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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

GEA


Jacques Sagot


 

 

¡Lávate bien las manos antes de sentarte a la mesa!

 

Y yo obedecía refunfuñando la infaltable admonición materna.  Porque la tierra era la imagen misma de la suciedad, de lo inmundo y lo contaminante.  Si de tal bazofia brotaban los girasoles y las secuoyas milenarias, ¿cómo podría aquel negro y húmedo mundo ser tan vil?

 

Y fue por eso que un día decidí, por mera perversidad, comer tierra.  Recuerdo aún su acre sabor, la deliciosa disolución de los terrones en mi saliva, el mineral amargor de su textura, su perfume de humus, de hierba, de raíces minúsculas y ásperas.  Desde entonces quedé por siempre marcado: sí, madre, soy el niño que un día comió tierra, aun cuando luego corriera a lavarme las manos y ¡quién sabe: tal vez incluso me enjuagué la boca antes de comer!

 

De lo que sin duda no tenía conciencia era del carácter premonitorio de aquel gesto.  Algún día mi cráneo no será otra cosa que una vasija colmada de tierra.  Brotarán flores en las cuencas de mis ojos, y a través de mi boca entreabierta buscarán su camino hacia la luz las raíces y las madreselvas.  Y quizás otro niño travieso pruebe a su vez la hierba que hizo brotar mi fértil carroña.  O quizás sean los pájaros que vengan a polinizar las insólitas floraciones que mi cuerpo hará reventar sobre la piel del planeta.  Y ni niños ni pájaros sabrán que soy, yo, oculto en la tierra, quien les ofrenda su cuerpo para que en él sacien eucarísticamente el gran apetito del vivir.

 

Toda tierra es cadáver: de hierba, de flores, de árboles, de animales o de hombres.  Caminamos sobre ellos, amamos sobre ellos, erigimos ciudades sobre cimientos donde la muerte se ha estratificado durante milenios.  Vivimos sobre un cementerio inconmensurable.  Practiquemos un corte histológico sobre la superficie del planeta y no encontraremos otra cosa que materia orgánica, remanente de la vida.  Pero no lo sabemos, y por eso es firme y alegre nuestro caminar, por eso reímos sobre el enorme sedimento que la muerte ha creado para que a lomos del silencio prosigamos nuestra atolondrada existencia.

 

Tierra, el más elemental de los elementos, princesa desprovista de bardos y apologistas, hoy elegiré los más bellos de mis adjetivos para engalanarte.  Epítetos como sagrada, ubérrima, materna, nutricia, en fin, cosas que ya se han dicho, pero no con el amor con que yo ahora las profiero.  Algún día habrás también de acunarme.  Blanda te sueño, tibia y grata a mi cuerpo.  Te daré todo cuanto en mí es savia, y tú en cambio me protegerás del buitre, de la hiena, del animal innoble y carroñero.  Volveré a degustarte, como cuando era niño, y esta vez no me mandarán a lavarme la boca y las manos con un tirón de orejas.  

 

Canta el agua, ulula el viento, gime la lluvia, crepita el fuego… pero es el tuyo rugido de masas tectónicas, colisión de continentes, hervor del magma, fractura del granito, dolor telúrico, tormento de parto atroz e inmitigable.  Es la tuya música de caverna basáltica y de sima insondable.  El gorjeo de los pájaros, el murmullo de la fuente, el canto de sirena del viento… nada de flautas, clarinetes o melifluos violines...  tu voz está hecha de rugientes contrabajos y del redoble amenazador de los timbales.  Cuando montas en furia te sacudes con gesto de potro cerrero a todo aquel que domeñarte creyera.

 

Te amo, tierra, como amo el arrullo primordial, la caricia primigenia, y los brazos que me enseñaron el lenguaje de la ternura,  Pero nos veremos pronto, y sé que ahí estarás para acogerme.  Es el tuyo el amor más verdadero que jamás conocí… y el único capaz de hacerme renacer.

 

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