El suicida
Jacques Sagot
Yo sentí algo raro desde que el hombre me pidió que lo llevara al puente sobre el Virilla, el de Tibás, allá por pasado el Estadio Saprissa. Pero bueno, uno es un simple chofer, y cumple con las instrucciones del cliente. Sin embargo, no se lo niego: iba inquieto, preocupado”. “¿Al mero puente?” -quise confirmar-. “Al mero” -me dijo-. Uno sabe cuando una persona no está bien. Desde que se sube al carro. No sé cómo explicárselo. Es como si anduviera envuelta en una atmósfera de dolor, como si su pena oliera, como si fuera dentro de una burbuja, solo, sordo ciego, ensimismado. Ya no es una persona que sufre: es una persona que se ha convertido en su propio sufrimiento. No hay diferencia alguna, entre una cosa y otra.
Pues fíjese usted que íbamos ya llegando a Tibás cuando no me aguanté, y le pregunté, con todo el tacto de que fui capaz: “¿Se siente usted bien?” “Sí”. “¿Está usted seguro de lo que va a hacer?” “¿Y cómo sabe usted lo que yo voy a hacer?” “No, no lo sé, y no le pido que me lo diga, solo le pregunto si está usted seguro de haber madurado bien su decisión, cualquiera que esta sea”. “¿Qué cree usted, que me voy a tirar del puente?” “No, por supuesto que no, yo lo decía porque…” “Está usted en lo cierto: me voy a tirar del puente, y sí: ya lo tengo decidido”. Imagínese usted mi congoja. ¿Qué hace uno en un caso de estos? Ya estábamos a unas pocas cuadras del puente. La pregunta puede parecer estúpida, amigo, por favor, no me juzgue, pero en una situación así uno dice lo que puede, no lo que quiere: “¿Y no preferiría el puente de Los Anonos, para brincar? Ese es el puente que todo el mundo escoge”. “No. Los hay que no se matan. Quedan todos malquebrados, y los mandan al asilo Chapuí. De este puente, en cambio, no se salva nadie: es muchísimo más alto, y el lecho del río es más pedregoso: todo lo tengo estudiado”. De nuevo, yo con tal de impedir lo que iba a pasar, inventé, mentí, dije cualquier caballada: “No crea, no crea: aquí también se han salvado algunos suicidas. Uno nunca sabe: el ángulo de caída, el agua, no sé, cosas raras y milagrosas que ocurren”. “¿Cierto?” “Por supuesto: ¿no lo leyó en los diarios? Los puentes -aún los más altos- no son la mejor opción para eso que usted va a hacer. Y tiene usted razón, amigo: si se salva, va a quedar usted hecho mierda… Mire, yo que usted lo pensaría muy, muy bien. ¿No quiere que vayamos a tomarnos un café, a hablar un rato?” “No, no, déjeme aquí”. Yo paré el carro a unos diez metros del puente. El tipo abrió la puerta y bajó un pie. Yo solo me dije: ¡Ilumíname, Espíritu Santo! ¿Usted sabe lo que es llevar a un hombre a su propia muerte, verlo encaramarse en la baranda, y desaparecer en el vacío? Tenía que impedirlo. No por él: no crea que soy tan altruista. ¡Por mí, por puro egoísmo, porque no quería pasar el resto de mi vida con esa imagen, y sabiendo que de alguna manera fui agente de ese horror!
Decidí meterle conversación. “¿Qué fue lo que le pasó, amigo?” “Mi mujer me dejó por otro. Ayer en la noche llegó tardísimo a la casa. Se metió en la cama calladita, taimadita como una víbora. Pero me llegó el tufo de su pelo. No era el olor natural, ese que tan bien conozco, y que tanto quiero, ese aroma dulce en el que yo me envolvía para dormir. Era una mezcla nauseabunda de humo de cigarro y de semen seco… Ya con solo eso supe en las que andaba. Esta mañana la confronté, y la descarada me confesó que sí, que andaba con un carajo desde hacía varios meses, y que no pensaba terminar con él. No le dije nada. Pero salí de la casa decidido a parar el primer taxi que se me atravesara, venir a este puente, y terminar con mi vida. Y a usted le tocó ser el cochero de la muerte, amigo. Lo siento mucho, pero así es la vida”. “Me dio un billete de diez mil colones por el servicio. Pero amigo, la maría solo indica seis mil quinientos”. Después me di cuenta de la imbecilidad que venía de proferir. ¿A quién que esté a punto de suicidarse le va a importar un vuelto? Pero póngase en mi lugar amigo: uno en esos momentos hace lo que puede. Hizo el amago de bajar completamente del carro. Lo tomé por el antebrazo con firmeza. Dio un pequeño tirón -especie de reacción instintiva-, pero después no ofreció resistencia. No me pegunte por qué, compañero, pero ahí mismo supe que no lo perdería. Fue una certeza súbita, un convencimiento.
“Perdone lo que le voy a decir, amigo, pero hay que ser muy tonto, para matarse por una mujer”. “No es una mujer: es mi mujer”. “Era”. “Bueno, pues por eso mismo me voy a tronar”. “Mire, déjeme llevarlo a dar una vueltita por San José, para que vea cuántas mujeres bonitas vamos a encontrar. ¿Me va a decir que ninguna vale nada, que todas son una porquería, que en medio de ese jardín no hay una sola flor que le pueda devolver la alegría de ser?” “No creo en la alegría de vivir”. “No hablé de eso, sino de algo mucho más básico: la alegría de ser”. “Ser es una mierda”. “Es posible, pero no ser es muy aburrido”. Rió. Discretamente, pero rió. “El mundo está lleno de mujeres lindas, jóvenes, que quieren amar y ser amadas… ¿le va usted a decir “no” a todo eso? ¡Qué bruto amigo… no tendría perdón de Dios… aun cuando Dios no existiese!” Volvió a reír. “¿Qué putas sabe usted de Dios?” -me preguntó-. “Nada, absolutamente nada”. “Yo no conozco a ningún dios”. “El problema sería más bien que Él no lo conozca a usted, pero ese no es el punto: yo le estoy hablando de mujeres: esas sí existen, y viera qué bonitas son. Vamos: yo lo llevo a verlas. Lo que es más: le hago el tour gratis”. “No tengo problemas con el dinero”. “¡Tanto mejor: yo sé dónde llevarlo para que lo saquen rápido de esa depresión! Amigas que trabajan en lugares de… pues de esos que conocemos los taxistas. Mire: son unas muñecas. Yo tengo los números: les puedo decir que ando con un cliente que necesita un bretecito especial, un trabajito hecho con mucho cariño y le aseguro, amigo, que ya de aquí a la noche está usted como renacido en Cristo, hablando en lenguas, y bautizado en las aguas del Jordán”. “No, gracias, no quiero putas”. “Estas son finas”. “No hay putas finas, solo putas, punto”. “Bueno, bueno, dejemos eso. La cosa es que el mundo es como… como… pues como un enorme acuario lleno de peces bellísimos de todos colores, con colas translúcidas, y…” “Es usted mejor taxista que poeta, pero eso no importa: ya logró su objetivo: no me voy a tirar del maldito puente”.
No sabe usted, amigo, lo que yo sentí en ese momento. Soy un hombre vulgar, tosco, putero, un simple taxista: créame que no califico como ángel. Pero sentí que la vida me había puesto ahí, en aquel momento, para cumplir con una misión de socorrista… ¡y que lo había logrado! Viré de vuelta hacia San José y me alejé del maldito puente tan rápido como pude. No lo dejé en la casa, aun cuando me lo pidió. “No, no, amigo, usted no puede ir a meterse ahí, eso es un grave error… No hoy, por lo menos. Usted está en estado de shock. Llevarlo a esa casa es devolverlo al infierno: ahí están todavía las cosas de su exmujer, la ropa, los afeites, los perfumes, el champú, el olor, qué sé yo… No, no, eso sería como devolver a un judío a Auschwitz. Mire: usted deje que ella termine de irse antes de regresar, o bien déjela ahí y busque otro refugio, yo conozco hoteles baratos donde lo pueden alojar, pero por las heridas de Cristo: no vuelva ahí, no ahora, por lo menos”. Me oía con la atención del más aplicado de los alumnos. Poco le faltó para sacar lápiz, cuaderno, y tomar nota. Por fin, lo dejé en el hotel del que le hablé, y negocié con el dueño un precio especial. Le volví a proponer mandarle compañía para esa noche… Por último, me dijo: “¡Qué carajo, pues sí, mandame una de tus “damas de compañía”!… Al rato me puede hacer bien”. Y en efecto, le mandé a la más linda de las muchachas que yo transporto.
Al bajarse del carro me dio un abrazo que… no, no me lo dio a mí: se lo dio a mi corazón. Fue la víscera la que lo sintió. No volví a saber de él. Pero le cuento, amigo, que desde entonces examino todos los días el obituario de los periódicos buscando su nombre, y no lo he encontrado. Lo hago conteniendo la respiración, sudando frío… hasta que veo que no aparece. Así que no se ha matado. Y no creo que se mate. Debe de haber rehecho su vida, y ser un hombre pasablemente feliz. Por lo que a mí atañe, me limitaré a decirle esto, amigo: nunca, desde entonces, he vuelto a pasar ni cerca de ese mal parido, hijo de puta puente. Si tengo que desviarme cien kilómetros para evitarlo, lo hago. No puedo, simplemente no puedo. La sola imagen de ese hombre asomándose al abismo y cabalgando sobre la baranda, me hiela los tuétanos. No existe ese puente, para mí. Es como si lo hubieran demolido. Lo que es más: si pudiese, yo mismo lo dinamitaría.
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