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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 3 ago

La ruta de mi evasión


Jacques Sagot




 

Todos los sábados por la noche estoy sentado en algún café de la calle Saint-André des Arts, de la plaza Saint-Michel o de la Huchette.  La gente, el movimiento, el bullicio tienen algo que me atrae y repele al mismo tiempo.  Por momentos siento estar en la Plaza de Toros de Zapote, el inmundo cencerro donde en Navidad se celebran, cada vez más vulgares y apestosas, las “fiestas populares” de Costa Rica.  Turbamulta despreciable, pestífera, alcoholizada y, por supuesto, orgullosamente “tropical”.  

 

Pero luego recuerdo que estoy en París.  ¿Se estará también corrompiendo la Ciudad Luz?  Me temo que sí.  Entonces me impongo siempre el mismo pequeño ritual.  Remonto la calle de la Huchette, inmerso en un océano humano que, en lugar de hendirse a mi paso, tal el Mar Rojo ante el báculo de Moisés, se me viene encima, me aplasta y me deglute.  


Avanzo penosamente.  Rozando cuerpos promiscuamente.  A veces pido perdón, a veces no.  Restaurantes griegos e italianos, pubs, bares, discotecas, cafetines, el teatrito donde desde hace sesenta y un años representan La cantante calva, de Ionesco, más salones de baile, juventud aturdida, todas las etnias, todas las lenguas, todos los atuendos, olor a humanidad y a comida barata…  El mundo busca atolondrarse, y yo, el espectador de siempre.  

 

Atravieso mi pequeño infierno.  Y siempre me concedo el mismo premio: al desembocar en la calle Du petit pont, miro a la izquierda y ahí, “mientras que de los mortales la multitud vil, bajo el látigo del Placer, ese verdugo sin piedad, va a coger remordimientos en la fiesta servil” (Baudelaire), ahí la descubro en sombra, altiva, enhiesta, sublime fantasma: la Catedral de Notre-Dame.  Como modular de Re menor a Mi bemol mayor.  Y respiro a pleno pulmón.  Y la noche se revela a mí en toda su severa belleza.  Es un aire más puro, más enrarecido.  Atrás queda la muchedumbre que, como temerosa de la viviente montaña, rara vez se aventura por esos parajes.  Y me sorprendo cada vez de la súbita modulación, de la forma en que la catedral emerge por sobre todo aquel humano hervidero.  Un nido de larvas… y luego la Divinidad.  “Per aspera ad astra”: “Por el camino del dolor hacia las estrellas” (Dante).  

 

Y solo para revivir este milagro desando y vuelvo a remontar varias veces la calle de la Huchette.  Solo para eso, solo para eso.  Siento como si me limpiaran, como si aquella masa de roca mitad luz y mitad sombra me levantara en vilo sobre mi humana condición, sobre la pestilencia que recorro y de la cual formo también parte.  Una inmensa bienaventuranza se apodera de mí, me siento bueno, y por momentos tengo la impresión de ser absuelto de… no sé de qué; de existir, supongo.  Exiliado en el mundo, vuelvo a la patria de mi alma.  Y miro hacia atrás, y me digo, como Verlaine: “voilà ma route, avec le Paradis au bout”: “He aquí mi ruta, con el Paraíso al final”.

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