FE E IDOLATRÍA
Jacques Sagot
Nuestro siglo ha creído ser capaz de matar a sus dioses. Claro: es que ahora somos tan, pero tan, pero tan inteligentes que ya no necesitamos de ellos. A pesar de lo que decía Malraux: “el siglo XXI será religioso… o no será”. El hecho religioso no puede ser “abolido” por decreto, porque no es única -ni siquiera esencialmente- una construcción cultural, sino una necesidad de orden antropológico: es el hombre, el antropos, el que experimenta -y ha experimentado siempre- la necesidad de creer. Lo que viene son a posteriori históricos: los que se pelean con Dios, los que lo alaban a gritos, los que vociferan por las calles, los que matan en nombre de dogmas y supersticiones, los que usan cilicio monacal… nada de eso niega el hecho fundamental: hay una relación original, esponsalicia, del ser humano con Dios. Nada en nuestras vidas va nunca a tener más importancia que nuestra relación -o no relación- con la Divinidad. Pasaremos del amor más encendido a la más rabiosa negación, de la pretendida indiferencia a la meditación desesperada, sedienta. No se puede no tener una relación con Dios –positiva o negativa-. Es como pretenderse capaz de vivir sin respirar, o de amar sin emociones.
Pero si hemos logrado -creemos nosotros- deshacernos de nuestros dioses, hemos compensado su ausencia y su silencio con lo que más se les parece: los ídolos. Y es así como compramos medallitas donde sale John Lennon disfrazado de Jesucristo (la imago christi de Tomás de Kempis), visión grotesca, kitsch, proponiéndose a sí mismo para la adoración. Y una súper-girl que sale vestida como Batman, con los calzones sobre los pantys, y pretende escandalizarnos con el gesto -¡oh, cuán valiente y contestatario!- consistente en ponerse el nombre de Madona (por lo demás, su “valor musical”, es equivalente al valor vitamínico de una gaseosa). O el caso de un enfermo mental, -afecto, muy específicamente, de teomanía- que mete un gol con la mano y llama a su gesto “la mano de Dios”. Al mismo fanfarroncillo se le erige una iglesia y se le convierte en objeto de culto y peregrinación. O se toma el cuerpo embalsamado de una primera dama y se le entierra en una bóveda reforzada por láminas de metal, a cinco metros de profundidad, en una cripta digna de Edgar Allan Poe, porque de lo contrario la turbamulta adorante se precipitaría a arrancar los pedazos de su carne. Y otro más: a un portero español célebre por la forma de “sacar” el balón, lo llaman “el divino Zamora”. Y más cerca de nosotros, al gran zurdo brasileño de la selección de 1970, la afición le grita, delirante: ¡divino, divino, divino Rivelino!
Los sucedáneos de los dioses: los ídolos. Sí: somos una sociedad de idólatras. La necesidad de lo divino sigue intacta; se ha desplazado de la experiencia mística a la euforia balompédica, o carnavalesca, o rocanrolera, o fármaco-inducida, o etílica. Estas -y el orgasmo- son las últimas formas socialmente legítimas que nos van quedando de experimentar esas vivencias originalmente trascendentales que eran el arrobamiento, el éxtasis y la contemplación. Seguimos siendo místicos, que no se vaya a creer lo contrario: simplemente sucede que los agentes que “nos sacan de nosotros mismos” (y es lo que la etimología de la palabra “éxtasis” sugiere) son ahora diferentes. Una chica con calzones externos que, épica y audaz, se unge a sí misma madona. Un señor cuyo gran aporte al mundo consistió en haber compuesto tres cancioncillas-refritos modales- por las cuales devengó millones y millones y millones, de consuno con la explotación mediática de su iconografía publicitaria: una imagen de Jesucristo con anteojos. El pobre diablo de Maradona, promovido a director del equipo nacional de su país, que, durante una conferencia de prensa, le sacaba la lengua a los críticos, diciéndoles: “¿Ven qué rico? ¡Ahora chupen, chupen, chupen!”
Y es ante eso que ahora nos prosternamos. Y como todo cuanto ha sido engendrado por el fenómeno psico-colectivo que llamamos “moda”, los ídolos están sujetos a las leyes de la oferta y la demanda, a la aparición, saturación y subsunción en el mercado. ¡Hay que seguirlos manufacturando rápidamente! ¿Cuáles serán los próximos, ¿Messi, Ronaldinho, las nalgas de Shakira, Jackson resucitado en medio de apoteósico nimbo luminoso? Ahí sigue trabajando, noche y día, la fábrica de ídolos. Vivimos de la negación, del travestismo, de la perversión (en el sentido de “desfiguración”), en suma, de la mofa de los antiguos valores. Parecemos estar muy seguros de lo que ya no creemos, pero no hemos propuesto aún nada mejor. Pero esto no es solo obra de los mercaderes del templo: muchos guías y líderes religiosos se han encargado de mancillar su propia imagen, de desvincularse del mundo, de no adaptar su mensaje a los nuevos paradigmas de una sociedad cambiante.
En lo que llevo de vida, solo he conocido a dos tipos de hombres: los que creen, y los que creen no creer (esa “segunda inocencia que consiste en no creer en nada” -decía Machado-). Jamás conocí a un hombre que realmente no creyera.
Quítenle al ser humano a Dios, y lo privarán de belleza; quítenle la belleza y lo privarán de inteligencia; quítenle la inteligencia y lo privarán de fe. Porque la fe es, en lo sustantivo, un acto de la inteligencia, tomada esta en su sentido más amplio y universal.
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