vitoreábamos, dábamos gritos de júbilo, cantábamos… todos, en un momento u otro, hemos estado a punto de ser atropellados por esos criminales. Es bueno, es higiénico para la salud, que se mueran. Lo jodido es cuando matan a alguien más, pero que ellos se maten es un mecanismo natural: la naturaleza elimina a los especímenes más imbéciles. Parte del proceso de depuración de la especie. Un cretino así no tiene derecho de vivir. Ese accidente no fue un accidente: fue la naturaleza haciendo su trabajo: deshacerse de los elementos nocivos para preservar a la especie, permitir que los mejores genes se perpetúen, dejar el mundo en manos de los animalitos más aptos para la supervivencia. Es así como hay que verlo, así y de ninguna otra manera. Es la vida haciendo lo que mejor sabe hacer: sobrevivirse. Para ello tiene que matar, y está bien que mate a los menos aptos, a los que representan un peligro para el equilibrio biológico”.
“Así que el paradigma biológico…”
“Como usted quiera llamarlo. Es lo que tenía que suceder. Como le digo, ese infeliz ya había matado a un estudiante. Podría haber sido hijo suyo. ¿Hubiera usted arriesgado su vida por salvarlo?”
“Muy difícil, su pregunta, amigo”.
“No la consideraría tal si hubiese usted visto la masacre de la Sabana, aquel pobre hombre boqueando sobre el pavimento, y los cobardes que se dieron a la fuga a doscientos kilómetros por hora, sobre la autopista de Escazú, y quedaron impunes, porque nadie los encontró, o porque los papás de los criminales -dueños de malls y condominios- sobornaron a la policía o al alcalde, o porque los mismos atorrantes andaban mejor armados que los oficiales, y estos tuvieron que echarse para atrás. Lo que determina la conducta, en la vida de un hombre, es lo que ha visto. Lo que ha podido paladear, en esta cosa atroz que es el mundo. Y es posible que usted, amigo, no haya tenido que enfrentar realidades de este tipo. No me juzgue más severamente de la cuenta. Y recuerde esto, que me parece crucial: una cosa es oír la historia de labios de un mal narrador como yo, y otra haberla visto. La diferencia es inmensa. Ya a nuestra edad todos hemos vivido un poco de cielo y un poco de infierno, pero a veces marca más el segundo”.
“No lo juzgo, amigo, no lo juzgo. No a usted, por lo menos. Pero hay otra cosa, otra cosa de muy difícil, elusiva definición, una cosa abstracta y difusa: se llama sociedad, y aunque no sea una persona sino un sistema, yo la juzgo. Y la condeno como si de un individuo se tratase. Desde el epicentro de mi alma, la condeno. Por mil razones que no tiene caso ponerse ahora a enumerar. Estos horrores que usted me cuenta son el resultado de toda una red de antivalores que se concatenan, se refuerzan los unos a los otros, y yo no sabría por qué hilo comenzar a desenhebrar el ovillo. Es una maraña demasiado siniestra. Aquí somos culpables -¡no solo responsables!- todos: las familias, los medios, el cine, las autoridades, la legislación vigente, los fabricantes de carros, el sistema educativo, las iglesias, las curules, los mercaderes de la muerte, los encargados del mantenimiento, iluminación y señalización de nuestras carreteras, la tecnología cuando se divorcia de la ética… El que no peca por comisión, peca por omisión: basta con guardar silencio, para convertirse en cómplice activo de toda esta podredumbre”.
“Es posible, amigo, es posible. Todos estamos en la mierda. Pero créame: esa noche, al no inmutarme ante el espectáculo del criminal que se quemaba dentro de su instrumento de muerte, hice lo correcto. De ello tengo absoluta certeza. ¿Sabe lo que hicimos los compañeros taxistas y yo, cuando los gritos del maldito por fin cesaron? Nos pusimos a aplaudir. Eufóricos, como cuando nuestro equipo de fútbol favorito mete un gol. Así, exactamente así. ¿Que la violencia genera violencia? Eso lo sabemos todos. Pero soy de los que creen que al incendio no hay que echarle agua: hay que dejar que se consuma solo, hasta su extinción definitiva. Será la violencia la que instaure la paz. A un precio espantoso, pero lo hará”.
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