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La embriaguez del pensamiento

Día anubarrado


Jacques Sagot



 

Lo estoy viendo: ya casi convertido en una sombra, recostado sobre la cama, viendo los partidos del Campeonato Mundial de Fútbol Corea - Japón 2002.  Con los ojos desmesuradamente abiertos.  Como un niño.  Yo le acababa de traer de Francia una camiseta con una estampa de la Selección de Alemania (su equipo, ese por el cual, dado mi brasileñismo incendiario, tanto habíamos discutido).  Me había agradecido el gesto profundamente.  La tenía puesta.  Como lo haría un hincha en el estadio.  Negándose a morir.  “Torciendo” aún y siempre por sus héroes.  La camiseta, la camiseta: el uniforme blanco y negro, las divisas del equipo y el número diez a la espalda, el que usaba Michael Ballack.  La Mannschaft.  Estaba jugando, sí, pero su partido era ya otro.  Aquella era tan solo una pequeña puerilidad ad portas de la muerte.  

 

Sobrecogedoramente flaco.  El hígado ya muerto.  Llevaba un carné donde iba apuntando los resultados de cada partido.  De esos que regalaba la Coca-Cola.  Como si tal cosa importase, a aquellas alturas.  O tal vez, tal vez no sabía aún que le quedaba tan solo un mes de vida.  Por ahí tengo todavía la libretita.  Llena hasta poco antes de la final, que Brasil le ganó a Alemania 2-0.  Viviendo la competencia con serena intensidad.  

 

Toda su cara se había llenado de cuencas.  Un paisaje de absoluta devastación.  He visto esqueletos con más carne que él.  Yo apenas toleraba verlo.  Es que dolía, sí, dolía, posarle la mirada encima.  Y la camiseta, diríase, flotaba, en lugar de asentarse en un cuerpo físico.  Enorme, casi vacía.  Otra imagen para la eternidad.  Su sed de vida… pobrecito.  

 

Yo le había enviado, también desde Francia, un set de videos con la historia de los campeonatos mundiales (cortesía de Yves Debroise).  Nunca alcanzó a verlos.  Llegaron a Costa Rica tres días después de su muerte.  Tal vez el fútbol era para él como la naranja ya reseca, a la que se afana uno por arrancar los últimos pedazos de pulpa.  Maldita camiseta.  Por ahí debe estar.  A menos de que su viuda haya dispuesto de ella, de que se la haya regalado a alguno de sus amantillos, como lo hizo con toda su vestimenta.  Borró su voz en la messsagerie vocale: el último documento “vivo” que de su ser perviviría.  Yo ya he olvidado su voz.  Era cálida y viril, pero no recuerdo su “color” exacto.  Tal parece que es lo primero que se va de la memoria.  

 

Hace algunos años -todavía vivía yo en Houston- soñé con él.  Lo llevaban en una camilla, detrás del mostrador de un hospital, como si lo fueran a internar en un quirófano.  Iba sentado.  Inmensamente feliz, inmensamente.  Sonreía, y me hacía señales de triunfo, casi como si quisiera decirme: “No te preocupés, estoy bien, no hay razón para la tristeza”.  Y sí, llevaba puesta la camiseta de la Mannschaft.  Por él y por sus tres hijos he tratado de vivir una vida decente, digna, productiva.  No sonrojarlos, no ser motivo de vergüenza.  

 

Hermano amado, sangre de mi sangre y carne de mi carne, convoco para ti las célebres palabras de Miguel de Unamuno: “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar.  Dormiré ahí, pues vengo deshecho del duro bregar”.  Y duramente bregó, en efecto.  Dura, estoica y valientemente.  Murió el 26 de agosto de 2002, a los 36 años de edad.  Que el Dios de misericordia y de amor infinito haya restañado sus terribles heridas físicas, que su sangre haya dejado de manar, que su alma haya sido acogida al lado del Padre.   No hay ninguna otra cosa que le pida a la vida, a la muerte, a la justicia divina, a los ángeles o a los demonios.  ¡Ah, y algo que casi olvido: ve preparando mi lecho amorosamente para cuando yo llegue por aquellos lares, y tenga la indecible dicha de reencontrarte!  Amén.

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