Mi infancia coincide con la infancia del mundo.
Jacques Sagot
Poca gente lo sabe, ahora que mi país me tiene “oficialmente” por pianista y escritor, pero el hecho es que mucho antes de dedicarme a la música y la literatura, pensé en ser paleontólogo. No tenía la menor vacilación profesional. Los dinosaurios (más que los mamíferos antediluvianos, que juzgaba más próximos a nuestra era y, por consiguiente, menos fascinantes) ocuparon mi pensamiento y fecundaron mi imaginación infantil (de los cuatro a los diez años de edad, estimo) como poquísimas cosas lo han hecho. Eran una pasión, casi una obsesión. Tenía montones de libros de dinosaurios, con sus magníficas, aterradoras ilustraciones, y me precio aún hoy en día de conocer casi todas sus especies, las eras en que vivieron, cuáles eran herbívoros y cuáles carnívoros, los lugares donde habían sido encontrados los fósiles.
Para perplejidad de mis compañeros de clase (estoy pensando en el segundo grado de la escuela primaria: siete años de edad), los dibujaba sin cesar. A veces combinaba especies diversas, por ejemplo, un pterodáctilo con las placas óseas dorsales de un estegosauro, o un brontosauro con las mandíbulas de un tiranosauro, o la bizarra amalgama de un triceratops con un monstruo marino: el plesiosauro. Recuerdo la mirada curiosa e intrigada de una amiguita, asomándose con el rabillo del ojo a mis dibujos. No entendía, la pobre, por qué yo no dibujaba casitas con figuras de papá y mamá, y un sol de utilería resplandeciendo sobre las lejanas montañas. Simplemente no entendía. No creo que nadie lo hiciera, en cuenta los profesores, que quizás hubieran debido preocuparse por mi temática pictórica. No sé lo que mi fijación con los monstruos podía significar, y me niego a especular. Coleccionaba los álbumes de estampitas sobre los animales antediluvianos, aunque nada o poco era lo que de ellos podía aprender. Era la arcaica atmósfera de los dibujos lo que me fascinaba.
Cuando íbamos de paseo en carro, no cesaba de imaginarlos emerger detrás de cada colina, de cada bosque, de cada recodo del camino. Conocía perfectamente sus colosales dimensiones. Hubiera dado cualquier cosa por asomarme por un momento al jurásico superior para constatarlos, para vivirlos, para escuchar sus portentosos rugidos. ¿Cómo sería en aquellos tiempos la vegetación, el olor de la tierra, el relieve de las montañas, la furia de los volcanes? Y fue así como -tras breve consulta con mi Papá- se decidió que yo sería paleontólogo. (Sí, sí, cualquier maldita cosa con tal de preservame de acciones que provocaran masivos sangrados internos). Pero en mi obsesión con los tiempos milenarios y por siempre perdidos se insinuaba ya uno de los rasgos salientes de mi personalidad: la nostalgia de lo imposible. Forzaba los límites de la imaginación y su poder invocatorio para visualizar, para alcanzar mis escamosas, reptantes quimeras. Era como tener una palabra en la punta de la lengua y morir de desesperación al no poder recordarla. El terrible escozor de lo imposible. Era tal cual si hubiera convivido efectivamente con los dinosaurios y mi conocimiento de ellos no fuera más que una reminiscencia, en el sentido socrático del término.
Sobre las paredes del cuarto, que compartía con mi hermano, pegaba mis bizarros dibujos, a la manera de una galería de lo incongruente y lo teratológico. Nuestra habitación estaba por completo ornamentada por mis -a veces-sorprendentemente exactos dibujos de dinosaurios. Eran picudos, angulares, agresivos. Deploraba desde el fondo de mi alma el hecho de que en Costa Rica (¡siempre la limitación de mi país!) no existiera un museo de historia natural con los fósiles de los monstruos en cuestión. De toda suerte hubiera sido imposible: los dinosaurios datan de una época anterior a la formación de nuestro ínfimo subcontinente. Pangea comenzó a fracturarse a principios del jurásico, esto es, hace más de doscientos millones de años. Los continentes iniciaron su proceso de deriva. Desgraciadamente, ya para cuando el cafetal emergió, a punta de empellones volcánicos, los fascinantes dragones habían desaparecido de la faz de la tierra. Tenía que conformarme con las descripciones que mi padre hacía de los fósiles exhibidos en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Mil veces supliqué ser llevado a la mítica ciudad, extravagancia que estaba completamente fuera del alcance económico de mi familia.
Desde entonces he guardado una inexplicable -por lo menos para mí- fascinación por todo lo arcaico, lo extinto y colosal. Una especie de pathos de la lejanía física y sobre todo, temporal. Todas esas latencias siguen ahí, vivas como siempre lo han estado. El objeto de referencia puede haber cambiado, pero la sistemática inducción de la experiencia límite del tiempo es una práctica que sigo cultivando. Todo esto acarrea en mí -¿cómo podría ser de otra manera?- una profunda frustración que es casi consustancial con mi persona. La reconstrucción imposible. La resurrección imposible. La vivencia imposible. Siento -sé cuan bizarro esto puede parecer- como si algo, una parte de mi ser hubiese estado ya presente durante el amanecer del mundo. Testigo de sus dolores de parto, de sus fracturas tectónicas y tremendas sacudidas, testigo de las criaturas que luego lo habitarían. Una parte mía que guarda una vaga impronta, remotísima reminiscencia de lo que viera. La fascinación con el origen. Algo mío estaba ya ahí, presente, cuando los grandes reptiles fueron dueños de la tierra. Extraña, en verdad extraña intuición. Y eso ha sido mi vida. Ahora lo veo claramente.
Lamento que mis profesores y mis padres -seguramente temerosos de interferir en mis procesos creativos- no hayan leído lo que se ocultaba detrás de esta raigal, atávica obsesión. De mi desesperada sed de arché, de origen. Acaso hubieran podido conjurar algunos de sus aspectos más nocivos, yo qué sé. Haber detectado, por ejemplo, que los monstruos estaban dentro de mí, y que no eran quizás más que símbolos -o alegorías- de cosas más aterradoras. Yo buscaba por doquier esos colosales dragones, sin saber que me habitaban, que yo era su continente, y no hacía sino proyectarlos sobre la realidad exterior. Inquietante, extraño niño fui. La angustia y el miedo fueron mi patria.
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