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La embriaguez del pensamiento

Poética de la bailarina


Jacques Sagot




 

La poesía, como la música, viven en el tiempo, no en el espacio.  La pintura, la escultura, la arquitectura viven en el espacio, no en el tiempo (el desplazamiento del espectador relativamente al objeto inmóvil se inscribe, por supuesto, en el tiempo, pero este no es necesario para la captación global de la obra).  La danza vive en el espacio como en el tiempo.  Es puro devenir, decurso, la vida misma.  El río de Heráclito.  Ese que afirma el movimiento, y por lo tanto la muerte.  La más bella, consoladora alegoría del morir jamás creada.  “Caminante, son tus huellas el camino y nada más; caminante no hay camino, se hace camino al andar.  Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.  Caminante no hay camino sino estelas en la mar” (Machado).

 

No solo nadie se baña dos veces en el mismo río -esto se le fue a Heráclito- sino que el río en cuestión no podría jamás bañar dos veces a la misma persona, que cambia por segundo.  Porque el río y la persona son, en el fondo, la misma cosa.  El ser humano es tiempo.  Una segunda inmersión en el mismo río -asumamos que sus aguas se hubiesen congelado- arrojaría por resultado una experiencia fatalmente diferente de la primera inmersión.  Si no avanza el río, avanzará el bañista en su coyuntura temporal: el desencuentro es inevitable.

 

La bailarina es un ser constantemente preterido.  Inasible.  Se confunde a tal punto con la dinámica de la vida que, en cierto modo, es como si no existiera.  Trazas, estelas: es todo lo que de su movimiento nos va dejando.  Siempre vamos “detrás” de ella, reconstruyendo e integrando desesperadamente esos gestos que, tan pronto ejecutados, evanescen para siempre.  Como la música, con la diferencia de que el espacio -condición de posibilidad del movimiento- le es consustancial.

 

 El discurso de la bailarina se articula en tres tiempos: la protensión (la expectativa), la atención (el instante presente), y la retención (la construcción retroactiva de significado).  Se “lee” de atrás hacia delante, a través de esta última función.  Una vez más: solo el lenguaje del cuerpo existe en ambas latitudes: el tiempo y el espacio.  Omitan una de ellas, y la danza devendrá inconcebible.  La evolución del movimiento va de la mano con la durée, esto es,el tiempo subjetivo (Bergson).  El tiempo, para la bailarina, transcurre como un fluido permanente, no como una sucesión de puntos discretos.  La inmovilidad le es imposible.  Está condenada, como la doncella de La consagración de la primavera, a bailar hasta morir.  Por eso, tan pronto creíamos tenerla en nuestras manos, se nos escapa, se esconde a nuestros ojos como a nuestra conciencia temporal.  Anti-parmenídea, la bailarina proclama el movimiento, por lo tanto el cambio, por consiguiente el devenir y el fluir del tiempo.  Se confunde con la vida al punto de tornarse indiscernible de ella.

 

La protensión es el momento de la ansiedad, de la sed; la atención es el momento del puro maravillarse, el instante - eternidad; la retención es, como todo acto de reconstrucción, de orden más bien intelectivo.  A la bailarina no se la contempla (cosa que requeriría, por ejemplo, el hieratismo de una escultura): tenemos que “ir con ella”: seguirla, casi per-seguirla.  

 

Y la última de las paradojas: a fuerza de transformarlo en lenguaje, la bailarina “pierde” su cuerpo.  Se convierte en expresión pura, así como una cara deja de ser ella misma para devenir llanto o sonrisa.  La expresión invisibiliza el cuerpo.  Por hermoso que sea.  La belleza queda completamente espiritualizada.

 

Toda bailarina aspira a volar.  Cada uno de sus movimientos es un élan, un ímpetu, un conatus ascensional.  Un fracaso, una sublime frustración.  Caer una y otra vez, vencida por la fuerza de gravedad, pero persistir hasta la extenuación total.  Como el ansia erótica, y la teoría de la Gesamtunendlichpenetrazionen, de mi amigo Florián, ya expuesta en anteriores escritos.  El vuelo imposible genera una estética de la frustración, del malogro, de la impotencia.  Como tal es, por supuesto, deliciosa.  El más exquisito y glorioso fracaso de la aventura humana. La danza está llena de la dolorosa pero al tiempo egregia tensión de lo irrealizable.  Es inherente, fatal, inexorablemente erótica, en el sentido específicamente platónico de esta noción (el deseo desde la falencia, la ausencia, lo inalcanzable).

 

“Danzar es sentir, sentir es sufrir, sufrir es amar; si usted ama. Sufre y siente, ¡usted danza!” -decía Isadora Duncan-.  Así concebida, la danza se confunde con la vida misma: todos somos bailarines, por cuanto la emociones, los deseos, los amores, los terrores que nos sacuden son dinámicos, rítmicos y dancísticos.  Todo ese torrente emocional está jalonado por accelerandi, ritardandi, crescendi, decrescendi…  La emoción es inherentemente musical: fluye en el tiempo, se encona y serena rítmicamente.  

 

En París, cada vez que iba al Crazy Horse aprendía cosas nuevas; llevaba mi libreta de apuntes, observaba, observaba, observaba, en el sentido más profundo e intenso de la palabra.  Me desespero tratando de precisar, de determinar el secreto de todo cuanto me fascina.  He descubierto, experimentado tantas cosas, que a veces sueño con un libro enteramente consagrado a la bailarina.  Si no tuviese tiempo de escribirlo, ahí quedarán, siquiera, las reflexiones dispersas en mis artículos.

 

La bailarina es el tiempo hecho carne.  Entre la tierra y el cielo, entre lo humano y lo divino.

 

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