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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 23 ago

Porque sí


Jacques Sagot



 

Ayer abracé una guitarra.  Acerqué mi oído a su cálido vientre enamorado. Una, y otra, y otra vez me dediqué a pulsar la cuerda correspondiente a la nota Si.  Suave, reciamente.  Mil veces.  Por el puro gozo de oírla eternizarse en la caja de resonancia.  Lo hice hasta caer en una especie de trance.  No sé tocar guitarra, ese instrumento que Ravel describía como “una orquesta en miniatura”.  Pero el arrullo de aquella nota, su manera de reverberar en mi conciencia…  Descubrir la pura belleza del sonido.  En su forma más simple.  


Con el mismo estupor con que un hombre de las cavernas hubiese encontrado, quizás por azar, el efecto de la vibración de una cuerda tensada, el sonido que somos capaces de producir al soplar en una caña de bambú, o el cóncavo retumbar de un tronco huero cuando se le golpea con las manos.  Ahí mismo tenemos la génesis de los instrumentos de cuerda, de viento y de percusión.  Desde que era niño no vivía una experiencia estética tan pura.

 

¡Qué milagro, una cuerda tensa, que espera el gesto nonchalant de la mano que la rasga o puntea!  Esas cosas que se hacen… pues porque sí.  Porque el ocio, o la soledad, o la tristeza nos mueven a ellas.  Tomar la guitarra entre mis manos (¡qué gesto emocionante, qué inmenso privilegio!) y poner en vibración una de sus cuerdas.  No se podría concebir una experiencia musical tan elemental, primaria, básica e irreductible.  No pulsé otras cuerdas: estaba enamorado, hechizado por la nota Si.  Asistir al nacimiento del sonido, sentirlo rebotar en las paredes de la habitación, y luego verlo adelgazarse, alejarse, hasta ser reabsorbido por el silencio.  ¡Cuán parecida a la vida humana!  Heidegger decía: “Tan pronto un niño nace, es ya lo suficientemente viejo para morir”.  Lo mismo puede decirse del sonido arrancado con mano indolente a una cuerda de guitarra: por más que corra a esconderse -a eternizarse- en el oscuro vientre del instrumento, ya se desliza hacia la muerte.  A ritmo de galope irrefrenable.

 

Vivimos inmersos en un océano de ruido.  A diferencia de la vista (de la cual depende cada paso que damos), el oído no es un sentido discriminante, selectivo.  Es por eso que los seres humanos del siglo XXI debemos crear paréntesis de insonoridad, para así poder redescubrir el gozo del silencio, y sobre el lienzo que este representa, ver a una simple cuerda de guitarra esparcir su mancha de acuarela: lenta, expansiva, proclive a generar raíces, e improvisar pequeñas filigranas cromáticas sobre el papel.  El silencio y el tiempo son los lienzos del sonido, sí, pero el ruido se encarga de llenarlos de ofensivos garabatos.  Entonces se impone redescubrir el sonido.  Asistir a su nacimiento, tal cual sucedió hace  14 000 millones de años, en el despertar del universo.  Volver a experimentar el sonido como algo maravilloso, una vivencia virgen, inédita, siempre nueva, siempre reverdecida.  No hay dos sonidos idénticos en lo ancho y lo largo de todos los multiversos que quizás tejen y enhebran la totalidad de nuestra realidad física.

 

Mi guitarra, mi cuerda, la prístina vibración de la nota Si me hicieron pensar en el verso de Baudelaire: “El violín gime como un corazón al que afligen”.  Estaba descubriendo la gloria del sonido puro, desnudo, virgen.  Con el mismo asombro con que lo habrá descubierto un hombre hace 10 000 años.  Hasta ti tiendo mi mano, oscuro e innominado precursor, sajando con mi amor la niebla del tiempo, rompiendo las tinieblas de la distancia como un certero y raudo cometa.  Esa nota Si nos hermana, acerca nuestros corazones: te llamo desde el fondo de los siglos, te interpelo, te invoco.  Somos colegas, y tengo para mí que tú fuiste mejor músico que yo.  Usarías la música y el ritmo para los ritos de siembra y colecta, para hacer la guerra, para las danzas de apareamiento, para comunicarte con las más lejanas tribus, para invocar la lluvia, para conjurar las almas de los muertos, para enviar mensajes, para aplacar el dolor y sanar las enfermedades…  Imagínate: yo tan solo pulso mi cuerda Si para llenar mis soledades, para asistir al nacimiento, plenitud y muerte del sonido, para… pues para nada.  Como ya lo dije: “porque sí”.  Es una maravillosa respuesta que los niños usan con frecuencia, y que expresa muchísimo más de lo que aparenta decir.

 

La casa está en silencio.  Sobre el vago, isócrono rumor de la lluvia en los tejados, sigo lanzando al aire mis notas Si…  No hay dos iguales, son rigurosamente irrepetibles.  Nacen -como todo en el mundo- para la muerte.  Y no se aplaca mi melancolía arrancándole a mi guitarra un nuevo Si cada vez que el anterior se desmaterializa.  Justamente porque no hay dos notas idénticas.  Y lloro, claro que lloro, al concluir que lo que estoy haciendo es alegorizar la condición humana.  Del silencio venimos, y al silencio hemos de regresar.  Un breve estupor de luz entre dos eternidades de tinieblas.  Comenzábamos apenas a asombrarnos de la vida cuando ya nos la quitan.  Pero flaco servicio le hago a mi guitarra, a mi hic et nunc, a la música y a la vida, anticipándome al Gran Silencio.  No, no, no: la vida, mi vida es aquí, es ahora, y le debo entrega absoluta.  Honrarla como ella se lo merece.  Que sigan brotando de mi guitarra, lentas, aromadas de lejanía, las notas que sobre mi cama, en mi armario y en el plafón retozan, ruedan, y juegan como duendes traviesos.  No vine al mundo para hacer música, sino para ser música, para que ella me ocupe y rebose, como el noble vino a las odres de acacia y de laurel.  Tómame, colonízame, haz de mí un hontanar de belleza.  Ante tanta plenitud, aun la muerte nos respeta, y se mantiene a distancia.  Algún día me prenderá, pero antes de que eso suceda, ¡qué cantaradas de música gloriosa, de música divina, de música purísima pienso regalarle al mundo!    



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