Greguerías contra la muerte
Jacques Sagot
La muerte es una hija de puta.
Ya está detrás de la puerta.
No pasa una hora sin que me pregunte cómo será el morir: ¿Asfixia? ¿Vértigo de la caída libre? ¿Lenta inmersión en el sueño? ¿Espasmos de dolor inexpresable? ¿Súbito estupor? ¿Transición efectuada dentro de la inconciencia? ¿Sentimiento de soledad, de miedo e indefensión infinitos? ¿Lucidez que pervive muda, paralizada, después de que las enfermeras extienden la sábana sobre nuestra cara y el llanto llena la estancia? ¿Inefable sensación de paz y de serenidad? ¿Imágenes que se cuelan por los ojos aun abiertos, y que desde la muerte siguen mostrándonos el rostro del mundo? ¿El maldito túnel luminoso al final del cual nos espera, con los brazos abiertos y radiante sonrisa, el Padre Eterno? (consigno esta hipótesis únicamente por no omitir una de las fantasías más cultivadas por los cretinos que pretenden haber ido y vuelto de la muerte como si tuviesen visa acreditada al más allá) ¿Terrible e instantánea crispación? ¿Acre sabor, boca seca como una duna? ¿Rememoración instantánea y totalizadora de nuestra vida, algo así como una sinopsis inimaginablemente comprimida de nuestra peripecia vital? ¿Una sorpresa no contemplada en ninguna de las visiones antes conjeturadas? ¿Y qué nos autoriza a asumir que la muerte sea algo genérico? Si no lo fue la vida de cada ser humano, ¿por qué habría de serlo la muerte? ¿No será la vivencia de la muerte -¡oigan ustedes: la vivencia, ¡qué clase de oxímoron!- singular e irreductible en cada hombre? ¿Valdrá la pena preguntarse todo esto? ¿Será hoy el día de mi muerte?
La muerte se sienta a veces al lado de mi cama y me lee cuentos para hacerme dormir.
Afortunadamente la muerte es algo que solo les sucede a los demás.
¡Extraño aliado, el tiempo, que nos conduce a la muerte!
A partir de los dos años de edad la vida es una gran propedéutica del morir.
La mirada de un muerto es siempre impugnadora. Somos culpables de seguir en la vida.
La muerte debería ser incluida en los programas de enseñanza primaria del mundo entero. “Clase de muerte”, ¿por qué no? Teoría, taller, ejercicios prácticos, evaluaciones…
La muerte sería algo totalmente banal… si no fuera para siempre.
Entre el cráneo se agitan los pensamientos como las larvas dentro del féretro.
Todos los días reelaboro la lista de aquellas personas que quisiera invitar a mi propio funeral.
Las cuencas vacías dicen el arco de los cielos.
“¡Pida la lápida pídala dilapida la lípidalápida pálida pálida, pida la lápida la pálida pídala la pila dilapida dilapida la pálida lápida pida la lápida la pila pídala pídala…!” -canta el pregón.
A los ojos del coleccionista, un cementerio será siempre un tesoro.
Con la muerte aun al más desteñido de los hombres le es dado “vivir” por un momento su fantasía de protagonismo: el ventanuco del ataúd, reluciente pantalla; el primer plano del muerto, maquillado y vestido como un galán de matinée.
No entiendo cómo los hombres pueden hablar de otra cosa si no es de la muerte: todo lo demás son fruslerías. ¡En fin! Tal vez es que están muy ocupados matándose los unos a los otros.
Todo cementerio es colección; toda colección es cementerio. Ámbitos acotados en el tiempo y el espacio. Sendos actos de amor.
Mucho es lo que hemos leído sobre la muerte. El problema es que no hemos muerto lo suficiente.
Hay que disfrutar de la verticalidad. La horizontalidad es oscura, inconsciente, rígida y eterna. ¿Y el dormir? Apenas la posibilidad de cambiar de posición de vez en cuando.
La estupidez sigue siendo el antídoto más eficaz contra la angustia del morir.
¿Qué es morir? Resbalar fuera del tiempo. Toda vez que somos tiempo, ello equivale a dejar de ser.
Lo más lamentable, lo más triste de mi muerte es saber que aquellos que contra mí se ensañaron en vida aprovecharán la ocasión para manifestarme su admiración, su estima, y -¡summun del cinismo!- declarar haber sido íntimos amigos míos. Hasta el final, parasitarán mi imagen.
Juzgo prudente elaborar una lista oficial de los verdaderos y poquísimos amigos a quienes autorizo a declararse tales, antes de que empiecen a salirme “amigos” que nunca conocí, o miserables que, adornándose en un gesto nobilísimo de sus partes, elaboren apologías ahí donde no hicieron otra cosa que rezumar ponzoña, envidia y maledicencia.
Nadie “experimenta” su muerte: por definición, ya no estamos ahí cuando nos acaece. No estaremos invitados a nuestro propio velorio. Aún más: podemos tener la certeza de que seremos excluidos de la ceremonia. No nosmorimos. En el instante mismo de la muerte, el pronombre “nos” ya no tiene razón de ser: ha quedado totalmente desustanciado. La expresión “nos morimos” es aporética. En rigor, la muerte no es cosa que nos ocurra: es algo que, simplemente, ocurre. Por principio, un accidente que solo le acontece a los demás. ¡Uf, qué alivio! ¡Rallegramenti, amigos: no tienen ustedes nada de qué preocuparse! No se van a morir, no nos vamos a morir. Al cesar la vida ya no habrá se ni nos. Es lo que observó Machado en uno de sus proverbios: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es ycuando la muerte es, nosotros no somos”. Por poco me siento decepcionado. Tanto temerle a una efeméride de la que no voy a participar…
¿Es la muerte un umbral, o la expresión perfecta del Gran Cero? No lo sé. Pero una cosa es segura: aun cuando la muerte fuese un tránsito y no el fin del periplo, no existe un continuum temporal entre la vida y la muerte. Si yo muero el 22 de noviembre de 2015 a las dos con treinta minutos y siete segundos de la tarde, no voy a “despertar” en la muerte el 22 de noviembre de 2015 a las dos con treinta minutos y ocho segundos de la tarde.
Morir es resbalar fuera de los relojes y calendarios.
Me inquieta la gente que evoca más de la cuenta la pureza. Porque la única verdadera pureza, la prístina, la inmaculada, es la del no ser, la de la muerte. La vida es divinamente, deliciosamente sucia.
¿Cómo me gustaría morir? “Asesinado por un marido celoso, a los noventa años de edad” -propuso Alphonse Allais-. Nada mal, he de decir. Lo del asesinato es quizás más truculento de la cuenta, pero a fe mía que no es una mala imagen, la que invoca Allais. Yo querría morir “en el acto”, estrangulado entre los muslos de una bella mujer. Por desgracia, es bastante más posible que muera trepanado, eviscerado, entubado, cateterizado, y conectado a un sistema de respiración artificial. Hé oui! Lo menos que se pude decir es que las estadísticas no tornan probable mi fantasía erótico-tanásica. Empero, no pierdo la esperanza.
Ha de ser tan difícil la muerte, que la vida nos ha concedido la oportunidad de ensayarla todos los días: no otra cosa es el sueño. Una muerte provisional, un dress rehearsal, con escenografía, luces y vestuario incluidos.
Siendo la hecatombe existencial por excelencia, la muerte es, al mismo tiempo, el hecho más banal del mundo: ciento cinco bichos humanos mueren cada minuto en el planeta. Una mera estadística. Antes de que usted haya terminado de leer este libro, cientos de miles de miserables habrán “bajado a la tierra y entrado en el juego” (Valéry). Y si no lo termina de leer, esperemos que sea porque, simplemente, perdió el interés. Si tal no es el caso, espero que recorra usted, silbando y bailando, los predios del infierno, paraje de la verdadera, la eterna beatitud.
El despertar y el abandonarse al sueño nos hacen recrear y anticipar, cada día, los dos momentos más traumáticos del vivir: el nacimiento y la muerte.
La muerte es un acto de clemencia natural. A decir verdad, la única instancia en la que natura me parece -tal un ser dotado de conciencia y sensibilidad- capaz de conmiseración.
La muerte no es otra cosa que el pago de admisión -al final- por haber participado en esta fiesta, manicomio, baile de máscaras, cámara de tormentos, carnaval, burdel y presidio que llamamos vida. Un mero trámite.
A fin de no temerle a la muerte, he puesto en acción -sin percatarme hasta ahora de ello- el método más absurdo, paradójico e irrisorio que sea dable imaginar. Me he abocado a cultivar mi miedo, a alimentarlo, seguramente guiado por la esperanza de que, a fuerza de temerle, terminaría por purgarme del terror que me inspira. Como quien se inocula un virus a modo de vacuna. Inútil, estéril profilaxis. El miedo nunca alcanzó ese punto a partir del cual solo podría disminuir. No hay límite para el pavor que experimento, salvo la inevitable extenuación en que a veces logro sumirme. El agotamiento total elimina, incluso, la posibilidad de sentir miedo. Pírrica anestesia.
Tanto le temo a la muerte, que he considerado incluso matarme a fin de librarme de ella.
Eso que llamamos cultura -la suma de toda institución humana perpetuada transgeneracionalmente: mito, religión, arte, filosofía, ciencia- no es más que un inmemorial, estentóreo grito de terror ante la muerte, proferido desde el fondo de los siglos, y retomado, tal una carrera de relevos, por cada nuevo residente de la vida.
¿Y si hubiese ya muerto? Stricto sensu, no hay manera de verificarlo objetiva, inequívocamente.
Morimos de vida, vivimos de muerte.
Desengañémonos de una vez por todas: la nostalgia que sentimos por nuestros muertos queridos no es recíproca. Ninguno ha vuelto de su latitud a corresponder nuestro afecto.
No pasa un día sin que alguien invente alguna forma de negar la muerte (teorías de orden religioso, físico, químico, cuántico, nuevas concepciones del espacio-tiempo, el eterno retorno, el tiempo cíclico, la noción de un legado imperecedero, la invencibilidad del amor). Digámoslo sin ambages: la mejor manera de conquistar la inmortalidad sería no muriéndose.
Algo hay peor que el prospecto de la muerte eterna: la posibilidad de la vida eterna para aquel que solo anhela dejar de ser.
Vuelvo sobre un punto ya formulado. Lo único que quisiese asegurar -deberé para ello elaborar una lista comprehensiva- es que, después de mi muerte, no corran a rendirme homenaje todos aquellos que en vida me detestaron, agredieron o envidiaron secretamente. ¡Tengan un mínimo de dignidad y respeto, y no vampiricen mi cadáver, granujas! ¡Si no me quisieron vivo, no se adornen exhibiendo su conmovedora “nobleza” con respecto a quien ya no representa para ustedes peligro alguno!
No quiero que, como por ensalmo, broten miríadas de amigos póstumos que nunca fueron tales. ¿Larvas, gusanos cebados en mi carroña? Pase. Pero no sedicentes amigos. De nuevo: tendré que levantar una lista de aquellas personas que, efectivamente, fueron mis amigos. Ce sera vite fait: cuestión de un par de líneas.
La muerte es odiosa por el mero hecho de ser una ley. Aún más: la Ley de las leyes. Eso basta. Nadie -ni siquiera un borrego- va a aceptar dócilmente una imposición. Sucede que toda ley es, por definición, odiosa, y suscita la transgresión. La primera es, de hecho, la condición de posibilidad de la segunda: sin normativa no hay infracción. Cualquier espíritu libre y soberano rechazará la muerte, no por cuanto le acarree la aniquilación, sino porque es un totalitarismo, y ningún ser humano nació para ser esclavo.
Toda esperanza en la posibilidad de forma alguna de vida ultraterrena se desplomó en mí el día en que vi el rostro de mi hermano muerto, yacente en su ataúd. La imagen era un inmenso, irrefutable, categórico “No”. Negaba todo cuanto el arte me había hecho entrever, intuir, sospechar, con su falaz sabor a eternidad. Schumann, Beethoven, Chopin, Liszt, Shakespeare, Proust habían sido derrotados. Pero claro está, bien puede ser que interpelar a un muerto sea la peor estupidez del mundo. Busqué mi respuesta justo ahí donde jamás podría obtenerla.
Lo que más me aflige no es la muerte per se, sino saber que conmigo morirá la personal, subjetiva, intransferible e irrepetible concepción de belleza que yo cultivé. Por supuesto, otros vendrán a oír a Schumann, leer a Proust o ver a Delacroix, pero esos Schumann, Proust y Delacroix no serán los míos, los que yo co-creécon la divina arcilla de mi experiencia vital. Que yo muera, pase, pero que mueran los dioses que fueron objeto de mi culto, es algo que me resulta intolerable.
“Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco” -suspira Juan Ramón Jiménez-. No me consuela: nada mío pervivirá en ellos. Aún más: me indigna que Dios quiera más a un maldito pajarraco, una alcachofa, un árbol o un pozo -sean del color que sean- que a mí. Nunca he encontrado confortación en ese tipo de proyección según la cual el mundo tomará el relevo de la vida, cuando yo haya sido expulsado de ella. Todo cuanto no sea yo, me niega. Todo cuanto no sea yo, solo puede ser un anti-yo. Y no acepto que un avechucho, una alcachofa, un árbol o un pozo vengan a hacer las veces de albaceas de mi inmortalidad. La eternidad será mía, o no será.
Las frasecillas repetidas por la gente para atenuar la angustia ante la muerte prueban que eso que llamamos “sabiduría popular” no es más que insipiencia acríticamente reciclada. “Para allá vamos todos” -dice la gente, con un suspiro que pretende expresar aceptación-. ¿“Para allá”? ¡Ni siquiera eso: urge comprenderlo! ¡No hay un “allá”! ¡La muerte es a-tópica, un no-lugar! ¡El vacío, la oquedad absoluta, el gran Cero, lo inimaginable! Cuando hablamos de un “allá” (al que todos iríamos, noción que sugiere cierta forma de compañía) intentamos sedar el horror de la caída libre. Hacia la muerte no vamos: ella viene por nosotros. Y no para llevarnos “allá”: ¡el adverbio no tiene razón de ser! La muerte es como el no-ser de Parménides: no admite predicado alguno, salvo, precisamente, decir que “no es”. Puesto que no es, no será ni “aquí” ni “allá”: la muerte es el no-espacio y el no-tiempo.
A fin de poder seguir por siempre en el escenario, quiero que mi calavera sea preservada, y utilizada en la escena en que Hamlet monologa con el cráneo de Yorick. Ahí estaré, noche tras noche, generando belleza, y sirviendo al arte. No necesito figurar en los créditos. Por favor, tomen nota de mi ruego.
Si tal petición no pudiese serme concedida, quiero que me incineren, y que mis cenizas sean esparcidas en el cráter de un volcán en erupción (esto supondrá, por supuesto, la cooperación de un equipo de avezados vulcanólogos). Mi cuerpo desintegrado y transformado en miríadas de partículas, sería proyectado a inimaginables alturas, surcaría valles y campiñas, y llovería -fecundándola quizás- sobre la tierra ubérrima. Y quién sabe… Acaso la explosión sea tan cataclísmica que mi escoria vuele hasta la exosfera, y escape al totalitarismo de la gravedad planetaria. Tal sería mi más entrañable sueño.
La vida es un plazo, la muerte un trámite.
Morir es renunciar al yo. Estando programados por la naturaleza y la cultura para preservarlo a toda costa, nada podría ser tan difícil. Anclaje del principio de identidad, y basamento de la gestión filosófica desde que Descartes asienta su cogito sobre el yo, renunciar a él -aceptarlo transitorio, adventicio, inesencial- es pedirle al ser humano negar el clamor mismo de su sangre. Algunas filosofías orientales nos proponen que el yo no es más que una ilusión, y que, de hecho, debería ser llamado “no-yo”. Des-identificarse de él no solo constituiría la base del ars morendi, sino también de todo arsvivendi. El yo, ¿es en efecto un constructo, una personalidad condicionada, un sonámbulo o idiota que repite sus gestos maquinalmente? Es posible, pero es lo que tenemos, y por mucho lo prefiero a esa especie de ectoplasma, de pizarra vacía que algunos llaman “conciencia pura”. No renuncio al yo: le tengo demasiado afecto a esa pobre marioneta destartalada, como para destituirla. Ello lastrará mi muerte -nadie puede alzar el vuelo con semejante tonelaje-, y lo que quizás sea más grave, hará mi vida menos lúcida. Reprobaré el curso, pues: que me pongan las orejas de burro.
Si una persona es ya incapaz de derivar el menor gozo de la vida, si no cree en ella, si quiere, desde el fondo del ser, morir, debe proceder a poner punto final a su saga terrena. El suicidio no es, en tales, casos, una opción, sino un deber, un “imperativo categórico” (Kant), el único acto realmente ético que cabe concebirse. De hecho, seguir viviendo sería indecente, moralmente reprensible.
¿El sentido de la vida? Es cosa que me importa poco. No le exijo a la vida sentido, ni procuro descubrírselo o conferírselo mediante toda suerte de argucias intelectuales (a menudo, no más que racionalizaciones). Después de todo, ¿cuántos actos ejecuto maquinalmente cada día, sin detenerme a considerar su sentido inmediato o final? ¡Y no por ello dejo de repetirlos! La vida está por encima de ese valor que llamamos “sentido”: aun cuando no lo tuviese, merecería ser vivida. Lo que no puedo aceptar es la esterilidad, la inconvertibilidad, la no transformabilidad del dolor. Si no soy capaz de mutarlo en belleza o pensamiento -la alquimia propia del artista- se me hace absolutamente intolerable. Mi umbral del dolor es bajo: se me atora en la garganta cuando no soy ya capaz de trocarlo en formas artísticas concretas. Lo único que resta, en tal caso, es extirparse la vida.
Solo hay una forma fecunda de lidiar con la muerte: preñarla, engendrar de ella.
¿Absurdo? ¿Y qué creen ustedes que hicieron Jorge Manrique, Villon, Blake, Poe, Baudelaire, Lorca, Unamuno, Vallejo?
Puesto que en última instancia vamos a ser destituidos, la posibilidad de renunciar antes de tal vejación debería ser perfectamente legítima. El suicidio, reprobado socialmente, está justificado por la inexorabilidad de la muerte.
La muerte es el límite de todo discurso. ¿A qué bueno siquiera hablar sobre ella? Porque solo las cosas indecibles, impenetrables, insondables son capaces de generar ilimitada discursividad.
Solo los ingenuos celebran la vida: ¡es una traidora: fue ella quien inventó la muerte!
¿Y si hubiese ya muerto? No hay, estrictamente, ninguna forma de averiguarlo. No sabiendo cómo se “experimenta” la muerte, no puedo verificar si sigo en la vida. Si la muerte es un continuum, y no una ruptura, bien podría ser que hubiese ya muerto sin percatarme de ello.
Tengo para mí que quien le teme a la muerte también le teme a la vida. Aun cuando no lo advierta, es harto probable que la segunda le inspire más terror que la primera.
Somos larvas, vampiros: vivimos de los muertos. De su legado, su dinero, sus tierras, sus casas, sus muebles, su vajilla, su ropa, sus apellidos. Dormimos en las que fueron sus camas, bajo los que fueron sus techos, y comemos con los cubiertos que alguna vez tuvieron en sus bocas. ¿El cepillo de dientes? No dudo que tal sea ocasionalmente el caso. Hacemos el amor a sus nietos, hijos, y aun a quienes fueran sus esposas o esposos. Nada es realmente nuestro. Tampoco lo fue de ellos, por cierto. En realidad, nada es de nadie. Una inmemorial genealogía de la usurpación: eso es la historia.
El ser humano no tiene derecho a usar la expresión “para siempre”. En virtud de la muerte, sí puede en cambio decir “nunca” y “jamás”.
“Los hombres mueren y no son felices” -nos dice Camus por boca de su Calígula-. Cuatro eran las opciones posibles -por lo menos en el plano teórico-. Primera: los hombres son felices y no mueren: ¡miel sobre hojuelas! Segunda: los hombres son felices y mueren: menos buena, pero al menos nos quedaría el gozo (¿es tal cosa realmente posible?) de una felicidad finita. Tercera: los hombres no son felices y no mueren: la definición misma del infierno: una eternidad de dolor. Cuarta: los hombres no son felices y mueren: bien vistas las cosas, no es lo peor que podría pasarnos. Somos infelices, pero siquiera la muerte -acto de clemencia natural- pondrá un término más o menos demorado a nuestro infortunio. Mi testimonio se inscribe dentro de la cuarta configuración. No, los hombres no son felices, y además de eso, tienen que morir.
Conviene recordar que, antes de la muerte, esté el morir, en tanto que proceso. La déliquescence, el derretimiento, la degradación, la erosión de nuestro ser físico y psíquico. Comparado con este suplicio, la muerte no pasará de ser un trámite más o menos engorroso. Algo más: es harto posible que en el momento mismo en que esto escribo, la carcoma irreversible esté convirtiendo mi cuerpo en huera corteza.
Es improbable que la muerte venga pronto por mí. Recordemos que es mujer, y como tal, insondablemente vanidosa.
Segándome perdería a uno de sus más leales bardos, a un trovador que ha sabido cantarla con singular devoción.
“No todo en ti perecerá” -afirmó Horacio-.
Jamás he dudado de tal aseveración. De hecho, comprendo sin dificultad a qué formas de pervivencia se refiere el filósofo. Pero no me consuela. Eso que permanecerá no será, esencialmente, yo.
La muerte es una ramera, una buscona: se mete en la cama de todo el mundo.
Promiscua, sifilítica cortesana. Es cosa que debemos denunciar a todos los demonios del cielo y los ángeles del infierno.
El reloj vivo que baja con un muerto al sepulcro es una alegoría perfecta de la condición humana.
Nada ha generado tal torrente de discursividad en el ser humano como la muerte. Toda inflación discursiva revela terror. Teorizamos la muerte en la justa medida en que le tememos. ¿Qué es lo primero que hemos hecho con ella? Lo que se hace con todo enemigo: aislarla, acotarla, contenerla conceptualmente (el poder mágico de la palabra, la ilusión de que el concepto nos permitirá controlar el fenómeno que designa, una especie de logoterapia avant la lettre). Luego, volcamos sobre ella todo nuestro arsenal especulativo: mitología, teología, filosofía, ciencia, psicología, arte. Ahí queda la muerte, aislada, y cernida por todos nuestros misiles. Pero ella permanece, ¡ay!, irreductible. La razón se cae de puro obvia: solo puede “estudiarse” la muerte desde la vida. No tenemos, por consiguiente, absolutamente ningún alumbre empírico, vivencial, de ella. Pero la afirmación simétrica también es correcta: solo se comprende la vida desde la muerte -o merced a ella, sería más propio decir-. Para Sócrates y Montaigne, la vida -de manera preeminente la filosofía- era un aprendizaje de la muerte. Para Spinoza, la muerte era la pedagoga de la vida (ello a tal punto, que un hombre moriría menos cuanto mejor la comprendiera: perecería solo extensivamente, no intensivamente). He leído a los grandes maestros del ars morendi y del ars vivendi… Y la impresión que en última instancia me dejan es que en este tema, peliagudo si alguna vez lo hubo, no hay “grandes maestros”, sino tan solo aficionados, diletantes, amateurs más o menos aplicados. Hemos pensado mucho la muerte: el problema es que no hemos muerto lo suficiente. Y persistimos en asumir que la muerte detenta “el gran secreto”. Lo más terrible de todo es que quizás, en este caso, el secreto consista en que no hay secreto.
Sí, sí, sí: ya conozco la monserga. El grano de sal solo pervivirá si acepta diluirse en el agua, y renunciar a su identidad de corpúsculo. La gota de lluvia solo “comprará” la eternidad al precio de subsumirse en el océano del cual fuese alguna vez segregada (con lo cual, el ciclo vida-muerte-vida se presenta como un proceso de indistición-individuación-indistición: origen en la massa confusa de los alquimistas, segregación, y re-inmersión en el caos original). El granito de sal o la gota de agua que no acepten renunciar a su identidad en tanto que tales, no podrán renacer en el gran Todo.
El problema es que eso que “renace” no soy yo. Jacques Sagot, número de cédula 1-0585- 0675, tendrá que desintegrarse, ver disolverse su principiumindividuationis ¡y hacerse a la mar! Todo cuanto constituía mi especificidad como individuo quedará, tal las maletas de un viajero olvidadizo, del otro lado del andén. A lo cual sólo me resta preguntarme si todo eso que se evaporará, todo eso que juzgo precioso y a lo cual me aferro, no será quizás la parte menos verdadera, más contingente y adventicia de mi ser. Rechazar la muerte por amor al propio pellejo acaso no valga más que decirle no a la verdad, por fidelidad a una ilusión.
Saber vivir equivale a saber morir. Amar la vida equivale a aceptar la muerte, y -aún más- celebrarla gozosamente. Si algo constato por doquier es que son aquellos que nunca supieron vivir, quienes precisamente le tienen más miedo a la muerte. Su error consistió en no haber reparado -de manera vivencial, no puramente teórica- en el hecho de que la vida no es otra cosa que una ininterrumpida urdimbre de muertes: ínfimas, sensibles, inmensas. La vida es el mejor libro de texto que jamás tendremos para prepararnos a morir. Pero claro está, hay que abrirlo de vez en cuando, estudiar y aprobar el curso.
No quiero morir.
Una parte mía ha anhelado siempre morir.
¿Quién o qué, en mí, quiere morir? ¿Y si fuese el mismo que quiere vivir?
Feminizar a la muerte ha sido, de mis estratagemas imaginarias, la más eficaz para atenuar el terror que me inspira.
Empiezo entonces a concebirla como una deliciosa disgregación, una especie de voluptuosidad infinita que me aniquila vivificándome. Éxtasis de muerte, éxtasis de vida. Todo en mí se derrite, y me abandono a la nada como quien se deshace en el cuerpo de una mujer.
Al día de hoy, no creo que haya absolutamente ninguna manera de prepararse para la muerte. De hecho, pienso que es el único hecho que el ser humano es incapaz de aprender. N´en déplaise a los muchos sabios que han disertado al respecto, carecemos de método, disciplina y aptitud para ello.
Fuimos naturalmente programados para esquivarla: todo en nosotros la niega.
Tenemos vocación de vida, y ningún talento para la muerte. Es “inaprendible” y, por consiguiente, “inenseñable”. No hay una propedéutica o pedagogía del morir. Y esas prefiguraciones, anticipos, “inoculaciones” de muerte que la vida nos administra regularmente, no constituyen, por desgracia, una “vacuna”. Moriremos chillando, pataleando, blasfemando, y nos aferraremos a todo hierbajo y piedra que nos topemos de camino al sepulcro.
Caeremos experimentando la sensación de que nos ejecutan, convencidos, en algún nivel de nuestro ser, de que el hecho es esencialmente injusto, un crimen, una atrocidad. Y creo que, en efecto, lo es.
La reflexión en torno a la muerte es más que un problema filosófico o existencial.
Es un asunto de dignidad, y ese es un valor que, en tanto que especificidad humana, pongo en la cima de mi pirámide axiológica. Es indigno, vivir sin meditar la muerte. Vergonzoso, sonrojante y deshonroso. Más degradante que el peor de los crímenes: la cobardía de las cobardías. Toda la dignidad del ser humano reposa sobre la conciencia de su finitud, y su manera de enfrentarla. El “ser-para-la-muerte” de Heidegger es la facultad antropológica definitoria de la criatura humana. No pensar en la muerte hasta el justo momento en que esta nos toma por las quijadas y nos obliga a mirarla de frente es faltarse el respeto a sí mismo -en tanto que individuo-, sub-representar al ser humano -en tanto que especie- y traicionar al mundo -en tanto que historia, cultura, sociedad-. Los hombres deben hacerse merecedores de su muerte: también para eso es necesario hacer méritos, también ella se “gana”.
El individuo compra su permanencia en la vida matando sus células. La especie compra su pervivencia matando a los individuos. La evolución compra su dinámica biológica matando a las especies. La célula, el individuo y la especie pagan con su vida esa entelequia que llamamos “evolución”. Bien por ella, atroz para la especie, el individuo y la célula. Yo, como individuo -me importan un bledo la célula y la especie- declaro mi inconformidad profunda con tal estado de cosas. Así pues, ¿no sería yo más que la moneda, el viático con que la especie asegura seguir a bordo de la vida? ¡Indigno, humillante, inaceptable!
La frase “duerme en paz” (requiescat in pace) es una estupidez: no hay nada en el mundo tan agitado y peligroso como el dormir.
La vida inventó la muerte a fin de pervivirse: ¡es a ella a quien deberíamos odiar!
Nada tan patético e indigno como un vejete que no quiere morirse. El momento debe llegar en que un hombre anhele morir, con la misma naturalidad con que, después de un arduo día, la fatiga lo conduce al sueño. En tal caso, la muerte es convocada con tanta fuerza como la vida durante el período de la siembra y la vendimia. La sospecha de no haber aun fructificado nos mueve a la acción, y empuñamos la vida con gesto impetuoso de guerrero. La íntima, insobornable certeza de haber cumplido nuestra misión, debería movilizar en nosotros un sereno deseo de disolución. La muerte no es solo una inexorabilidad biológica: es también una decisión ética.
Mi vida entera fue testamento.
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