Tarde triste
Jacques Sagot
Mi abuelita materna era chilena. Tenía la habilidad de hacer portales lindísimos.
Cuando la exhumaron, cinco años después de su muerte, el ataúd estaba completamente desintegrado.
Le ponía musgo, y toda suerte de animalitos multicolores: recuerdo camellos que movían la cabeza y reyes magos de porcelana.
Curiosamente, el vestido gris con que la habían enterrado estaba intacto.
Senderos, bosquecitos, pastores, criaturitas de toda suerte, y en lo alto de una colina, la divina morada, iluminada por una luz interior que acaso fuese una bujía disimulada bajo la hierba.
Sacaron el esqueleto, y al jalarlo hacia el exterior -cuenta mi Mamá- se le cayó el cráneo.
Nosotros a veces le robábamos uno que otro animalito: ¡eran tantos y tan bonitos! Aquellos portales eran cornucopias de maravillas y objetos coloridos y relucientes.
Mi madre recuerda -casi con risa- el momento en que se le desprendió la cabeza.
Al dar la hora santa del veinticinco de diciembre, ponía al Niño Dios en su cunita. Lo hacía con esmero, y nos pedía guardar silencio. Era un momento de unción y recogimiento.
De las cuencas de su cráneo brotaban las cucarachas.
Mi abuela sonreía, y a veces también lloraba. Era una mujer buena que había vivido en la miseria y no había tenido la oportunidad de cultivarse.
Sus huesos fueron arrojados al osario, para inmediata cremación.
Ese pesebre era su microcosmos mágico, el único lugar en el que había logrado expresar su creatividad, su veta de artista y de paisajista. Imposible evocarla sin recordar su pasito: nadie capaz de hacer algo tan bello puede ser menos que poeta.
No resta nada, absolutamente nada de su ser físico. No tuvo siquiera derecho a reposar para siempre en una tumba. Así como en vida se vio obligada a estar cambiando permanentemente de residencia debido a su insolvencia para pagar el alquiler, tuvo su cadáver que ser desahuciado de su diminuto habitáculo.
Dios ha de haberla acogido en su seno y sin duda le habrá asignado la función de belenista oficial de las divinas moradas. La evoco con amor inexpresable. Le decía “Bilita”, que era un diminutivo de “Abuelita”. Su vida entera osciló entre el mágico universo de los portales, y las torvas acechanzas de la muerte. Supo lo que era el hambre, la falta de techo, la enfermedad y el destierro. Sí, creo que el buen Dios ha de tenerla a su lado. Y es con emoción inexpresable que evoco la súplica de Unamuno: “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar. Dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar”.
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